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Rodolfo “el Reno” intuyó que su destino se cuajaría como las gelatinas en un tiro en la tanda de penales, por lo que estrujó su rostro definitivo como sope, con todo y nariz cual bulbo colorado.

El caso era que el asunto había llegado a un punto donde debía meter el gol para que su vida diera un giro copernicano, como diría su maestro de Física: un viejo haraposo que deambulaba como Quasimodo por la preparatoria con sus libros cochambrosos mientras recitaba ecuaciones inescrutables.

Ocurría que el equipo del Reno se encontraba en la final del campeonato de futbol amateur organizado por la delegación, y que sólo habría premio para el primer lugar, pues el que perdiera recibiría un trofeo de hojalata y una pinche fotografía con el director de “Esparcimiento y Deportes”, un tipo que no desentonaría en las películas de ficheras por sus gafas tenebrosas, el rostro congestionado y la panzota de troglodita flatulento.

El Reno recogió el balón quieto junto a los pies del portero contrario, haciendo lo posible para no alterarse con las palabras como sentencias de Pitonisa del guardameta de rostro de pera y rapado a la Barthez: “Nada más no la falles carnal… Nada más no la falles carnal…”

El Reno también debía lidiar con el recuerdo fresco del duelo reciente, evadiendo la sensación con sabor a electroshock del instante en que él anotara el gol del tres a tres, justo a cuatro minutos de que pitara el final un árbitro prieto como aguacate luego de repartir ocho tarjetas amarillas y dos rojas por una gresca primitiva.

El muchacho se dirigió al “manchón” del área chica, que en rigor sólo se distinguía por mero sentido común, pues ya se había diluido la cal con el trajín de tantas piernas enervadas sobre aquella zona sin pasto.

En las gradas la porra rival se desgañitaba soltando mentadas y sentencias rimadas que aludían a la señora madre del Reno, y que igual lo calificaban de “¡Culero, culero, ya no tienes huevos!” A su vez, los simpatizantes del Reno y del resto de los “Orangutanes de Caltongo” también gritaban con ganas: “¡Que sí, que no, que cómo chingados no!”

El Reno acomodó el balón en el punto neural, y al agachar la cabeza tuvo el impulso de rezarle a San Toribio, el santo que resguardaba como mastín su casa desde su enclave en la repisa repleta de veladoras donde su mamá y su abuela Chabelita a diario oraban con fervor, pidiendo por toda la parentela y de paso por el “pinche briago de Obdulio”, el abuelo del Reno.

El Reno jaló aire hasta poner duro el cogote y se incorporó, sintiéndose por un instante uno de esos héroes griegos encuerados que observara en los libros de historia blandidos como espadas por los maestros.

Sin embargo dio unos pasos para atrás, pues vio de que la bola estaba “fuera del centro” y con unos cuantas briznas de pasto amarillento pegadas. Por eso fue a limpiarla, mientras un pensamiento parásito se colaba en los vericuetos de sus orejas: los cincuenta mil pesos que ganaría cada uno de los campeones, aparte de las computadoras con Prodigy que donara Telmex, y la posibilidad de probar suerte en las reservas del Cruz Azul.

La rechifla en las gradas se intensificó. El Reno era el último tirador, el que inclinaría la balanza del seis a seis global al siete a seis definitivo, luego de que en su turno el rival enviara un misil hacia unos fotógrafos aviesos con las barrigas repletas de Tecates.

El balón de gajos plásticos pareció estar en su reducto natural, y el Reno se incorporó adhiriendo la vista en la bola como si lo uniera a ella una hebra de los hilos que las Parcas usaban para atar el fatum de los hombres

El Reno se colocó en el punto adecuado y atenazó las manos a la cintura mientras escupía para desprenderse del temblor que trepaba a sus piernas y espalda como lagartija reumática. El árbitro vio su reloj de buzo Región Cuatro y salió del área minada, llevándose el silbato a los labios enormes como trozos de salami seco. El Reno expulsó un “¡Chingue a su madre!” definitivo mientras inhalaba para agarrar vuelo. Llegó al balón y estrelló con fuerza el empeine, torciendo el cuerpo como un Discóbolo aqueo en tiempos de hambre.

Cerró los ojos en el momento del impacto, confiando en la Fuerza intangible que guiara a Luke Skywalker en su lucha contra los perversos Siths.

Una gritería furiosa lo hizo erguir el cuello y levantar los párpados coriáceos, pues al fin atestiguó la concreción de su destino.

Texto agregado el 21-11-2009, y leído por 512 visitantes. (9 votos)


Lectores Opinan
22-11-2016 ¿entro? satini
23-03-2014 Ah! Si es que lo ves... ¡lo ves! a cada minuto que pasa, a cada palabra que remata la imagen o la acción. Por segundos, las descripciones de los personajes, me recordaban caricaturas de Fontanarrosa o de Quino. Nos dejas colgados, pero, ¿quién diría que no lo consiguió? No puede ser de otra manera :) Ikalinen
03-04-2013 ¡ Goooooool !, bravo, bravo!!! Jeje, buenísimo. cieloselva
26-09-2012 buena historia, cumple con su cometido, como el futbol: emocion! jojamuca
26-09-2012 Que buen relato, tienes expresiones geniales, un gusto leer tus cuentos. loretopaz
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