Bajo la sombra de un rodadero, Julián miraba al cielo tratando de buscar algún ángel que lo consolara, que lo acariciara y le borrara el acelere del corazón, y la cara pálida cuando se acordaba de haber tartamudeado frente a su diosa, que con su mágico parpadeo lo hundía a él en un mundo fantástico de donde solo el enamorado y el muerto pueden vivir (¡que ironía!). Esa diosa, María, digna de poseer todo aquel tesoro que solo Zeus conoce, era quien con su mirada, traía a Julián al báratro de la desdicha de no poder decir nada; de callar cuando se desenfundaba un Amazonas en el charco de la inspiración de su corazón.
Julián, sentado bajo la sombra de un rodadero, oxidado como su corazón, frío como su piel, y bajo como su ego y dignidad, solo pensó la posibilidad de olvidarla, cuando algo más imaginó…
Estaba sentado ahora en las escaleras al frente del gran patio del colegio, con un libro en la mano, con una montaña de ideas en el lápiz de la otra; listo para dar a luz las palabras de más y más poemas dedicados a María… Cuando le tocaron el hombro, una brisa corta como su vida se pasó por su oído, y un cabello liso y negro como su conciencia paseó por su rostro. Una voz cálida, joven, perteneciente a los coros celestiales, le dijo mientras lo abrasaba en seducciones: “¿eso es para mí?”...
Julián se encontró de nuevo en el rodadero, ahora lleno de niños en su cabeza, y con la luz del sol calentando su rostro; y solo se dijo a sí mismo mientras salía de allí y estiraba sus brazos al cielo; “quizás lo olvide, y quizás me atormente toda la vida”.