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La cadena montañosa se extendía de norte a sur. Desde el sur donde habitaban culturas milenarias dedicadas a agradar a la naturaleza, a dar culto a la fertilidad de la tierra; entregadas a viajar al interior de la existencia como un tributo a la vida regalada por sus dioses. Hacia el norte la cordillera se enfilaba hasta donde el vuelo de los cóndores era cotidiano, donde todo tipo de flores crecían con el cuidado que le brindaban el agua, el viento, el sol que en conjunto eran un canto eterno de vida.

Entre las montañas se desarrollaba la existencia de un sin fin de pueblos laboriosos, que cultivando la tierra pasaban sus días. Pueblos que guardaban, como un secreto sus orígenes que se perdían en el tiempo tan imperceptiblemente como cuando la luz del día da paso a la noche en los atardeceres. Pueblos que en días de fiesta se transformaban en lugares escapados del tiempo, con colores vivos, en medio de melodías que producían en todos sus habitantes la algarabía acompañada de bebidas y comidas, completándose el cuadro atemporal con el fondo impresionante de la cordillera. Sus gentes eran herederas de conocimientos que los ancestros les entregaron de generación en generación. La vitalidad, la alegría, el respeto, la sabiduría de saberse dueños de su destino, de sentirse parte indivisible de las montañas, de los ríos, era su mejor carta de presentación.

Algo más profundo y trascendental formaba parte de estas culturas, de estos pueblos, de estas gentes. Ese algo estaba relacionado con el cosmos, relacionado con los orígenes de la vida; tenía que ver con las fuerzas internas de la existencia que no se manifiestan en simplicidades mundanas. Esto se podía identificar en las miradas de las gentes, en sus rostros que expresaban la paz manifiesta de sus actos. Esto especial, que hacía parte de estos pueblos, estaba en todos los rincones de los espacios donde se desarrollaba su vida. Dentro de sus hogares, en las plazas, en las calles que desprendían la sensación de tiempo detenido, en la naturaleza, en la cordillera que se extendía como un ser infinito y que otras veces daba la impresión de ser como olas gigantescas que se quedaron petrificadas por la impresión de mirar el mar lejos.

Xirán, uno de estos pueblos, se caracterizaba por su paisaje, por su ubicación que permitía, desde un lugar estratégico, contemplar el océano. Su posición geográfica privilegiada hacía que Xirán comparta parte de la cordillera que terminaba en las puertas donde un valle se abría paso. El pueblo estaba asentado justamente donde una parte de los Andes sobresalía hacia el extremo occidental en una suerte de punta de lanza que a una altura de más de tres mil metros sobre el nivel del mar conectaba visualmente a la sierra con el litoral. Era posible desde esta posición mirar abajo el océano, mirar las poblaciones de la costa, y siendo aún más observador, dirigiendo la mirada hacia el norte en línea siguiendo la cordillera, se podía ver la cadena de volcanes que hacían parte de los Andes.

Estas características eran conocidas por los habitantes de la ciudad. A tres horas de Xirán, hacia el sur, estaba Arcadia, una ciudad de más de doscientos mil habitantes. Era una ciudad andina. Su población, descendiente de culturas antiguas que se asentaron hace miles de años en este territorio, tenía como parte de su patrimonio social la característica de ser gentes dedicadas a las artes. La ciudad en sí, en su fisonomía, se presentaba como una ciudad que guardaba el pasado encerrado en su arquitectura que reflejaba la influencia dejada por las culturas andinas precolombinas y luego por la presencia de la arquitectura europea en la época en la que fue colonizada. Como producto de la colonización la población de Arcadia era mestiza con rasgos indígenas.

Otra característica de Arcadia es que era una ciudad donde la población era mayoritariamente joven. La mayor parte de esta juventud había crecido como una generación inclinada a olvidar el pasado, a renegar de sus raíces históricas. Pero existían jóvenes que entendían la importancia del pasado, la importancia de reconocer el legado dejado por las antiguas culturas que venían a ser como la madre de su actual realidad social.

