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EL CONO DE HELADO

Era un cono de helado doble, de diferentes sabores el que ella lamía lenta y provocativamente. Se veía pensativa, tan ausente del mundo que la rodeaba que hasta parecía no notar la brisa proveniente de la playa que jugaba con sus cabellos paseándolos de un extremo a otro por su frente amplia. Era imposible distinguir sus ojos o descubrir lo que miraban, ocultos tras grandes gafas de sol no se veían sus bien delineadas cejas ni sus pestañas largas y menos aún la posibilidad de hundirse en el color oscuro como la noche de sus pupilas.
Sus labios besaban el frío néctar lácteo y su lengua rosada jugueteaba distraídamente con los contornos del cono, tan pronto lo redondeaba como si fuese una montaña, como lo modificaba caprichosamente. Vestía lo que denominan un conjunto de falda y chaqueta confeccionada en tela liviana, de buena marca y diseño, que la hacía lucir diferente de las demás mujeres presentes, en su mayoría vestidas para la playa. El viento no sólo jugaba con su pelo, también lo hacía con la tela de su ropa y al moverla dibujaba y ceñía sus generosas formas de mujer.
Estaba tan absorta y sumida en sus pensamientos, que me atrevería a asegurar que no se percató en ningún momento que todas las miradas masculinas estaban puestas en sus firmes muslos y en el escote de la chaqueta, que enseñaba el nacimiento de sus senos.
Aparentemente nada en la decoración del lugar le llamaba la atención. Parecía que para ella no existieran las grandes macetas colmadas de plantas y flores, ni los quitasoles de las mesas, que protegían a sus ocupantes de los fuertes rayos solares de esos primeros días del verano. Nada de lo que la rodeaba lograba capturar su atención.
El viento, además de jugar con sus ropas para mi deleite y para el de otros, desordenaba su bien peinada cabellera, moviendo el pelo de tonos cobres, como si le estuviera haciendo un masaje capilar y entonces deseé fuertemente ser yo ese viento y que mis dedos se enredaran en las hebras de su pelo y luego bajaran por su cuello hasta sumirse en las profundidades de su escote.
No podía quitarle los ojos de encima. Ella no era una vacacionista como las de la mesa de la esquina o como las que estaban en sentadas bajo el quitasol, ubicado al lado mío. Todas ellas tenían una sonrisa permanente pintada en sus rostros y se acompañaban de grandes bolsos con toallas, sombreros y bikinis. Tampoco parecía una visitante extranjera: su vestimenta, joyas y aspecto en general hacía pensar que era una elegante residente del sector de los edificios de la Costanera, aquellas altas y blancas construcciones estilo mediterráneo que se erguían sobre las arenas de la bahía, y sin poderme contener los recorrí uno a uno con la mirada preguntándome en cuál de ellos viviría y cómo sería su intimidad hogareña.
Ella me llamó la atención desde el momento en que subió a la terraza; su forma de caminar segura y decidida en dirección al dispensador de helados me dijo que conocía el lugar. Luego, cuando habló con la dependienta y ésta respondió algo casi riendo, pensé que era una clienta habitual. Su vestuario diferente me hizo suponer que vendría de algún almuerzo y volví a interrogarme: ¿dónde y con quién había estado? Algo en sus gestos me hizo imaginarla como el centro de atracción de un encuentro de mujeres ejecutivas, pero por otra parte, quizás fue el movimiento de sus manos cuando acomodó el pelo mecido por el viento, tal vez fue ese arreglo instintivo de la ropa luego de haber estado sentada, o la forma cómo sus manos recorrieron sus amplias y seductoras caderas o, simplemente, mi instinto de hombre-cazador…la imaginé almorzando con su amante, envueltos en un halo acariciante, donde cada palabra, cada frase, cada gesto era un beso prohibido en público. Luego, sin poder contenerme, la imaginé abrazada a él sumergida en un mar turbulento de deseos y besos apasionados; después en un quitar, sacar y caer de ropas, interrumpido por más caricias y más besos turbadores, hasta que finalmente, ambos sobre el lecho, en algún lugar lejos de allí o tan cerca como para no creerlo, fueron uno en un grito de amor, amor. Los celos hacían latir con fuerza mis sienes, mis hormonas se agitaban y sentí con fuerza, que yo en el lugar de ese otro, habría hecho exactamente lo mismo, la habría amado hasta el éxtasis.
