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EL ATAÚD DE ORO



Cobijado entre mantas de algodón y quieto como un muerto, el viejo sepulturero daba los últimos retoques a su obra maestra, un ataúd de oro decorado por uno de los mejores orfebres de la época y diseñado por un fino carpintero de origen italiano. “Si acá voy a descansar para siempre, quiero que sea de la mejor manera” se lo escuchó decir durante muchos años por los pasillos de la morgue.
Toda una vida le llevó la creación de semejante obra de arte. Acostumbrado, como enterrador, a presenciar el deterioro de los ataúdes que día a día depositaba bajo tierra, fue que un día decidió mandar a hacer uno de oro para él. Pero como su precio se elevaba por las nubes, su construcción le demandó treinta de sus mejores años, privándose de todo y de todos aquellos a quien amaba, postergando su vida misma, juntando peso a peso de su modesto sueldo, atento a la cotización de la onza en la bolsa de valores y maldiciendo a veces, como si fuese un experimentado especulador, el alza del precio de las materias primas.
Ahora estaba frente a su obra casi terminada, sólo y ansioso por darle el uso para el que fue fabricado. En algún lugar leyó que los antiguos, creían en los poderes del oro y la vida eterna. Relacionaban la inmortalidad del metal con la inmortalidad del alma y por eso ellos enterraban a sus muertos envueltos en oro.
La capa más baja representaba los años de su juventud, la primera novia que no llegó, el viaje que no realizó jamás, la casa que nunca se materializó. Las otras capas respondían al vacío que las primeras le habían ocasionado y eran más gruesas y consistentes. La última y más fina capa del metal, trabajada por un orfebre, representaba el ocaso de su vida y la recompensa por una vida mejor.
El premio por tantos sacrificios realizados brillaba hasta dejar ciego al más osado. Como un sol, el oro macizo iluminaba la cara del viejo sepulturero, devolviéndole la luz del pasado. Era su orgullo, la razón de su vida.
Dio las últimas instrucciones a su constructor, quien luego de recibir su última paga se retiró. Luego esperó escondido en su casa, disponiendo el terreno para consumar el último acto de su vida.
Esa vida mejor, para la cual se preparó durante tantos años llegó de la manera menos esperada. Un hondo foso, construido por un sabio como él, lo aguardaba expectante, en el medio del jardín. Los grillos retaban a la noche, la tierra lo intimaba desde la oscuridad de las profundidades.
Sus colaboradores estaban por llegar. Pensaba hacerlo él mismo, como estaba estipulado en el plan, pero no fue imperioso. Una traición estaba por consumarse dentro de su casa. El orfebre daba las instrucciones, el carpintero hacía de centinela.
La bala anónima lo sorprendió desde la puerta, la misma puerta, por donde se llevaron el oro.





Texto agregado el 05-08-2010, y leído por 184 visitantes. (3 votos)


Lectores Opinan
21-06-2012 Lindo cuento, suena a cuento de fábula, quizás algún día le escribas una moraleja. ***** GaryLuna
31-01-2011 Me sorprende tu forma tan amena de narrar. Felicitaciones y mis cinco estrellas de oro. ZEPOL
09-08-2010 Buena narración. Me gustó. rigoberto
05-08-2010 La historia está bien contada. El final es previsible, pero es lo de menos porque aunque el lector sepa a dónde lo llevan, el camino es agradable. volpi
05-08-2010 Cierto, buena historia, yo me hubiera detenido un poco más con el desenlace, pero muy bien. De todos modos el muere feliz, así que todos contentos. Egon
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