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Que el fútbol es un deporte que despierta pasiones incontrolables no es un secreto. Que los extremos se unen, que los opuestos se atraen, y que del amor al odio hay un solo paso, tampoco.

Prueba de estas grandes verdades universales es la historia de Bernardo “Bebe” Bermúdez, una más en el millón de historias relacionadas con el fútbol y la pasión, con el amor y el odio, con atracciones opuestas y extremos que se tocan.

Como muchos pueblos, Vallecito tiene su propia liga de fútbol, por cuyos equipos pasa generación tras generación la totalidad de la población masculina, ya sea en las categorías infantiles, juveniles, o mayores, todas ellas con fuerte acerbo competitivo, no porque el ansia de victoria sea una característica del pueblo, sino porque todos los clubes se fundaron a partir de desprendimientos de otros clubes, arrastrando en su fundación rencillas personales y rencores barriales cuyo origen se pierde en la sombra de los tiempos y que muchos quieren analizar sociológica, psicológica o antropológicamente, cuando en realidad tienen más que ver con envidias de vecinos y cosas de la vida que poca relación tienen con el deporte.

Este fue el caso de Atlético y Deportivo. Atlético es el más antiguo de los clubes de Vallecito, y Deportivo su primer retoño.

Atlético viste casaca verde y blanca, y Deportivo rojo y amarillo, porque “cualquier cosa menos los odiados colores”, según consta en su acta fundacional.

Atlético reúne en su seno a las familias patricias y adineradas del pueblo. Deportivo a las familias de los barrios más humildes.

Atlético fue fundado por un grupo de jóvenes entusiastas encabezados por Nicanor Bermúdez, que a fines del siglo XIX buscaban un lugar en el que saciar su apetito de fama. Deportivo fue fundado otro grupo de jóvenes animosos, liderados por Anselmo Galíndez, cuyo hijo fue rechazado en su pretensión de amores por la hija de Bermúdez.

Basta agregar que los Bermúdez eran los dueños de la principal empresa del pueblo, y los Galíndez simples trabajadores de la misma.

La excusa para la fundación de Deportivo fue que, justamente por ser los Galíndez simples trabajadores, nunca serían admitidos en la dirigencia de Atlético.

Corrieron los años, las décadas y las generaciones, y los clubes se organizaron inevitablemente como clanes, hasta que en 1972 nació Bernardo Bermúdez, descendiente directo de Nicanor.

Ya de pequeño, su condición de oveja negra y las amistades que forjó en los suburbios lo llevaron a jugar en Deportivo, donde a fuerza de garra y temperamento fue ganándose un lugar en cada equipo de cada categoría del club.

Por esas cosas de no reconocer en un Bermúdez un crack de la tribuna deportiva, no tardaron mucho en bautizarlo con sus iniciales, “B. B.”, apodo que en poco tiempo se convirtió en simplemente “Bebe”.

Era un nueve aguerrido y de presencia en el área, y si bien nunca fue un gran goleador, arrastraba marca y era generoso en el juego, por lo que facilitaba la tarea de los goleadores natos.

Por la vitalidad de su desempeño fue ganándose el cariño y el respeto de la afición aurigrana, y el odio de la albiverde, aunque el odio tenía un origen ajeno a sus dotes futbolísticas, y se explicaba mejor por la condición de “traidor” con que lo calificaban sus propios vecinos y familiares. El odio de la tribuna atlética fue tornando en amor el respeto de la tribuna deportiva.

Fue así que, aún en sus peores temporadas, Bebe era titular indiscutido en los clásicos de Vallecito, encabezando la salida a la cancha del equipo de Deportivo.

Pero ya decíamos que el fútbol es un deporte apasionado, y las pasiones tienden trampas que tejen el destino de los jugadores.

Al finalizar la temporada del ’89, cuando con sólo 17 años el Bebe se disponía a debutar en la primera división, se supo que había dejado embarazada a su novia, Rosita Galíndez, hija del técnico oro y sangre, nieto del fundador y emblema del club como jugador, técnico y dirigente, casi un prócer de la institución.

Niño bien al fin, se negó al matrimonio con la muchacha, e inmediatamente fichó para Atlético, donde fue recibido como un hijo pródigo apenas se supo la razón de su alejamiento de Deportivo.

La siguiente temporada llevó la casaca verde y blanca, manteniendo su actitud de jugador bien aguerrido aunque con escasa fortuna en el área rival, al punto que estuvo seis temporadas seguidas sin convertir, las que lo condenaron irremediablemente al banco de suplentes, excepto en los clásicos enfrentamientos de Vallecito, cuando la tribuna atlética vibraba al grito de Bebe, y la deportiva al ritmo de los poco gratos recordatorios de la familia Bermúdez.

