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DELANTE DE LOS ESPEJOS

El vuelo iba a ser largo. Sobrevolar aquel país de Este a Oeste significaba una distancia considerable. Pero él estaba acostumbrado a los viajes, los largos vuelos, los aeropuertos, los hoteles, las reuniones interminables. Era su trabajo. Y en aquel mundo competitivo, duro y hostil que le había tocado vivir, parecia no haber trabajos importantes y rentables que resultaran fáciles.
Por supuesto que no en todos lados uno podía decir que su oficio era el de traficante de armas, y la actividad se disfrazaba bajo el manto de palabras mas genéricas, como negocios, inversiones, títulos. Pero era lo que sabia hacer, lo hacía muy bien, y ese era su medio de vida.
Había que ser duro en esa actividad. Separar los sentimientos y el trabajo. Nadie estaba en condiciones de cerrar un buen trato en una venta de explosivos a extremistas si al mismo tiempo estaba pensando en la sonrisa de sus nietos. Nadie podía estar acompañando a la familia para escuchar misa el domingo en la iglesia del barrio y al mismo tiempo recordando la operación de armas concretada apenas cuarenta y ocho horas antes.
Ni remotamente se podía pensar que detrás de esos negocios había victimas inocentes. Tampoco deben pensar en las victimas que causan con sus políticas, algunos operadores de las finanzas internacionales. Y seguramente hay tantas victimas de la miseria y el hambre como de las armas.
No intentaba una justificación, porque creía, convencido, que no la necesitaba. Tenía una teoría propia al respecto que llamaba la teoría de los espejos. De un lado reflejan la realidad tal cual es, nos guste ó no. Detrás de ellos en cambio, la realidad es como queremos pensarla. ¿Sería preferible estar detrás? En general la mayor parte de las veces no se puede elegir.
Para apartarse de esas ideas, echó una mirada alrededor sobre los cómodos asientos. Vio los pasajeros distendidos que leían algún periódico, los afanes de aquella madre que regañaba a su niño para que se sentara, y se concentró entonces en desenredar el cable y colocarse los auriculares en la butaca de primera clase del boeing que ya estaba casi despegando a las 8,43 de la mañana.
La sonrisa de la azafata pidiéndole que se colocara el cinturón lo hizo percatarse de su olvido. Sintonizó el canal de música clásica y abrió el libro de tapas verdes que la noche anterior había comenzado a leer en el hotel.
Lo compró en una librería del Shopping por recomendación de la vendedora, y pensando en el largo viaje de la mañana siguiente.
Le había costado dejarlo esa noche, ya tarde, porque la trama lo fue interesando en cada página que leía y había llegado casi hasta el fin. Era el último best seller y ya había un productor interesado en llevarlo al cine. El argumento contaba la historia del secuestro de un avión en vuelo, y últimamente el realismo expuesto por escritores y guionistas, sumado a los efectos especiales que eran posibles en esta era digital, lo tenían acostumbrado a adentrarse en escenas de un relieve impresionante.
Ahora después del despegue y envuelto en la música relajante de Johann Strauss, alejado de los sonidos del ambiente, comenzó a leer las últimas páginas. Nuevamente se enfrascaba en cada línea en la tensa situación de los protagonistas, que lo llevaban hacia las imágenes que el hábil relato dotaba de acción y hasta colorido real.
Así se sintió presenciando la última reunión de los fundamentalistas en aquel pequeño departamento, adonde habían ido llegando de uno por vez.
Eran cuatro y todos estaban dispuestos a morir en cumplimiento de su objetivo. Las frases místicas que a su turno cada uno de ellos iba pronunciando daban cuenta de su determinación.
Dos de ellos eran hermanos y el abrazo que los estrechó un instante no quebró la decisión que los animaba. No estaban allí para dejar aflorar demasiado los sentimientos.
Los estiletes con hojas de cerámica, más duras que el acero, pero que no podrían individualizar los detectores del aeropuerto, estaban sujetas con lazos de seda de sus torsos. Si lograban superar los controles, era fácil extraerlos rápidamente ya en el avión, y con sorpresa reducir al personal de a bordo.
Todos los detalles estaban pensados milimétricamente y ya habían hecho varias pruebas en falso, llegando hasta el último y decisivo paso, para comprobar y corregir las fallas, los imprevistos y los más mínimos errores.
Finalmente después de bajar de uno por vez, para cumplir con las reglas de seguridad mil veces repasadas, cada uno emprendió por su cuenta la marcha hacia el mismo aeropuerto, el mismo vuelo, el mismo objetivo.
Después de pasar los controles y que todo saliera como estaba previsto, sin objeción por los pasaportes falsos, sin alarma por los estiletes ocultos, se sentaron en sus butacas de segunda clase.
Ese era el plan: viajar en segunda clase, actuar a los siete minutos del despegue, dominar a las azafatas, irrumpir en la cabina, tomar el control del avión.
Eran las 9 en punto cuando los cuatro se levantaron de sus asientos. Tensos los músculos, caminaron decididamente hacía la cabina del avión atravesando la primera clase. Las manos subieron hacia el pecho para palpar la cinta de seda que sostenía los estiletes y el movimiento nervioso hizo golpear un brazo, impensadamente al pasar, con el libro que leía absorto un pasajero que ni siquiera levantó la vista.
No fue difícil reducir a las azafatas para poder atravesar la puerta que conducía a los controles. Antes de cruzarla, con la sangre martillando en las sienes, una mirada tensa comprobó que no había en el pasaje ninguna señal de percibir lo que estaba aconteciendo. Todo estaba tranquilo, algunos dormitaban, otros leían, una madre acariciaba la cabeza de su hijo, envuelto en la manta de viaje.
Ya en la cabina, pocos forcejeos, algún grito ahogado, las hojas de cerámica hundiéndose en las gargantas, la rápida posesión de los controles, el cambio de rumbo con la maniobra mas suave posible para evitar el temor y alguna reacción histérica de cualquiera de los 90 pasajeros.
A esa altura, el desenlace se acercaba, el texto se hacia cada vez mas atrapante y él también sintió la sangre acelerada y una extraña sensación de vacío en el estómago.
Casi inmediatamente, la insólita inclinación y alguna vibración inusual le hicieron levantar los ojos de aquel libro apasionante para mirar por la ventanilla.
Pudo ver entonces que la ciudad estaba ahí, demasiado cerca, casi al alcance de la mano, y las vidriadas torres, enfrente, eran como dos espejos que devolvían la imagen de un avión que, reflejado, enfilaba inexorablemente hacia ellos.

Texto agregado el 23-10-2009, y leído por 986 visitantes. (6 votos)


Lectores Opinan
13-11-2009 Muy Bueno! raulgardey
12-11-2009 eres buen narrador juanfran
29-10-2009 guauuuuu! muy buen texto...qué será ficción... qué será realidad???***** nocheluz
23-10-2009 Apasionante relato, se borraron los límites de la lectura y la realidad, de ese vuelo; pero también se borra la sensación de estar leyendo, gracias a tu impecable redacción, y no sabemos si somos lectores o protagonistas de ese fatídico acto terrorista. 5* Susana compromiso
23-10-2009 Que magnífico texto, atrapante!!!***** MariBonita
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