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Inicio / Cuenteros Locales / simasima / "El Cura...". V. Golpe y Quemazón

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Cada mes visitó todas las comunidades. Mientras preparaba lo necesario para ir a Cerro Negro, Clemencia me dijo:
Le espera trabajo especial allá arriba.
Sí, sé que tengo un par de bautismos y un taller bíblico. ¡Ah! También hay una pareja que quiere contraer matrimonio religioso.

Mientras desayunábamos me dijo entre otras cosas:
Le advierto que recibirá una quemadura y un golpe. Volverá muy mal...
¿Me quiere decir que no debería subir?
Padre, yo sé que todas maneras usted irá a Cerro Negro. Allá lo necesitan mucho, como le dije, por algo muy especial, Cuídese, eso sí. Me encomendaré a Leonardo, como de costumbre.
Sí, pero no todas las cuestiones dependen de los ángeles, me recordó.
Gracias, señora Clemencia.

Monté a caballo con todos sus aperos y los míos y partí en penumbras. Atravesé el riachuelo que bordea el pueblo por el lado izquierdo y empecé la lenta ascensión.
En una bestia con resabios tardaba cuatro horas para llegar a Cerro Negro. Lo peor me pasó con una mula que me prestaron la segunda vez que subí. Tenía un paso muy lento. Cuando la taconeaba daba unos seis trancos de trote que casi me descoyuntaba, y retornaba al paso lento al que su dueño la tenía acostumbrada.
Felizmente en esa oportunidad me encontré con una Catequista que bajaba al pueblo a pie. Le pedí que por favor devolviera la bestia a don Eusebio, que yo después le explicaría.
“La cuestión”, como diría Clemencia es que gran parte de mi vida, para felicidad mía, he sido párroco rural, y he tenido que viajar a caballo. El campesino tiene la paciencia y el tranco de la naturaleza. No anda apurado, mientras que nosotros los de ciudad somos apurones. Por mi parte, además, prefería caminar a estar sentado a horcajadas por mucho tiempo.
A pie, esa vez, tardé lo mismo que a caballo, debido a lo accidentado del camino.

Con una buena bestia como la que ahora me transportaba tardaba sólo un poco más de dos horas. Siempre he acostumbrado a salir con anticipación. Así puedo darme el gusto de contemplar la siempre admirable naturaleza, sea esta húmeda y ubérrima o secana.
El amplio sector de la parroquia está formado en la parte baja por muchas lomas y colinas que dejan encerrados entre ellas rincones y mini valles. Gran parte de sus habitantes son pequeños propietarios de parcelas que, según los gustos, necesidades y capacidades, son aprovechados para frutales y siembras de pan coger; además de contar con algunos animales y muchas aves: Gallinas, patos, gansos o pavos.
Abundantes manantiales bendicen la región, por lo cual no escasean los canales, acequias, riachuelos y norias poco profundas.
El verde está siempre vivo, aún en verano.

Antes de las diez de la mañana llegué a Cerro Negro. Acostumbro a estar todo el día con la gente. Atención personal, algún cursillo o taller, interrumpido por el almuerzo comunitario, al que todos los que pueden algo aportan; confesiones para quienes deseen reconciliarse, y finalmente la Eucaristía. Así se va formando, manteniendo o creciendo la comunidad de los hijos de Dios.
Esta vez almorcé apresurado. Debía ir a una casa no muy distante, aprovechando el receso, por una circunstancia especial.

Uno de los vecinos se había casado hacía poco con una santiaguina, y aquí habían levantado su rancho. Esta muchacha se entusiasmó al cono-cer los diversos dones o “puntos de vista” de que gozaban los naturales del lugar.
Como ella no los tenía, se puso envidiosa, y consiguió que una de sus cuñadas, una muchacha ingenua, la acompañara a sesiones espiritistas. Llamaban espíritus diversos.
Ya he dicho que con esto no se juega.
Resultado: Dos jóvenes con desvaríos, lagunas mentales y excentricidades peligrosas y agresivas.

Me acordé de Clemencia: Lo quemarán y recibirá un golpe. Iba, pues con temor y temblor, como dice san Pablo.

Al llegar a la casa vi a una joven sentada al lado afuera.
Es mi hermana, me ilustró el acompañante. Mi esposa está más mal y debe estar adentro.
Frente a la puerta divisé al interior a otra joven quien, al verme, se encrespó de cuerpo y alma, poniéndose a gritar: ¡Que no entre a la casa! ¡Que ese cura no entre acá! Pero no con una voz juvenil ni de mujer. ¡No! Era con voz ajena, ronca, áspera, de hombre desesperado.
Con su marido nos miramos sorprendidos. Vi en él un ruego, una invitación a solucionar el problema, así es que entramos.
La mujer retrocedió hasta el fondo de la habitación, pero cuando ya habíamos ingresado se lanzó furia gritando contra mí.
Recuerden que yo soy “padre curita” y la mujer era robusta. Retrocediendo, levanté las manos para protegerme.
Apenas alcanzó a rozarme, pero sentí un fuerte ardor en el dorso de mi mano izquierda.
Caí hacia atrás, golpeándome violentamente la cabeza contra una gran roca. Habían construido la habitación dejando la piedra en su interior, la que tallada hábilmente servía de escaño.
La mujer no pudo continuar su ataque porque su esposo la inmovilizó fuertemente entre sus vigorosos brazos, gritando a la vez su nombre. Juana se llamaba.

