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Dicen que los relatos de los verdugos que guillotinaban a la nobleza y los condenados políticos durante la revolución francesa comentaban que, al desprenderse del cuerpo las cabezas, las bocas de los moribundos permanecían varios segundos moviéndose, como queriendo decir algo. Tal vez porque los verdugos no debían ser seleccionados entre las personas más inteligentes y sensibles del mundo, ninguno de ellos pudo leer los labios que, ya sin pulmones, no podían pronunciar palabra.

El padre Guillotin, inventor del sistema, decía que su método de muerte era incruento, indoloro, seguramente convencido de que, como sus víctimas no gritaban, ésa era la señal más elocuente de su falta de sufrimiento. En el último instante de su vida pudo saber efectivamente si sus conjeturas eran ciertas, porque murió guillotinado en 1814. A manera de venganza del destino, que a la larga siempre gana, si el cura descubrió que efectivamente tenía razón y su sistema era indoloro, no pudo jactarse ante nadie.

La muerte en sí es uno de los temas que más intrigan a los seres humanos. Qué es lo que ocurre en el momento en que nos lleva, nadie lo sabe con certeza, pero en cierta forma todos queremos saberlo, tal vez como una manera de buscar en ese conocimiento el coraje que nos permita enfrentar lo único que sabemos con seguridad que tenemos reservado en el futuro.

André Ferrant estaba condenado a la guillotina. La fecha prevista para la ejecución era el 10 de ventoso del año 8 de la revolución. La noche previa no pudo dormir, los nervios lo consumían. Escuchó las historias más absurdas en boca de sus compañeros de destino, excepto de Francois Deschamps, quien a diferencia del resto esperó con tranquila resignación el último día de su vida, y Jean, el zapatero, otro de los que compartían su indeseable destino, que era un hombre duro y había roto la cabeza de uno de los soldados que lo detuvo, dándole un severo martillazo.

Al amanecer, el sol debe haber teñido de un rojo sangriento el este de París, pero desde el oscuro calabozo el único indicio de la hora señalada fue la llegada de los guardias que conducirían a todos en hilera hacia el cadalso.

André era el cuarto. Quienes lo acompañaban se encomendaron a Dios, reclamaron por enésima vez se repare el error que los había llevado a ese lugar, porque seguían afirmando su inocencia. Suplicaron clemencia, lloraron, se negaron a caminar, hasta que un inefable golpe les dio a entender que cambiar la guillotina por una apaleada mortal no era recomendable. André se mantuvo firme, como si lo peor ya hubiera pasado. Si lo hubieran fusilado en la revolución mexicana, cien años más tarde, hasta hubiese tenido la osadía de pedir un cigarrillo. A esa altura pensaba que lo peor de todo era el nauseabundo olor que despedían sus compañeros de desgracia cuyos esfínteres no habían soportado la tensión. Engrillado como estaba tuvo que resignarse... ¿Qué hace otra resignación en esas circunstancias?

El primer ajusticiado gritó horriblemente mientras la hoja bajaba por las guías.

¡Stunk! Frío y seco fue el sonido del corte, y el silencio del muerto dio paso a los gemidos de su sucesor, cuyos pies se negaron a caminar. Los verdugos, ya prácticos en esto, lo llevaron hasta la guillotina y pusieron su cabeza en el cepo, hasta podríamos decir «delicadamente». Tal vez comenzaban a aburrirse de su trabajo. Un último chillido fue la reflexión final del segundo condenado.
¡Stunk! Claro y limpio adiós a su vida.

El tercero, un hombre de unos cincuenta años, que alguna vez había visto durante la revolución, no dejó que los verdugos lo llevasen, fue solo y sin ayuda hacia el cepo. “Ni que tuviera cuello de acero”, pensó André. Los verdugos corrieron delicadamente la camisa liberando la piel sobre las vértebras. Era una camisa fina y no estaba en tan mal estado. No querían que se manche de sangre, tras las ejecuciones se las jugarían como botín, un viejo hábito del oficio que seguramente no aprendieron leyendo la Biblia.

También gritó cuando la hoja caía. ¡Stunk! Y el viento cesó de arrastrar su voz para siempre.

Mientras André avanzaba debatiéndose entre el miedo, la angustia, y el instinto de supervivencia, notó que las cabezas caían en una gran cesta común, y que los dedos de su antecesor se movían alocadamente, al tiempo que las piernas vibraban y su abdomen se contraía en un último temblor moribundo.

Una idea lo sacudió, la última imagen que se llevaría sería la de tres cabezas debajo de la suya, esperándola.

Los verdugos le bajaron la cabeza hacia el cepo con una maestría que no le dio oportunidad, y le obligó a cerrar los ojos inconscientemente por miedo a golpeárselos contra los maderos, un reflejo que -ahora sabemos- no deja de asistirnos ni en el último momento. Cuando sintió el cierre del cepo debajo de su nuca los abrió, y vio las tres cabezas que lo miraban con sus ojos aún increíblemente vivos, y entendió por qué había gritado su predecesor. Él también lo hizo. ¡Schk!

– ¡Merde! –exclamó el verdugo– La hoja se trabó. -sentenció a manera de explicación.

Arriba del cadalso todos se esforzaban en solucionar la traba de la hoja de la guillotina, excepto, claro está, André, sus compañeros de tragedia... y los guardias que los vigilaban.

Superado el primer momento de terror, André gritaba en una forma que no había conocido con anterioridad. No decía palabra, simplemente un grito errático que sólo se interrumpía para tomar aire. El espanto, además, le impedía cerrar los ojos ante el espectáculo que le brindaban las cabezas de sus compañeros de desgracia. Movían sus ojos, sus bocas, y sus lenguas serpenteaban de una forma salvajemente bestial, en medio de una mezcla repugnante de sangre y baba irreprimidas.