Me doy cuenta que al observarla tomar su helado mi imaginación se ha desbocado y ella lo lame suavemente con ese aire de ausencia que me lastima el alma. Suelen decir que ése es el aire de los enamorados... , y experimento de pronto una rara sensación: a esa mujer la he visto antes. Como un volcán surge desde un rincón de mi memoria ese aviso luminoso: la conozco, la he visto antes.
Me recrimino amargamente porque soy incapaz de recordar su nombre y menos aún, el lugar donde nos encontramos. Una fuerza poderosa y desconocida me incita a acercarme..., quiero hablar con ella, necesito escucharla, deseo a la vez arrancarla de sus pensamientos y obligarla a prestarme atención. Me digo sorpresivamente: quiero escuchar nuevamente su voz baja y ese fraseo tan especial y único que ella tiene cuando habla. Y entonces recuerdo vagamente que fuimos presentados por un amigo en común y una secuencia saltada y desordenada de imágenes salen a la luz del día, pero son sólo chispazos. No tengo claridad suficiente como para saber con exactitud dónde nos vimos la vez anterior.
Continúo sintiendo la rara sensación de haber conversado con ella ; me embarga la duda si sólo es el deseo de que así haya sido o si realmente fue así, y como ahora, siento que algo en ella me cautivó. Redoblo los esfuerzos para recordar esos momentos. Ella entretanto continúa ajena a mis pensamientos y a mi observación y lame lentamente el helado. Lo cambia de mano y lo sostiene ahora con la izquierda, permitiéndome apreciar una gruesa argolla de oro y un magnífico diamante de tres puntos en su dedo anular; ambas joyas gritan al viento que es casada o que algún vínculo personal tiene.
Siento que me está mirando..., al menos sus ojos parecieran posados en mí, pero sé que no me ve, que no me distingue, aún así le sonrío y me doy ánimo para levantarme de la silla, esquivar las mesas y caminar hacia ella, preguntándome si ella recordará dónde estuvimos juntos y preguntándome a la vez si seré capaz de rememorar algo más que esos breves fragmentos, que hasta ahora ha descubierto mi memoria.
Esquivo la mesa de las chicas de bikini; ellas me miran como si me estuvieran desvistiendo. Mientras camino estrujo virtualmente mi memoria, la fuerzo a recordar y continúo caminando en su dirección. De paso maldigo no tener la capacidad retentiva de Napoleón Bonaparte y trato de asociar su aspecto, apariencia, estatura, sus cuidadas manos y sus uñas esmaltadas con algo que me diga más sobre ella. Estoy cerca, casi frente a ella y a su helado, la saludo audazmente:
- ¡Qué gusto de encontrarla! ¡Tanto tiempo que no la veía!
Ella me mira sorprendida, creo que me ha reconocido. Ha levantado levemente la cabeza y sus labios húmedos se abren para responder, y yo sueño que lo hacen para besarme. Los cristales para sol de sus gafas ocultan cierta humedad en sus ojos oscuros, también cierto grado de molestia por la interrupción de sus pensamientos o de sus recuerdos. Hago caso omiso de lo que observo y veo y valientemente insisto:
- ¿Me recuerda?... Nos encontramos hace algún tiempo en un cóctel...
Mis ojos están atrapados en el brillo y humedad de sus labios, veo que se abren lentamente y escucho su voz baja que con cortesía me responde:
- ¿Cómo está usted...?
- Bien, disfrutando de la tarde, digo apresuradamente y pienso: por favor, no vaya a decirme: tengo que irme.