Vi candelas surtidas. Y sentí en mi cabeza un dolor insoportable que me desvaneció.
Después de no sé cuántos minutos salí de mi atolondramiento y me pude incorporar, tratando de superar el intenso dolor en mi remecido cráneo. Leí el Evangelio, ni recuerdo qué parte. Expliqué lo que haríamos: Rezar juntos por esta buena hermana para sacar ese espíritu conflictivo que la poseía y enviarlo a la luz.
Así lo hice en medio de los bufidos hombrunos de la mujer y sus continuos forcejeos para zafarse de los brazos de su marido y otros familiares acompañantes.
Al enviarle energía instantáneamente se calmó y se puso a llorar, abrazada a su esposo y a otra mujer que había acudido a nuestra llegada.

Mientras me trataban el chichón reventado con ardiente alcohol y paños húmedos, conversé un buen rato con la enferma. Con suavidad y comprensión le hice ver que cada uno tiene sus cualidades. Que no debía envidiar ni estar anhelosa de otros puntos de vista. Cada uno ha recibido sus propios dones de Dios y eran esos los que ella debía cultivar.
Los otros intervinieron contando que ella poseía muy hermosa voz y había aprendido allí a tocar guitarra. Que desde que había llegado a Cerro Negro, se reunían los fines de semana todos los vecinos, que vivían muy dispersos, y se entretenían haciendo deportes algunos, conversando otros. Ella cantaba y todos empezaron a acompañarla. Que Juana era el alma de la fiesta. Realizaban felices veladas, quedando con ganas de empezar el trabajo semanal y volverse a reunir.

Comprendió la mujer estas y otras consideraciones que le hicimos ver. Se arrepintió, porque no quería revivir la horrible experiencia. Quedó de reconciliarse con el Señor en mi próxima venida. Y nos despedimos dejándola dormir. La otra joven estaba menos complicada. Nos acompañó al lugar de la reunión. Se confesó en el camino y comulgó piadosamente en la misa.
Cómo pude terminamos esa tarde el taller comenzado en la mañana, celebramos la Eucaristía y la gente se dispersó con alegre corazón.
Como de costumbre, me quedé en casa de don Pedro Arcaya, para salir temprano de regreso al día siguiente. Pasé una noche infernal, colmada de pesadillas y crueles dolores de cabeza. No dejé que nadie me acompañara para no molestar a esos buenos hermanos.

No supe cómo llegué. ¡Y qué decir del viaje! Con los ojos cerrados, sin mirar ni admirar paisaje alguno, confiado al instinto del animal. La buena Clemencia me estaba esperando pues sabía lo sucedido. Hizo que me acostara. Antes de almorzar, padre curita, lo curaré y vendaré la mano.
Sólo entonces puse atención a la curiosa herida de mi mano izquierda. Como soy zurdo, con esa mano fue que me protegí de la embestida. La joven apenas me alcanzó a tocar con un dedo, al parecer, y allí había quedado la marca. No era un rasguño sino hecha como con un fierro ardiente de un par de centímetros de diámetro. En ese espacio no había ni rastros de piel en todo su grosor. Una perforación ardiente y dolorosa que tardó semanas en sanar. ¿Cómo resultó si Juana no tenía nada en sus manos cuando me atacó?
El padre Rosales, contó Clemencia, nos decía que hay muchos misterios aquí, padre curita. Y que la aclaratoria no siempre la tenemos.
Tenía razón, señora Clemencia, en todo lo que me avisó ayer: Un caso especial, una quemazón y un golpe. Debió decirme que no fuera.
Padre curita, me sermoneó, usted no me habría hecho caso, y arriba lo necesitaban en todo lo que hizo y enseñó. Y esto va a ser mejor para usted.
¡Cómo que mejor! Si debo tener un tec. Sólo quiero ir hoy mismo al médico.
Sí, yo sé que tiene un tec y el asunto es grave, padre curita. Pero usted no irá a ver a ningún médico. Pronto vendrá la señora Anita. Ella se encargará de su salud y, como le digo padre curita, será mejor para usted. Se curará de esto y de otras malezas que tiene. ¡Ya verá!
Entonces que venga el médico para acá.
Quédese quieto nomás. La señora Anita no tardará, me dijo con firmeza.
Menos mal que no me casé, bromeé.
Alguna mujer se libró, respondió al hilo, sonriendo.

En realidad, no tenía ganas ni fuerzas para ir al médico. Sólo quería silencio, cerrar los ojos y dormirme, dormirme, dorm... Somnoliento, hice un esfuerzo para preguntar:

¿Y quién es la señora Anita?



Texto agregado el 22-07-2010, y leído por 189 visitantes. (3 votos)


Lectores Opinan
14-07-2011 Tengo un cerro negro en mi hacienda en el Perú carelo
26-07-2010 Un placer!Colega!He comenzado a leer tus textos,y descubro,una vida ejemplar.Un abrazo julosan
22-07-2010 Muy bien escrito, no decae en ningún momento. Filiberto
22-07-2010 bueno volpi
 
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