Uno de los verdugos, hastiado de los gritos de André, le dio un bastonazo en la espalda quitándole por un segundo el aliento. Antes de recuperarlo para seguir gritando, escuchó que otro de los verdugos le decía que no había que maltratar a los detenidos, ironía que André no disfrutó en su situación.

La mirada de una de las cabezas se cruzó con la de André, y gritó con más fuerza aún. En ese preciso instante la hoja cayó, haciendo un corte preciso y letal.

¡Stunk! Y el frío de la hoja separó a André en dos partes desiguales.

Cuando su cabeza caía, André cerró nuevamente los ojos por el mismo acto reflejo anterior, pero no se preocupó por notar con científica curiosidad que, cortada su cabeza, sus reflejos musculares seguían intactos. Apenas se sintió abajo quiso gritar nuevamente, ahogada su angustia en el silencio que siguió al corte, pero no encontró sus pulmones para echar el aire, y una sensación de asfixia lo gobernaba, sin poder inhalar ni exhalar. A pesar de haber visto lo que le esperaba, tardó un instante en tomar conciencia de lo que ocurría, y en su mente envió las ordenes conscientes para una profunda inhalación que nunca se produjo. Quiso limpiar de su ojo derecho unas gotas de sangre que se le había pegado al golpear con el cuello de uno de sus antecesores, pero no encontró sus manos. Quiso correr, pero no encontró sus piernas. La ansiedad que había sentido en su estómago durante todo el proceso previo, se reproducía inequívocamente dentro de su cabeza.

El movimiento del atrio en que se había montado el cadalso hizo que la posición de las cabezas en el cesto se cambiara, y dejó de ver las carnes sangrantes del cuello de una de ellas, para quedar con el ojo limpio de frente a la nueva víctima, Jean, el zapatero, que transformó la dureza de su rostro en una expresión de terror inefable.

El ruido de los desesperados mordiscos moribundos que una de las cabezas daba a sus pelos se reproducía en su cabeza como el replique de los redoblantes. La hoja de la guillotina fue certera esta vez, y la cabeza de Jean cayó golpeando con la nuca la frente de André, y giró hacia otra parte, salpicando su rostro con la sangre caliente, de manera que André aún mantenía un ojo limpio, con el que vio al verdugo sonreír groseramente ante el espectáculo que se le ofrecía en la cesta. Estamos seguros que André pudo no haber entendido el motivo de la risa, pero de haberlo entendido, con seguridad no lo compartió.

Fue el turno de Francois Deschamps. André alcanzó a ver su rostro poco antes que la insuficiente oxigenación de su cerebro comenzara a dilatar sus pupilas. Casi cegado, notó que su nariz se llenaba del horrible hedor que inundaba la cesta, una mezcla de sangre, saliva, suciedad, y sudor frío que le provocaron el deseo de estornudar, pero al no poder hacerlo sus lóbulos nasales comenzaron a contraerse sistemáticamente, y su lengua salía de su boca moviéndose enloquecida, como buscando llevar el aire que no traían los pulmones que ya no estaban.

Alcanzó a notar que Deschamps le miraba a los ojos y, lejos de amedrentarse, comenzó a cantar la marsellesa. La voz de Deschamps comenzó a sonar como un tímido coro desanimado que fue tomando fuerza hasta inundar los oídos de André, que veía como la luz le llenaba los ojos, tal vez incluso un túnel y un resplandor al final del mismo, pero un golpe en el estómago lo despertó.

– ¡Arriba idiota! –gritó el guardia, y André vio a sus compañeros de condena engrillados en fila india bajo la tensa amenaza de los guardias. Ahí comprendió que había soñado su muerte y perdió la razón.

Lo que nadie sabe decir con certeza es si su sueño se convirtió en realidad cuando la hoja de la guillotina le separó la cabeza en la madrugada del 10 de ventoso del año 8 de la revolución.

Texto agregado el 14-04-2009, y leído por 805 visitantes. (7 votos)


Lectores Opinan
05-09-2009 No perder la cabeza en situaciones límites significa ponerle el cuerpo al destino sin pensarlo demasiado ya que el aire de la revolución debe estar siempre vivo y ajeno a los íntimos y cruentos intereses de cada quien... nabrolquiscem
22-07-2009 Pienso que es un cuento muy bueno. Como está manejada la tensión, el espanto sin escándalo y a través de un narrador cuya distancia nos acerca más aún a la historia. Quizás los 3 primeros párrafos se vuelven algo explicativos igual que la última frase que dice que todo fue un sueño, pues ello se vislumbra en el momento en que André ve a sus compañeros en la fila, esperando. La imagen de las cabezas en el canasto, mirándose de frente o expresando el pánico se hace muy vívida, como si nuestras propias cabezas estuvieran ahí. Más de cinco estrellas. preguntadora
19-06-2009 Un cuento de esos que no te permiten distracción, te tienen atrapado, te tensan las cervicalles, te dejan mudo.. que saña por Dios!!! y que final, broche que cierra perfecto este relato, mis felicitaciones y****** nanajua
18-06-2009 Tuve que matar una gallina en una ocasión —razones de hambre mayor— y luego de cortarle la cabeza salió corriendo mientras espumeaba sangre cual botella de champagne recien descorchada (Luego de haberla sacudido). Tu texto se vive intensamente, y me ha recordado aquella ejecución culinaria. Saludos y estrellas. Entinieblas
23-05-2009 En primer lugar, amigo Sindari, deja que te pida perdón por no haberme pasado por tus letras desde hace tiempo. Las prisas, la vida, en fin, me lo impidieron. Pero el castigo ha sido perderme este relato, expeluznante, sí, pero !genial! margarita-zamudio
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