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CAPÍTULO

EL ENTIERRO DEL DIABLO







El llanto de Juana, la madre del difunto Y sus dos niñas, rompe el silencio del campo santo. Las cinco personas que acompañamos a esa familia, (sin mencionar al cura), lloramos en silencio la pérdida de Eliécer López Fuente, más conocido como Richard Nixon. “El Diablo”, - ese es el nombre para un man como yo viejo Nico – recuerdo que me decía – suena bacano, ¿sí o qué?, bacano, elegante y legal, así como yo.

La legalidad de Richard, siempre se reflejó como los rayos del sol en un espejo. Su cabeza rapada y brillante empezaba donde terminaba unas abundantes cejas que escoltaban dos grandes ojos avellana. Una nariz fileña que hacía juego con su boca pequeña donde muy a menudo se asomaba su blanca sonrisa, que al tiempo formaba un contraste con su piel morena. Sus rasgos europeos y su piel africana le daban un matiz de originalidad y sinfonía, más cuando su uno ochenta de estatura se echaba a andar con su hombro izquierdo levemente caído y sus brazos largos se balanceaban rítmicamente al compás de sus pasos. Cuando caminaba, parecía que el retumbar de los tambores que corría por su sangre, amenizaban el andar carnavalesco de este ser que siempre conocí mostrando sus veintitantos años de juventud, con una sonrisa autentica en sus labios.

El sacerdote, un viejo sesentón de origen italiano, de gafas oscuras y pelo blanco como la nieve, de estatura pequeña como los indios zenù, de sotana blanca y alba morada, oficia la ceremonia fúnebre y dice las últimas palabras a mi amigo. Hace una cruz en el aire, apuntando al cielo, como queriendo abrir el camino para que Richard entre sin problemas en la gloria del Señor, cosa que dudo mucho.

El llanto que arrastra el dolor que viene de las entrañas y que se resiste a salir; se le enreda en el pecho a Juana. La progenitora se desmaya al oír crujir el cajón cuando roza con las paredes de la bóveda, esa cripta que de mala gana prestó el alcalde para que enterraran a Richard. Me acuerdo que a regañadientes accedió a mi ruego, no sin antes murmurar un comentario que se regó como acido por mis venas. -Deberían dejar que se lo comieran los goleros- y de inmediato autorizó el derecho a la bóveda.

- Viejo Nico, cuando sea licenciado no se vaya a olvidar de su vale, porque los manes así como usted se olvidan de sus amigos cuando están en la buena – me dijo una vez Richard.

Las dos niñas, las mellizas, idénticas como dos gotas de agua, de cabello rubio oscuro y rostros pecosos, carita redonda y ojos avellana como los de su hermano muerto y su madre. Ellas, que apenas alcanzan sus cinco años, no lograban comprender lo que está pasando, y lloraban confundidas, más por dudas que por lo que acontecía.

- Viejo Nico, usted es mi hermano. Quiero que usted sea padrino de todos mis hijos – decía en vida. Yo, difícilmente logro sostener a Juana en mis brazos antes que caiga al suelo. Las niñas se adhieren a la falda desteñida de la madre, como abejas a un panal. Parecía que iban a ser dos los enterados esa tarde, la mujer en mis brazos. Juana, y mí amigo en el féretro.

Juana era una mujer de carácter fuerte, aún, a pesar de estar llegando casi al medio siglo y de soportar sobre su alma la avalancha de sufrimientos que se obstinaba en arrasarla, todavía se podía distinguir que en su juventud fue una mujer hermosa. Su piel morena clara y su rostro elegante, aún conservaban algo de su pubescencia. Pero su pelo laceo, cubierto de hilos plateados y las ojeras púrpuras que rodeaban los ojos que heredó a sus hijos, trataban de destruir a toda carrera el fugaz recuerdo que todavía quedaba de su pasado.

Yo fui testigo de cómo Richard empezó a torcer el camino. Lo conocí cobrando el pasaje de los pasajeros en una camioneta de transporte intermunicipal entre San Antonio y La Capital. Para ese entonces yo empezaba mi carrera universitaria con la mayor dificultad del mundo y el hecho de no tener en ocasiones para pagar el pasaje hizo que él se solidarizara conmigo, no cobrándome los pasajes. Me dijo una vez que de alguna forma ahí estaba haciendo una inversión para sus hijos.
A pesar de lo que el resto de la gente diga, y de las cosas que haya alcanzado a hacer, Richard en el fondo l tenía un corazón noble.