Uno de estos jóvenes, que entendía la importancia de reconocer a las culturas antiguas como parte de la historia, del presente de su realidad era Eustogio, un joven estudiante universitario de filosofía que acababa de cumplir los veintitrés años de edad. Venía de ser parte de una familia de clase media. Su padre era un empleado público en las oficinas de la empresa estatal telefónica, mientras su madre se había jubilado como contadora de una empresa privada dedicada a la venta de aparatos e insumos médicos. Eustogio era hijo único. Desde niño había sentido apego hacia la cultura y en especial por la historia prehispánica de América Latina.

Uno de sus recuerdos más antiguos que estaba guardado en sus evocaciónes, era el de cierta ocasión que junto a su padre viajaron a Xirán. Tendría unos trece años, habían ido hasta el pueblo por que su padre, que ya trabajaba para la empresa estatal de teléfonos, tenía que dar comienzo a los trabajos para dotar del servicio de telefonía pública a Xirán. Hasta ahora el joven guardaba el recuerdo, en sus retinas, de las imágenes que desde ese día no olvidaría jamás.
Aquel día había sido de fiesta en el pueblo, celebraban los habitantes de Xirán un año más de la reconstrucción de la iglesia, que hace más de veinte años había sido destruida por un voraz incendio. Ese día, en que estuvieron su padre y él, era un veintiuno de Mayo, día domingo. Por todo el pueblo se esparcía el ambiente festivo. En todas las esquinas la vida, las formas, los sonidos explotaban como un acto de magia para los ojos de Eustogio. Para él todo lo que veía era nuevo, no se comparaba con la opacidad de la vida en la ciudad. Sentía como que una parte suya estaba en esas expresiones, en esas gentes, en el ambiente, en el paisaje, en las melodías musicales que salían de instrumentos musicales y de cuerdas vocales que en manifestación ritual se conjugaban con el paisaje.

El joven y su padre eran personas invitadas e importantes en este día de celebración. Las autoridades de Xirán habían estado esperando la presencia de don Rigo, el padre de Eustogio, para que quede finiquitado y de una vez empiecen los trabajos necesarios para que, por fin, el pueblo cuente con servicio telefónico, que para la época era una necesidad urgente en Xirán. Fueron bien recibidos y atendidos, incluso se anunció públicamente la presencia de don Rigo informando a los pobladores que ese día también era especial por que se daba inicio a la concreción de un anhelo de Xirán, contar con el servicio de teléfono. Para este propósito acompañaba a don Rigo un trabajador de la empresa de teléfonos, un joven llamado Igor, tenía aproximadamente veintidós años de edad, era de origen campesino, sus padres eran nativos de Pucallpa, un pueblo andino situado hacia el sur de Arcadia. Igor había vivido en su pueblo hasta la edad de quince años. Siempre manifestaba, en sus conversaciones, que estos habían sido los mejores años de su vida. Luego por necesidades económicas, sus padres fueron hacia la ciudad donde Igor logró, con el esfuerzo de sus padres, ser bachiller. Después de lograr su bachillerato el joven Igor fue contratado por la empresa pública de teléfonos. Este empleo le permitía ayudar económicamente a sus padres que se dedicaban a cuidar y arreglar los jardines de las casas en los barrios donde vivían las familias adineradas.

Ese día, luego de que el padre de Eustogio se había reunido con las autoridades de Xirán para dejar arreglado la parte administrativa que permitiera dar inicio a los trabajos de instalación del servicio de telefonía, don Rigo, su hijo e Igor disfrutaron del ambiente festivo del pueblo. Luego cuando la noche caía sobre las montañas de los andes, sobre los techos de teja de las casas del pueblo, Eustogio atraído por el silencio, por la noche oscura pero clara, alumbrada por una legión de estrellas que la hacían inolvidable, se alejó del pueblo caminando por un sendero que lo llevaba hacia una colina donde él sintió que comenzaba otro universo, otra realidad. Llegó hasta la colina. Su sorpresa fue suprema: desde aquel sitio podía divisar la cordillera hacia el norte en su real amplitud, y sólo girando su cabeza hacia la izquierda sus ojos se encontraron con la grandeza del océano allá abajo en el litoral. Sintió una sensación como que su espíritu se expandía, como que su ser se descomponía y hacia parte de todo lo que sus ojos miraban. En un momento alzó su vista hacia el cielo y miró las estrellas tan claras y cercanas que por un instante tuvo la certeza de poderlas alcanzar con sus manos. El tiempo que estuvo ahí pasó desapercibido, no se lo sentía pasar, el silencio hacia parte de la magia del instante, una suave brisa le devolvía a momentos a la realidad. A lo lejos los sonidos de la algarabía de la fiesta que todavía no finalizaba hicieron que recobrara el sentido del espacio y del tiempo. Era el momento de volver, pero algo en su ser, algo muy profundo le mantenía en aquel lugar. Dio vuelta y regresó, mientras caminaba hacia el pueblo sus sentidos aún se mantenían elevados en las sensaciones que le produjo aquella experiencia.