Sin perder el tiempo agrego: - ¡Qué bonita está la playa, hace calor... ya comenzaron los preparativos para la nueva temporada... y pienso: - ¿cómo puedes ser tan imbécil, di algo más inteligente que el estado del tiempo...; ésta no es mujer de banalidades...
Diablos, ya me acordé dónde la he visto antes y se lo digo al pasar: - Nos encontramos en el Casino, yo estaba con Eduardo y fue él quién nos presentó.
- Tiene razón, y ¿cómo está Eduardo?
- Bien, respondo y a la vez me digo: él siempre está bien y como no lo va a estar, mi amigo nunca se ve en estos aprietos. Él todo lo recuerda hasta en sus últimos detalles, en cambio yo...
Mis recuerdos empiezan a afloran como en un desborde de río que en cierta forma me avergüenza: en aquélla oportunidad, cuando fuimos presentados, yo desplegué todos mis encantos masculinos y todas las tretas que conocía para conquistarla. Hice la rutina del don Juan que hay en mí y ella, sin perder la calma ni la sonrisa, virtualmente me barrió con un par de frases y mis avances fueron a dar a una esquina del local. Eso fue lo que me pasó a mí, al que se supone es la expresión máxima del conquistador. A mí, al que las mujeres se le entregan de buenas a primeras. Al cazador de corazones, al soltero más apetecido de esta tierra: don Juan Andrés Luis Baltasar del Rey... Ella, sin dejar de sonreír, me plantó más negativas que las que nunca había escuchado antes, ¡qué frustración para mi hombría!
Recuerdo haberle ofrecido llevarla en mi Porche hasta su casa, creyendo que la marca y el modelo del auto cooperarían en mi conquista. ¡Grande fue mi desilusión al escucharla responderme, sin perder el buen humor:
- Por favor no se preocupe por mí. Yo también vine en auto, aunque en ningún caso tan complejo y delicado como el suyo...
No sé si antes o después la invité a tomar un trago en alguno de los muchos salones disponibles para ello y ella me respondió como en un aviso de la televisión:
- Gracias, no... Jamás bebo cuando conduzco.
Estoy seguro de haber insistido con un: “entonces qué le parece un jugo, una bebida, un agua mineral...” Nunca sabré lo que quiso decirme cuando manifestó algo así como: - “Gracias nuevamente, pero... usted no va a creerlo, a mí todas esas cosas me oxidan...”
Entonces miré a Eduardo y le hice la típica pregunta muda que cuando muchachos nos hacíamos: " Qué estoy haciendo mal, cuál es la falla en mi técnica " y mi amigo, celebrando y riendo con las respuestas que ella me daba, con sorna me hizo una seña de negación con la cabeza.
Eduardo y yo hemos sido amigos desde la infancia, pero en ese momento casi lo olvidé y lo supuse mi enemigo. Tal vez por los años de parrandas juntos hemos mantenido la costumbre de hacernos señas aclaratorias, cual código secreto; siempre nos han servido para enfrentar situaciones románticas de diferente índole, señas que en ese día se podrían haber traducido en un " no pierdas tiempo, estúpido, ¿no estás viendo que no es como las demás? Nada te dará resultado, ni siquiera la porquería de auto nuevo que tienes”.
Debo haber tenido más que unas cuantas copas en el cuerpo, porque haciendo caso omiso de las advertencias de mi amigo, continué insistiendo majaderamente con la historia de los jugos, el champaña o un paseo bajo la luna antes de llevarla a casa. Entonces ella, como hablándole a un niño malcriado, medio en serio y medio en broma, me dijo en voz baja:
- Por favor, no pierda su tiempo conmigo. No acepto invitaciones de este tipo y ya es hora de retirarme. Adiós, ha sido un placer...
