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Cinco y media de una mañana que congelaba hasta el tuétano. Y eso qué diantre le importa a Ponciano. A quien madruga… se dice. Y salta del catre como un resorte. Tiene que ser muy puntual. En su trabajo esa es la llave de oro. Además, repitiendo su letanía, a quien madruga. Su mujer se rasquetea la panza, se refriega los ojos. Le pregunta, ¿Ya te despertaste? Ponciano contesta, No, acaso no ves que sigo durmiendo.
El hombre se lava la cara como gato. Se arropa. Baja un botellón de la repisa y sirve medio copón con aguardiente de caña, ese que patea como mula. Para él es como agua. Se embute un bizcocho con un café. Vuelta a llenar el copón, y adentro con la segunda, se dice. Y sale a la calle como un rayo.
En la esquina está el paradero del ómnibus con la infalible multitud de sufridos esperadores. Al fin llega el transporte. Todos pugnan por treparse. En un tris se repleta el carromato, se aglomeran como pueden. Ponciano sonríe, hoy comienza bien el día, piensa. Veinte minutos con un tráfico endemoniado. El ómnibus se detiene. Ponciano se abre camino a codazos y se apea en el paradero de la Plaza de La Libertad. Camina por la calle con premura. Llega al paradero del tranvía. Lo coge al vuelo y se mete en la masa humana que desborda el vagón. Treintaicinco minutos sobre rieles. Ponciano, baja del tranvía. A toda carrera llega a la estación del metro. Otro viajecito incrustado en la pelota de pasajeros. Baja y toma un microbús. Y luego otro y otro… hasta que termina la hora punta
Sudoroso y fatigado, Ponciano entra a una taberna. Consume una jarra de cerveza y una salchicha. Luego, a paso cansino, regresa a su casa. Hola gorda, le dice a su mujer. Y cómo te fue hoy, Ponci, lo interroga. Por toda respuesta, el hombre hurga, uno por uno, los bolsillos de su abrigo, saco y pantalón. Con indiferente parsimonia va depositando en la mesa, pulseras, relojes, billeteras, collares, monedas. Como verás, Lola, nada mal, la cosecha ha sido abundante. Ay, que regio, entonces me voy a que me peinen, me maquillen, chilló Lola goteándose de felicidad, y en la nochecita podemos ir al casino y de allí me llevas a comer a un buen restorán. Ponciano, sonrió satisfecho, Claro que sí caramelito mío, lo que tú quieras.
Y de pronto, Ponciano soltó una estentórea carcajada. De qué te ríes, cuál es la gracia, ella le preguntó intrigada. Nada, nada…, le dijo él, tratando de contener sus hipadas de risa. Solo me estoy acordando de la profesora de mi escuelita. Como yo acostumbraba tener las manos en mis bolsillos y ella me reñía diciéndome: «Tú deberías llamarte Manitas, ¡Las manos en los bolsillos! ¡Las manos siempre en los bolsillos! ¡Jamás conseguirás nada en la vida con las manos siempre en los bolsillos! ¡Nada!»
Ω

Texto agregado el 20-04-2010, y leído por 199 visitantes. (4 votos)


Lectores Opinan
21-04-2010 me gusto mucho tu cuento,gran cuota de creatividad y sorpresa al final,gracias lo disfrute***** shosha
20-04-2010 Buen cuento. Me gustó la nota de humor al final. Beticita
20-04-2010 Muy ingenioso y no tan alejado de la realidad. Me estaba preguntando por qué tanto cambio de transporte. Al final me di cuenta que el hombre andaba en su "cajero auto...motor" ZEPOL
 
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