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No suele ser habitual que todo un roble aparezca en un prado de un día para otro, así que entenderán mi sorpresa. Y yo recorría aquel prado de forma habitual, casi cada día. Me gustaba pasear por aquel antiguo camino que llegaba hasta la colina, desde donde se podía disfrutar de una impresionante vista de la cordillera siempre nevada en sus picos, allí al fondo, como una cortina oscura que contrastaba con el fresco verdor de la hierba alta.

Hace ya años que el último ganadero del pueblo llevaba allí sus vacas a pastar. Pero los nuevos tiempos y las nuevas leyes le obligaron a deshacerse de la mayoría de su ganado. Un fuerte reúma le decidió a venderlo todo y, con el dinero ahorrado, irse a vivir con su hijo, cerca de la costa, a que le diera el solecito. Así que ya nadie pisaba esa hierba y la solitud se convirtió en la protagonista del camino. La solitud y el ruido de mis pasos ensimismados, que me gustaba recorrer aquel prado en silencio, atento al sonido del viento y de los pocos pájaros que pasaban por allí.

Aclaro que yo no soy oriundo. Vine aquí hace algunos años, buscando un lugar tranquilo, aislado de la ciudad. En un cruel accidente de tráfico murió mi mujer junto con mis suegros. Mi mujer y yo teníamos seguros de vida, que contratamos nada más supimos que, por fin, estaba embarazada, pensando en los chiquillos, porque queríamos otro, queríamos la parejita. Pero en lugar de eso encontró la muerte y yo me encontré muerto en vida. Con dinero, sí, pero sin ganas de seguir en mi trabajo, sin ganas de seguir en la ciudad, sin ganas de ver a mis amigos. En realidad, vivía sin ganas. No me suicidé porque hubiera sido acortar mi penitencia. Y debía purgar mis culpas, porque me sentía así, culpable, porque ese coche tenía que haberlo conducido yo, tenía que haber acompañado yo a mis suegros al aeropuerto y no ella. Pero claro, tenía que celebrar la noche anterior un éxito de ventas con los compañeros de trabajo. Tenía que haber bebido demasiado. Tenía que estar resacoso al día siguiente. Y tenía que ver cómo mi mujer, con gesto de fastidio, cogía las llaves y se iba de casa soltando un “está bien, ya los llevo yo” que sonó a reproche. Sí, tenía que purgar mis pecados.

Estaba tan decidido a cambiar de aires que vendí el piso de ambos, aquel que todavía estábamos pagando. Gracias a la increíble subida de precios de la vivienda, logré reunir más de veinte mil euros, una vez pagada la hipoteca. Y con lo del seguro y lo que teníamos ahorrado para nuestro crío, no me fue difícil comprar una casita en un pueblecito. Recuerdo cómo tomé la decisión: cuando vi que cerca de la casa se hallaba aquel prado, aquel camino.

Pero por entonces, ese prado estaba pelado de árboles. Y ahora, tras varios años aquí, ha crecido uno. Así, de golpe. De la noche a la mañana. Me acerqué sigiloso, buscando huellas por todos lados, porque lo primero que me vino a la cabeza es que alguien lo había plantado allí. Pero... ¿quién tendría interés en plantar un roble adulto en medio de la nada? No sé, quizá alguna organización ecologista. O algún hombre que se ha tomado en serio aquello de tener un hijo, escribir un libro y plantar un árbol, quién sabe. Mientras me acercaba, recordé que en el pueblo nadie había comentado nada. Supongo que una cosa así se sabría. Y, por más que miraba, no había huellas por ningún sitio. Llegando al árbol, pude fijarme en sus raíces. No había tierra removida. Era como si siempre hubiera estado allí. Pero yo sabía que no. Anteayer pasé por aquí, ya por la tarde. Y no había roble alguno, ni tan siquiera un arbusto.

Confieso que regresé a casa un tanto aturdido, sin saber muy bien qué hacer o decir. Pensé en hablar con Pascual, el cartero, con quien tenía cierta amistad. Dentro de un par de horas se pasará por el bar de Lucas, a por su carajillo. Allí le comentaría lo del roble y le pediría que me acompañara, que lo viera él mismo con sus propios ojos. Quizá me comentara que lo ha plantado el ayuntamiento, y que ha sido mi inexperta mirada de urbanita la que no ha sido capaz de distinguir cuándo un árbol ha sido recién plantado y cuándo está allí desde toda la vida. A pesar de mi temor al ridículo, confiaba en que fuera la primera opción. Y si era la segunda, compartir entonces mi estupor.