Cuando Richard cometió su primer delito, recuerdo que yo iba a mitad de mi carrera, él tenía casi un año de haberse quedado sin trabajo, su mujer estaba a punto de parirle su segundo hijo, y Camilo, su primogénito, de tres años, moreno como su padre y con los ojos de su abuela, completaba quince días de estar hospitalizado a causa de un dengue.

Mi mente revive ese instante como si apenas acabara de ocurrir. Aún lo veo llegar ese viernes primero de diciembre, estrellándose contra la puerta de mi casa. Llevaba la camisa de cuadritos verdes que le había fiado a la vecina que vendía productos por catálogos, y el overol azul que le había regalado su último jefe don Lucho, cuando fue ayudante de su buseta.

-Todo me ha salido mal- me dijo con una voz acelerada y parca. Sus ojos se querían salir de las orbitas, miraban hacia todos los lados, como si sintieran que el mundo entero venía tras de él. Creo que aún, estando a más de dos metros de mí, yo alcanzaba a escuchar los latidos de su corazón que sonaba como el llanto de un tambor. Traía en su mano diestra varios billetes empuñados, se acercó a mí y me tiró los billetes a los pies diciéndome:
-Compadre, cuente para ver si alcanza para comprarle la receta al niño-
Me incliné, recogí diez billetes, dos de veinte mil, uno de diez mil, cinco de dos mil y dos de mil. Eran sesenta y dos mil pesos en total, esto no alcanzaba a cubrir siquiera la mitad de los medicamentos.

No volvió a mirar su botín. Se sentó en una mecedora detrás de la ventana lateral, clavó su mirada en el montón de telarañas que había en el techo y empezó a decirme:
- Fue lo único que pude agarrar Nico. Había un montón de dinero, pero no pude agarrar más nada compadre, las piernas se me pegaron al piso de miedo, y muy escasamente pude mover mis manos.

Detiene un instante su oratoria, desclava su mirada del techo y la dirige hacia mí. Hace una media sonrisa como burlándose de él mismo y con un poco de ironía concluye:
- Yo creo que si el viejo José Hilario, el de la tienda, mueve aunque sea la pepa de los ojos cuando lo estaba asaltando, me cago de miedo, menos mal que la pistola parecía de verdad.

Richard le había acabado de robar al cachaco de la esquina, don José Hilario Vargas, un viejo santandereano, setentón, cegatón, de mediana estatura, de abdomen prolongado, de pantalones caqui y camisa guayabera, de machete amarrado al cinto, aunque nunca lo esgrimiera y que siempre usaba un sombrero de copa negro, que utilizaba talvez para ocultar la calvicie que lo había acompañado desde muy temprana edad, o que talvez utilizaba sólo porque ya se había vuelto parte de su personalidad. Este viejo más tacaño que un arsenal de turcos, que llevaba muchos años viviendo en el pueblo fue su primera víctima. Más tarde me enteré por chismes callejeros que el viejo decía que más de diez hombres armados hasta los dientes, los cuales no alcanzó a conocer porque llevaban los rostros cubiertos, lo obligaron a tirar al piso, le habían robado todo el dinero de sus ahorros.

Siempre conocí a Richard como una persona honesta, jamás lo había visto robarse algo, ni siquiera los vueltos que le quedaban en las busetas. Recuerdo que siempre decía: -Uno puede hacer lo que quiera, pero nunca se esconde ante los ojos vigilantes del que está en los cielos.

La tarde se puso gris. Las nubes se posaban amenazantes sobre nuestras cabezas. Un grito que se le desenredó a Juana de la garganta cuando el sepulturero pegó el último ladrillo para sellar la tumba de Richard, hizo estremecer hasta los muertos, fue tan fuerte profundo y dolido, que hasta las nubes que jugueteaban sobre nuestras cabezas, eructaron un trueno formado en sus entrañas, derramando de un solo tajo toda el agua que guardaban por dentro. Ya para ese entonces el sacerdote se había marchado del cementerio, previa cancelación de los quinientos mil pesos que pidió por la ceremonia lúgubre. Le pedí a Calixto, el sepulturero, el German Monster, como lo conocían en el pueblo, por su parecido con este personaje de serie de televisión gringa, que se llevara a las gemelas para la casa, yo por mi lado me encargaba de Juana.

