Nací y crecí bajo el oído rústico, los sabores ausentes, las letras gruesas, la barbarie de lo marginal, gritos y peleas sin sentido, la oscuridad de la incertidumbre. He sido maltratado de casi todas las formas posibles, me refugié civilizadamente en los ojos ausentes de la ensoñación del que quiere creer en las epopeyas. Me propuse objetivos magros, grandilocuencias de proletario resentido, y también agendas razonables, busqué la atención de un mundo que me resultaba esquivo. Crecí en esos espacios negados por los juncos de la canchita de la bernalesa, como un espectador de la vida, truncamente elevado.

La fortuna me ha escamoteado ciertos senderos, pero, debo confesarlo, suele rendirse ante la pertinaz utopía de cualquier hombrecito de barrio plagado de sueños, cualquiera que corrompe el sistema de la vida social previamente adjudicada.

He roto la cadena de mi propia ignorancia, como en este momento lo hacen en televisión jóvenes talentosos, dotados y sumisos, espectrales y silenciosos, ante la sabiduría expresada en la soberbia de un dudoso pero efectivo inglés del maestro Barenboim

Mis mañanas y nochecitas antiguas son las mismas que las actuales solo que, los siempre sospechosos sentidos, espejos de un alma torva, reflejan brillantes giros, curvas sinuosas, rectas firmes que quizá ya no existen y son solo reflejo de los sentidos perdidos del hombre que fui. Sobre las cenizas del viejo niño – hombre y su entorno, se rehacen los caminos cada día, caminos de una nueva ciudad, de un nuevo mundo, no menos extraño.

Mis ojos indefinidos han recorrido la calle Bogotá tejiendo historias miserables y fábulas inciertas, refugios de silencios reflexivos que me han hecho rever mi historia bajo la lacónica sombra de los tilos inmutables e idénticos, de la vieja iglesia de la estación.

Cuando un hombre pequeño y rústico se hace grande, cuando las sombras del pasado liberan al mediocre, cuando las tinieblas no sean mas que meros hechos domésticos, el futuro se hace una simple y fina sintonía entre tanta espera.

He descripto al niño que perdí en alguna tarde de mi niñes seria, avejentada, ruin; pero ya vemos, el tiempo no regresa y tampoco olvida, deja sus marcas indelebles, redefine destinos, proclama sentencias pétreas, en definitiva, dispone de todos y cada uno de nuestros actos, repiquetea la psiquis, contorsiona el alma para siempre.
Sin dudas en la angustia de hoy templo un espíritu infantil, pago el precio de todo lo que tiñe la brumosa noche del pasado.

El hombre que fui, sufre, tiene pesadillas dignas de un miserable, empobrece toda gloria, grande o pequeña. El hombre que fui es sumiso, indiscreto, desesperado por la aceptación, prejuicioso, complejo, carente de ego, puramente espiritual, silencioso. Después de tanto tiempo, el hombre que fui se permitió volver a llorar, sobre un nido feliz, en absoluto silencio, bajo el pesar de las sombras nocturnas que nos deja en lamás existencial soledad.

El hombre que fui tiene su lógica marca en el orillo, la cruz de lo que fue, la del tiempo que no regresa ni borra, ni diluye, ni perdona.
Bajo el hilo invisible, conductor de ausencias reiteradas, el hombre que fui extraña su mundo húmedo, frío, profundo, pobre, pero en definitiva real.

El hombre que ahora soy se difumina; bajo la farola de las plazas ya ve caer el invierno, y la vieja Plaza Suiza, una vez más, es un buen refugio para la los que han perdido.

Retomo mis trenes, mi trocha de chapas desvencijadas, aspiro el aire que se cuela entre los vagones, resucito al hombre que fui, ese que era yo cuando al menos sabía de quien se trataba, y lo describo y defino para la minima eternidad de mi mismo ser.

El hombre que fui hilvana, el hombre que soy duda, el hombre que quiero ser se esconde en el misterio de la incertidumbre. Brindo a tu salud, constante y perturbador tiempo infame.