Llegué un rato antes y estuve hojeando un periódico deportivo ya grasiento, aunque mi mirada se dirigía hacia la puerta, esperando que Pascual llegara en cualquier momento. Tras quince largos minutos, el cartero entró. Casi me abalancé sobre él, antes de que ningún otro le liara en una conversación o en una partida de cartas. Mi ímpetu llamó la atención de Pascual, que me miró divertido. Le invité al carajillo y le expliqué que tenía que enseñarle algo, pero que no podía explicarle nada aquí. Por un instante, su semblante se ensombreció:
-¿Ha pasado algo malo? –cuchicheó clavando su mirada en mis ojos.
-No, no es eso –respondí yo, dubitativo-. Supongo que es bueno, pero en realidad no lo sé. Por eso quiero enseñártelo.

Pascual encogió los hombros e hizo el gesto de salir del bar. Dejé un par de monedas en el mostrador y salimos inmediatamente. No hablamos durante el camino, aunque le dije una cosa: “está en el prado”. Eso bastó para que se conformara y para que ambos apretáramos el paso.

Cuando nos acercábamos al recodo del camino tras el cual se veía el roble, el corazón me latía con fuerza. Por un instante, temí que no hubiera árbol alguno, que todo fuera una mala jugada de mi imaginación y que, en vez de hacer el ridículo, acabara ante los ojos de Pascual –y, por lo tanto, ante todo el pueblo- como un loco.

Pero no. Allí estaba.

Miré el rostro del cartero, buscando su expresión. Y encontré que, a pesar de su disimulo, estaba sorprendido. Tras quedarse un segundo parado, aceleró el paso y se acercó al roble. Obviamente, pensó lo mismo que yo, quería comprobar si estaba plantado hace poco. Dejé que llegara antes, era como verme a mí mismo hace tan sólo un par de horas. Se agachó entre las altas hierbas mirando las raíces y, cuando estuve a su altura, ya incorporado, pude ver que estaba realmente muy, pero que muy sorprendido.
-¿Cuándo lo has visto? –me preguntó señalando al roble.
-Hace un par de horas.
-¿Y ayer?
-Ayer no pasé por aquí, pero anteayer sí y no estaba.

Nos quedamos los dos en silencio mirando el roble. El viento soplaba suave. Oí un graznido no muy lejano.

-¿Qué piensas? –pregunté a Pascual.
-No sabría qué decirte –dijo cabeceando-, esto es rarísimo.
-¿Y qué hacemos ahora? ¿Se lo decimos al...?
Pascual me interrumpió.
-¿Se lo has dicho a alguien más?
-No, sólo a ti. Ya sabes, no hablo con mucha gente yo.
-Yo, en cambio, hablo con todos. Y nadie me ha comentado nada. ¿Ves a mucha gente por aquí en tus paseos?
-La verdad es que no, esto suele estar siempre solitario. Supongo que los demás prefieren el camino que orilla el río.
-Ya. Claro.

Nos quedamos unos segundos en silencio.
-¿Entonces...? –inquirí.
-Bueno, podemos esperar a ver qué pasa, ¿no crees?

Cruzamos las miradas y asentí con la cabeza. Me parecía bien. Esperaríamos a ver qué.

Al día siguiente, lo primero que hice nada más levantarme, fue ir hacia el roble. Seguía allí, nada había cambiado. Y tampoco vi a nadie. Me dirigí hacia el pueblo a realizar unas cuantas compras y ver si, de paso, alguien comentaba algo. Pero no, yo no dije nada y nadie sacó el tema. Eso quería decir que no se habían dado cuenta, al menos todavía. Un rato más tarde, ya en casa, apareció el cartero. Hizo como si me entregara una carta y, entre dientes, me citó para la tarde en el roble. Yo le seguí el juego, aunque reconozco que tuve que contener la risa. No sé si fue que me hizo gracia tanto misterio o es que me puso nervioso. De todas formas, por la tarde estuve allí, puntual, como suele ser habitual en mí. Pascual se retrasó un par de minutos, a lo sumo.

