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Eugenia tiene que soportar estar en ese lugar la mayor parte de la tarde y toda la noche. El calor ahí dentro es para morirse, el sitio está a reventar, una persona tras otra, sentados en el suelo, de pie, acostados, todos hablando de esto y de lo otro, de cualquier cosa que les haga olvidar donde están, el miedo que se respira en el hospital es tan denso como el olor a sudor que escurre de todos los ahí presentes, igual de penetrante.

Nadie le dice nada. Hace tres días que operaron a su hijo Beto de urgencia y lo único que sabe es que la operación del apéndice se complicó y tuvo que pasar a cuidados intensivos, que está muy delicado. La intrincada red burocrática tan perfeccionada de la seguridad social ha logrado que sea casi imposible acercarte a un doctor. El guardia de seguridad y después un montón de ventanillas que como laberintos sin salida conducen todos al principio, a la sala de espera, con las manos vacías. Trabajadoras sociales e informadoras que seguramente fueron entrenadas en el mismo lugar que los granaderos, dispuestas a insultar, a ignorar y a mandar, sí claro, a mandar pero a la chingada a todo aquél que se atreva a pedir informes. Le han dicho que los doctores dan informes por la mañana, que la han mandado llamar a las diez y que nadie ha respondido. Pero es que claro, el seguro lo tiene porque trabaja, tiene que comer, dar de comer al pequeño, pagar la renta, y claro, ahora tiene que conservar el seguro; y aunque pasa la tarde entera sentada a la entrada de informes y durante la noche duerme sobre un cartón al lado de la puerta, nadie le dice nada. El horario de trabajo es el horario de trabajo.

Se vino del pueblo porque quería que Beto tuviera una buena educación, que no terminara en la siembra, borracho como todos, pobre como todos. También se vino por ella, porque se le ocurrió meterse en las cobijas de uno que ya tenía dueña, y tanto las putas como los bastardos no son bien vistos por esos lugares. No señor. Soportó las burlas y malos tratos durante siete años pensando sólo en su Beto, en que tenía que hacerlo por él; así que cuando la Juliana le dijo que podía conseguirle un trabajo de obrera en la capital, no lo dudó un segundo. La vida de los pobres en la ciudad es muy igual en casi todos los casos; un cuarto de seis por seis, un baño común, unos cuantos trastos viejos y algunos muebles. Pero para Eugenia era una oportunidad.

Eugenia sigue pidiendo informes y el resultado siempre es el mismo, nada. Tiene miedo, el tiempo pasa y su pequeño no sale, ella no duerme casi, las ojeras enormes, como la tristeza que reflejan esos pequeños ojos negros tan inocentes, tan ignorantes del mundo donde viven. Casi no come, ayer sólo una gelatina de agua que compró a una vendedora ambulante. A veces sale un poco hasta donde está el puesto de revistas y lee todas las portadas que son visibles. Las elecciones están cerca, la gente le llora a un artista que murió apenas, el rebrote de la influenza es inminente, no se puede contener. Más y más noticias, todas muy importantes para el país, pero a ella no le importa, la noticia más importante del mundo en este momento para ella no la puede saber.


Al leer lo de la influenza recuerda que todos los días tuvo que usar cubrebocas, que todos los días le preguntaban si tenía fiebre al entrar al trabajo, los días que su Beto se quedó solo en casa porque habían cerrado las escuelas, el miedo que tuvo de que le fuera a pasar algo, ahora todo tan lejano. Y su pequeño en el hospital ahora, quién sabe si seguirá vivo y no se lo quieren decir.

Y pasa otro día. El calor es cada vez más insoportable. Después de toda una semana en esa situación, es lógico que su cuerpo reclame. Sudor. Tiene la ropa pegada al cuerpo, se siente toda mojada, con bochorno, no ha comido en todo el día. Va por una torta a la tienda y a los cinco minutos de habérsela comido corre al baño a vomitarla. Al salir le queda un dolor de cabeza opresivo, constante. Le duelen los pies, se siente cansada. Hoy se va a dormir a casa, piensa, realmente necesita descansar un poco, y se promete volver al otro día y como sea conseguir que le informen como está su pequeño. No saber es horrible.

Por la mañana las cosas no han mejorado. El calor es incluso peor, la sensación de que todo lo da vueltas hace que le cueste trabajo mantenerse en pie. Seguramente no la van a dejar trabajar en ese estado, así que se pone un par de jeans limpios, una camiseta, y sale con las fuerzas que le restan camino del hospital.

Alcanza a llegar antes de que el médico desaparezca tras la impenetrable puerta de acceso al hospital y grita el nombre de su hijo con unos pulmones que ya poco dan de sí, que tiran de sus costillas a cada respiración, como si el aire no quisiera entrar. Cada bombeo del corazón la consume. El médico voltea y la localiza, así que va hacia ella y comienza a contarle que ha sido de su hijo estos días. Eugenia no entiende lo que le dicen, aunque trata de poner toda su atención a cada palabra del facultativo, en algún momento alcanza a entender que el pequeño, su pequeño, está fuera de peligro. Es entonces y sólo entonces, cuando cae al suelo y, agotada, deja de respirar.

Texto agregado el 13-07-2009, y leído por 249 visitantes. (8 votos)


Lectores Opinan
04-08-2011 Un final de efecto, pero no desentona mucho. panayotopoulus
25-03-2010 no mi intiendes que la influenza era de mentiritas, y cierto, eso pasa en los hospitales gallegos, "extirpele el apéndice", y acaban por extirparle el dedo índice. Caray. meaney
14-07-2009 Ay... eso pasa solo en hospitales gallegos. Nadie te manda a que te subempleen en esos lugarsuchos. que falta de tacto "madrobyo" acuerdate que en el camino andamos felicidades por este cuento tan real y dramatico rey_brujo
14-07-2009 Ay... eso pasa solo en hospitales gallegos. Nadie te manda a que te subempleen en esos lugarsuchos. madrobyo
 
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