Al llegar su padre e Igor lo estaban buscando. Estaban preocupados, cuando lo vieron venir caminaron a su encuentro, su padre le increpó en duros términos, mientras Igor pudo advertir en el joven una calma, una serenidad no común en cualquier mortal. Eustogio, escucho el sermón de su padre en silencio, y cuando este hubo acabado habló:

- Simplemente fui a dar un paseo por la montaña - dijo en un tono de conciliación.

- Yo no te he traído conmigo para que estés por ahí aventurando a solas, si es que hemos venido los tres, pues los tres tenemos que mantenernos juntos.
- Lo comprendo. El cielo estrellado me sedujo y quise sentir el silencio de la noche lejos del ruido de la fiesta, eso fue todo.
- Esta bien, ahora vamos a descansar en casa del Teniente Político que amablemente nos a ofrecido posada. Mañana tenemos que arreglar unos asuntos temprano y a media mañana estaremos regresando a la ciudad.

Por una calle, entre casas de grandes paredes blancas, se perdieron don Rigo, Igor y Eustogio. Llegaron a una casa pequeña construida de adobe y madera, fueron recibidos por Rolendio Japa, el teniente político. Pasaron al interior de la vivienda descargaron sobre unas sillas sus pertenencias. Rolendio Japa les ofreció chicha. El teniente político era un hombre soltero, vivía sólo en aquella casa. Se sentaron los cuatro a platicar en una pequeña sala de piso de madera y muebles rústicos.

- Los habitantes del pueblo están contentos con la presencia de ustedes aquí. – dijo el Teniente Político.
- Nosotros también nos sentimos contentos, realmente la gente de Xirán es muy hospitalaria. – dijo don Rigo, mirando fijamente a Rolendio Japa.
- Este pueblo es realmente especial. Aparte de sus atractivos por el paisaje, Xirán tiene una serie de historias y leyendas que construyen su historia. Se sabe que en este lugar se asentó una cultura prehispánica que tuvo mucha importancia en el desarrollo del arte y del comercio. Incluso hay leyendas que relatan una cierta conexión de esta cultura con pueblos milenarios de origen centro americano. Esta idea se basa en el rápido acceso que tenían los antiguos habitantes de estos lugares hacia el mar… - Rolendio Japa hablaba mientras los ojos de sus oyentes se mantenían fijos en el rostro de éste que mostraba ya el paso de los años.
- ¿Existen vestigios arqueológicos cerca del pueblo? – preguntó con verdadero interés Eustogio.
- Sí, justamente siguiendo el camino que lleva de regreso a Arcadia, a dos kilómetros del pueblo hacia la izquierda hay restos de construcciones de piedra, algunas formaciones piramidales y caminos de piedra – le contesto con cierto aire de intelectual Rolendio Japa.
- Deben ser restos de la cultura Siquezu anterior a la presencia de los incas en estos territorios – replico Igor con seguridad en sus palabras.

Mientras la conversación se desarrollaba, don Rigo mostraba señales de cansancio, sus ojos se le cerraban involuntariamente, lo que fue advertido por el anfitrión quien invitó a todos a pasar hacia un pequeño cuarto con dos camas que esperaba para que los visitantes durmieran ahí.

Conducidos por Japa, entraron en la habitación. Cerraron la puerta del cuarto, se desvistieron y se acostaron. Don Rigo se quedo inmediatamente dormido. Eustogio no podía conciliar el sueño, recordaba la experiencia de la montaña y la conversación con el Teniente Político e Igor.

