Subida en tu altar de virgen delirante,
transpiras el calor de titilantes cirios
que se queman como mansos pecados.
Envuelta por el fétido olor de flores chamuscadas,
vas metida en la plegaria de ebrios suplicantes.

La procesión que te pasea no tiene esquinas.
No tiene que llevarte a ningún lugar,
haciendo que el viaje a tu locura no acabe nunca.
No subirás a ningún cielo,
ni caerás en infierno alguno.

Te estarás ahí suspendida del pan que ganas,
asida al cuerpo que alimentas,
contenida en esa pobre alma desamorada.
Sin embargo serás la diosa de la carne que te exhibe,
de ese placer lánguido y tibio que habita en tu andas,
de esa pobre muerte que compartes a tus anchas.

Hasta que una sierpe inviolada como tú,
apague esa luz que aun pretende alumbrarte,
y caigas a los suelos de tu templo.
Pesada, lista para esa parición
que anhelas y que te espanta.