Quiso el destino que la final del torneo del ’96 fuera protagonizada por –nada más y nada menos- Atlético y Deportivo, Deportivo y Atlético, en el estadio municipal de Vallecito.

Medio pueblo se dio cita en las tribunas, una fiesta de colores esperada por años, y de la que brotaba adrenalina como si estuviéramos frente a una fuente inagotable de pasiones.

Cuando Atlético ingresó al césped, Bebe Bermúdez fue al frente del equipo y la tribuna verde y blanca saludó estrepitosamente la exhibición del deshonor de su rival, al tiempo que desde la tribuna amarilla y roja llovían insultos y toda clase de expresiones salivales.

El encuentro fue parejo, mordido, fuerte, aguerrido. De los 22 protagonistas, sólo los arqueros miraban al balón a la hora de ir en su búsqueda, los otros veinte al rival, ayudados por un hombre de negro permisivo.

Por cuestiones que los especialistas interpretarían como ligadas más al azar que al deporte, en el minuto ’89 del encuentro el marcador rezaba 1 a 1.

Por cuestiones más ligadas al destino que al deporte, en el minuto 90 la pelota describió una extraña parábola que la llevó a los pies de Bebe, quien como nunca en los últimos seis años dominó la esfera, y la tocó hábilmente al segundo palo del arquero, definiendo al torneo con lo que nadie duda fue un golazo.

En plena euforia, Bebe fue a festejar su victoria personal frente al banco de suplentes de Deportivo, donde además de recibir las palabras poco amables de los derrotados, antes que lo cubriera la montaña humana enfundada en casacas albiverdes, pudo ver a un pequeño de alrededor de seis años que lloraba por la derrota de su equipo. Se vio a sí mismo. Tal era el parecido que tenía con él esa criatura que llevaba el apellido Galíndez, pero que Bebe sabía que debía llamarse Bermúdez. La imagen lo enterneció como nunca hubiera imaginado. Recordó a Rosita, a los momentos de cálida pasión juvenil que lo unieron a ella, y por cuestiones más ligadas a Dios que al deporte, en dos semanas reconquistó su corazón y la llevó al altar.

La temporada siguiente volvió a vestir la aurigrana, donde nuevamente fue recibido como un hijo pródigo. La que no perdonó la traición fue la tribuna albiverde.

Quiso el azar, tal vez el destino, que en toda la temporada Bebe no hubiera convertido goles, pero figurase como titular en cada encuentro que Deportivo enfrentara con su eterno rival.

Quiso también que la final del campeonato ‘97 nuevamente se definiera entre Deportivo y Atlético, Atlético y Deportivo. Como en la final anterior, medio pueblo estuvo presente, y las tribunas vibraban al grito de “Bebe, Bebe...” la deportiva, y con el recuerdo poco edificante de Bebe y su familia la atlética. Claro está que en este caso las referencias eran a la familia que Bebe había forjado un año atrás, y no a los Bermúdez en general.

El encuentro fue tenaz, apretado, intenso, luchado, y en el minuto 89 el marcador rezaba nuevamente 1 a 1.

En el minuto 90 el balón rodó mágicamente hasta los pies de Bebe, quien desde el punto penal le dio el toque que la elevó por sobre el arquero atlético para ingresar en la red con la suavidad burlona que sólo puede ser protagonizada por esa esfera mágica que atrapa al mundo en este deporte genial y apasionante.

Bebe corrió desesperado por la euforia a desencajarse las cuerdas vocales gritando frente a la tribuna verdiblanca el gol que le dio a Deportivo el campeonato, y antes que la marea oro y sangre cayera sobre él, vio que, sentada del otro lado del perímetro justo frente a él, estaba la mujer más hermosa que había visto en su vida, una prima lejana, una niña que en el último año se había convertido en una encantadora muchacha, Amalia Bermúdez, la hija del presidente de Atlético, de cuya mejilla caía una lágrima perlada para estrellarse contra un pecho adorablemente erguido, enfundado en verde y blanco... y se enamoró.

Las semanas siguientes fueron de divorcio, y fichaje.

Desde entonces, todos en Vallecito esperan que la próxima final no sea entre Atlético y Deportivo, porque temen que el apasionamiento de Bebe vuelva a ahogar los festejos del ganador.

Texto agregado el 31-03-2010, y leído por 574 visitantes. (3 votos)


Lectores Opinan
01-04-2010 Placer volver a leer este relato, que buena idea tuvo shosha yo adherire y dejaré un puñado de goles jajajaaja nanajua
31-03-2010 Narraste unas historia que me dejo la senseción de una rueda.Me gusto el lenguaje coloquial y en lugar de esterellas te dejo golesssssssss shosha
31-03-2010 Buena historia, bien narrada. Medio folletinezca, pero todo puede ser... Mis ***** josesur
 
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