Como quien se despide de un par de viejos amigos, ella extendió su mano y apretó fuertemente la mía, tanto que me sorprendió lo enérgico de su gesto. Giró sobre sus talones y se alejó en dirección a la salida, pero no alcanzó a traspasarla: alguien que venía llegando la saludó con un abrazo y un beso en la mejilla, que desee con todas mis fuerzas haberlo dado yo.
En medio del barullo de las mesas de juego y de las mofas de Eduardo, continué observando su desplazamiento hacia la puerta. Otras personas intercambiaron saludos con ella. Con un gesto muy especial, lleno de amabilidad al llegar a la entrada se despidió de ambos porteros, los que la saludaron atentamente y pude apreciar que sus miradas siguieron su sinuoso andar. Ella bajó los escalones de acceso al Casino y la perdí de vista en una noche de luna, que desde mi punto de vista estaba pintada como para que ella y yo hubiéramos iniciado un tórrido romance.
Eduardo aquélla noche se rió de mí y me dijo: - Amigo mío, algo te está pasando, te salió el tiro por la culata, fallaste en todas tus tretas, nada te sirvió, ni siquiera el Porche. Te dejaron con un palmo de narices ¡hurra por ella! Te lo advertí pero no quisiste entenderme. Eres tan porfiado!...
La mujer del Casino era la misma que ahora tomaba el cono doble de helado.... Aquella noche ella tenía algo que no me fue fácil definir; tal vez lo más cercano sería decir que su atractivo era tal, que no sabía si su boca, la ausencia de maquillaje en su rostro, quizás sus gestos, sus ojos obscuros o sus manos cuidadas y su fuerte personalidad era lo que lo causaban..., pero me atraía y me hacía desearla. Quería conocerla profundamente. Aunque en esos momentos fui incapaz de admitirlo, tuve la sensación que ella no quería que cualquiera conociera su otro yo y que, además, se protegía tras un cristal, como los de sol que lleva ahora.
No he almorzado ni he bebido una gota de alcohol en todo el día: estoy sobrio y decido no perder esta nueva oportunidad que me da el destino. Me aseguro que esta vez será todo distinto y pregunto amablemente todas las estupideces que me pueden llevar a mantener una larga conversación. Logro impedir que ella se vaya y hasta le arranco una sonrisa con uno de mis comentarios; me siento realizado, estoy logrando mis deseos e impensadamente me encuentro diciendo:
- Tengo la impresión de que sus pensamientos están centrados en alguien o en algo que puede ser un recuerdo cercano o lejano, pero por Dios que es cierto, cómo quisiera ser ese maldito afortunado.
De pronto ella deja de lamer el helado, me mira duramente y me dice cortante: - Nunca llame maldito a nadie que no conozca y menos aún suponga cosas que no sabe ni son de su incumbencia. Por lo demás, me podrían sacar los ojos, pero ni usted ni nadie sabrá jamás en quién estoy pensando.
Y nuevamente, como aquélla vez en el Casino, sentí que ella me barría de sus pensamientos y de su vida, porque estiró la mano, apretó la mía con energía y se alejó sin volver la cabeza, mientras yo me recriminaba diciéndome: ¡Cuándo vas a aprender, estúpido, que esta mujer no es como las demás?!
Volví a mi silla, a mi mesa, al sol de la tarde y a las dos rubias teñidas que insistían en mostrarme las piernas por debajo de la mesa del restorán de la playa a la par que me sonreían invitadoras y libremente a salir con ellas. Desplegué todos mis encantos, encendí un cigarrillo y respondí en forma automática. Sabía de memoria lo que pasaría después: terminaría la tarde en algún motel sin nombre con una de ellas, en un revoltijo de sábanas, transpiración y deseos satisfechos, pero luego, en la noche y en la soledad de mi departamento, unos ojos oscuros, una boca sensual y una lengua que juega con los contornos de un cono de helado, se adueñaría de mis sueños y de mis deseos más ocultos.



Texto agregado el 11-04-2010, y leído por 380 visitantes. (0 votos)


Lectores Opinan
11-04-2010 lei un muy buen relato fabiandemaza
 
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