La saqué casi a rastras del cementerio. La pobre se quería desvanecer con la lluvia que nos azotaba de manera inclemente. No se de donde saqué tanta fuerza para tirármela al hombro y llevarla hasta su casa que quedaba al otro lado del pueblo. Caminé como por las nubes, que nos flagelaban en ese instante.

Las personas desde sus moradas nos lanzaban sus vistazos mordientes, y llenas de satisfacción; todos quienes nos miraban con el rabillo del ojo, como a bichos raros, parecían contentos con el espectáculo que estaban presenciando.

No podía creer que mi amigo, el popular “Diablo”, estuviese ahora metido en una bóveda del cementerio. Él, que fue el directo responsable de mandar a piso, como él mismo decía, a más de la mitad de los que allí se encontraban, hoy ocupaba un puesto dentro del estuche.

Sin saber cómo, llevo a Juana a su casa. En la pared frontal de la sala, encima del altar, veo la foto de Richard cuando prestó el servicio militar. En ese momento la casa sólo está ocupada por Calixto, las niñas y Matilde, una vieja rezandera, que siempre en su indumentaria mantenía un luto eterno. Con su pelo recogido con una pañoleta negra. Una rosa blanca encima de su oreja izquierda y un rosario blanco averaguado en sus manos arrugadas, con el que se ganaba la vida con el réquiem, para mantener a los cuatro nietos que había dejado abandonado su única hija, Matilde Lina, una joven que no alcanzaba los veinticinco años. De nariz aplastada, ojos diminutos que se veía como dos puntos pequeños en su amplio y redondo rostro de plaza. Su cuerpo pequeño y parejo como un cubo de hielo, constantemente causaron complejo de inferioridad a esta joven, por lo que siempre llevó a esta muchacha a refugiarse en los brazos del primer hombre que la mirara. Que la hiciera sentir lo contrario de lo que ella misma creía. En este andar ya tenía cuatro hijos con cuatro hombres distintos, los cuales todos se los había dejado a su madre. Ahora se había marchado con un payaso de un circo que llegó al pueblo hacía unas semanas.

Richard, fue la persona que más empleo le dio a la vieja Matilde, y ahora ella recibía el último favor indirecto que él le hacía.

Tenía un tiempo largo no entraba a la casa de Juana, ahora se veía más miserable que nunca. La casa de palma que por mucho tiempo sirvió de morada a mi amigo, hoy se mostraba más destrozada que la dueña. Se estaba cayendo. De la última pintada que le habían dado, muy levemente se le alcanzaba a divisar el azul que va de la mitad hacia abajo y el blanco que se extendía de la mitad hacia arriba.
Por dentro de la casa se sentía una humedad pavorosa; creo que las paredes y el piso de tierra sentían el frío de la muerte de de mi amigo. Siempre me causó curiosidad el piso de la casa de Juana: a pesar de que era de tierra, se distinguía por mostrar pequeños surcos, como si en él estuviesen regadas innumerables tortugas recién nacidas.

Juana, al llegar a la casa se lanzó hacia el altar y abrazaba entre sus brazos la foto de Richard. Salio un instante del letargo que le causaba su dolor y me miró bajo un manto de lágrimas. Me dijo con una voz apagada: Nico, ahí tengo algo que Richard te dejó. Sus palabras me tomaron por sorpresa. En mi mente busqué todas las posibilidades que me llevaran a descifrar lo que él me había dejado y no logré concluir nada. Me llené de angustia, pues la última vez que hablé con él nuestra conversación quedó inconclusa.

Juana se dirige al cuarto. Con un pequeño gesto me invita a que la siga. Yo me echo a andar unos pasos detrás de ella. Se inclina, saca de debajo de su cama un viejo baúl, lo abre, y de él saca un manojo de cartas: unas destapadas, otras sin abrir. Las separa unas de otras, guarda las destapadas y me entrega las que aún no se han abierto y me dice: - Le entrego estas que son tuyas, él cuando escribía, mandaba dos, las mías y estas que recalcó que te las entregara a ti sólo cuando fuera necesario. Las mías no importan siempre decían casi lo mismo, las tuyas tu sabrás cuando las leas qué dirán.

Las tomo en mis manos, las miro una por una, leo lo que dice en el sobre “para Nico”. Las clasifico por fechas y me propongo destapar la primera.




Texto agregado el 21-04-2009, y leído por 261 visitantes. (2 votos)


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