- Igor, - llamó en voz baja Eustogio.
- Si, ¿que sucede? – contesto Igor desde el otro lado de la habitación.
- ¿Sabes mucho sobre esa cultura preincásica que existió por estos lugares?
- Algo. – contestó parcamente Igor.
- ¿Crees que en verdad son descendientes de culturas centroamericanas?
- Existen varias teorías sobre su procedencia. Lo que si es claro es que eran culturas bastante desarrolladas en cuanto a conocimientos, incluso sobre astronomía. ¿No crees que continuamos esta conversación mañana?... en verdad estoy cansado.
- Está bien, buenas noches.

Amaneció. Muy temprano don Rigo junto a Igor prepararon las cosas para el regreso a la cuidad. Mientras tanto Eustogio desde la puerta de la casa de Rolendio Japa miraba, como su fuera por última vez, las calles de Xirán. Sentía la necesidad de nuevamente ir hasta la montaña desde donde se podía divisar el océano y la cadena de montañas que formaban la cordillera. La voz de su padre lo saco de sus pensamientos:

- Eustogio, ayuda a Igor con esa caja - le habló su padre sin mirarlo.
- Está bien. – contestó con desgana.
- Adelántate hasta la plaza, ahí nos espera el auto de la empresa para llevarnos, mientras yo e Igor vamos con el Teniente Político a recoger unos papeles de su oficina – le dijo don Rigo señalándole el camino.

El joven cargó la caja y se colgó el bolso donde llevaba sus pertenencias, caminó por la calle que lucía solitaria. Mientras caminaba pensaba en cómo sería la apariencia de los pobladores de esas culturas de las que conversaron la noche anterior en casa de Rolendio Japa, cuál sería su aspecto. Se preguntaba si en verdad, como le había dicho Igor, tenían conocimientos sobre astronomía. En ese momento vino a su mente nítidamente el recuerdo de las estrellas tan claras y cercanas que miró por la noche en la montaña. De repente su vista que la tenía centrada en el suelo súbitamente se encontró con un anciano que estaba parado frente a él obstaculizándole el paso. Sus miradas se fijaron la una en la otra, Eustogio quedó como paralizado, la mirada del anciano era penetrante, y sin palabras podía oír en su interior que el anciano le hablaba. Por un momento en sus oídos escuchaba al anciano que le repetía:

- Todos somos parte de las estrellas. Todos fuimos arrancados del silencio de la noche. Todos somos parte de la luz y del calor del sol. Todos somos parte de la serenidad que guarda la luna.
- ¿Quién eres? – la pregunta sonó y como que rompió el encanto del momento
- No soy nadie y soy todo – esta vez las palabras del anciano sonaron

Inmediatamente el anciano, que vestía con un poncho rojo y no llevaba zapatos, estiró su mano izquierda hecha puño buscando la mano de Eustogio, este ofreció la suya, el anciano le entregó una piedra que tenía la forma de estrella, el joven la tomó y cerró su puño, inmediatamente el anciano siguió camino de espaldas a Eustogio que regresó a mirarlo, mientras por su cabeza las preguntas se multiplicaban. El anciano se perdió de la vista del joven. Abrió su mano para mirar la piedra, al mirarla un viento fuerte golpeó su rostro mientras las nubes en el cielo se movían como si fueran tras del anciano que ya había desaparecido.

Luego de años de haber pasado esta experiencia, ahora estudiante de filosofía, tenía las respuestas a todas las preguntas que el día del encuentro con el anciano asaltaron su cabeza. Simplemente comprendía que los seres humanos habíamos olvidado nuestro verdadero origen, habíamos olvidado la conexión de nuestra existencia con los astros, con la naturaleza, con el cosmos, con las estrellas; a pesar de que nuestras vidas, sin darnos cuenta, alumbran de la misma manera que lo hacen las estrellas en las noches sobre la cordillera andina. Sólo que ahora en nombre de la modernidad los seres humanos esperan que la vida se exprese en la luz artificial creada por los hombres para esconder la culpa de la desmemoria.



Pablo Arciniegas Avila


Texto agregado el 14-01-2009, y leído por 1221 visitantes. (0 votos)


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