Nos quedamos mirando el roble buscando no sé bien qué, como esperando que sucediera algo, una señal, alguna transformación. Pero no ocurría nada.
-¿Te has dado cuenta de una cosa? –me preguntó sin mirarme.
Negué sacudiendo la cabeza.
-Ningún pájaro ha hecho su nido aquí. ¡Y no será por falta de ramaje!
-Quizá es demasiado pronto. O demasiado solitario.
-Sí... quizá....
Se notaba que estaba pensando en algo, no le habían convencido mis respuestas.
-O quizá es que no se fían.
Noté un pequeño estremecimiento. La tarde se levantaba fresca. El otoño se nos alejaba.


A raíz del terrible accidente, un horrible sueño se me repetía una y otra vez: conducía yo nuestro coche cuando, de pronto, cruzaba mi mujer. Se me ahogaba un grito en la garganta y, a pesar de mis maniobras, la atropellaba. De repente, mis suegros, cubiertos de sangre, se asomaban por la ventanilla tachándome de “sucio”. Mi mujer se ponía de pie y, con aquella horrible mancha en el rostro, me decía algo que no llegaba a entender, pero sí el tono, que era también de reproche cansado, con hastío. Yo quería explicar, quería darme a entender, pero no me dejaban hablar y me ponía cada vez más nervioso, y más, y más, y más... Hasta que me despertaba a punto de reventar entre palpitaciones y empapado de un fino sudor frío. Tras instalarme aquí, ese sueño fue remitiendo, aunque sin desaparecer. Podían pasar semanas enteras sin asomo de esa pesadilla. Pero acababa repitiéndose; a veces más breve, con alguna ligera variación, pero el mismo sueño, las mismas palpitaciones, la misma angustia.

Esa tarde me había quedado dormido tras tomar el café. Me sentía cansado y me tumbé en la cama con una novela. No había acabado una página cuando me quedé frito. Y me atacó la pesadilla. Así que, tras echarme agua por la cara, salí a dar un paseo al prado. El roble seguía allí, nadie más que Pascual y yo lo conocíamos, era, por tanto, nuestro secreto. Me senté en el suelo apoyando la espalda en el roble, con mucho cuidado, como si comprobase primero la fragilidad del árbol. Fui recuperando lentamente la respiración, la brisa que soplaba esa tarde terminó de secarme el rostro. Cerré los ojos apoyando mi cabeza en el roble. Acabé durmiendo durante un rato, hasta que me despertó un graznido cercano. Me incorporé relajado, apoyando mi mano en el tronco. Quizá fueran imaginaciones mías, pero creí sentir como una suave palpitación. Y, casi sin darme cuenta, me encontré sonriendo al roble. Suena extraño, ya sé, pero me sentí bien.

Durante las semanas siguientes, el árbol sirvió de antena para mis encuentros con Pascual. Si antes recorría ese camino con frecuencia, ahora lo hacía todos los días, y dos veces. Por la mañana, nada más despertarme, sin esperar al desayuno me dirigía al roble, calladamente lo saludaba y me volvía. Realizaba mis tareas sin pensar en el árbol hasta bien iniciada la tarde, en que volvía otra vez para encontrarme allí a Pascual, quien por lo general llegaba antes que yo, sentado a la sombra del roble. Nuestros encuentros eran mudos, apenas intercambiábamos palabras. Simplemente nos sentábamos allí, mirando el horizonte, nuestras espaldas apoyadas en el tronco.
Algunas veces masticaba una brizna de hierba.
Pero sólo a veces.

Dos semanas después, en uno de nuestros encuentros, Pascual se incorporó y dijo:
-Voy a subirme.

Me lo quedé mirando sin saber qué decir. Sólo le miré, expectante. Pascual fue tanteando las ramas despacio, buscando aquellas más robustas donde agarrarse, buscando los huecos donde apoyar los pies, con una ligereza impropia de su edad, pero que a uno le parece natural entre gente criada en el campo. Se sentó en la copa del roble, con un pie colgándole de una rama.

-¿Qué ves desde allí? –le pregunté.
-Nada en especial, lo de siempre –me respondió encogiéndose de hombros.

Pero otra pregunta me latía.

-Y... ¿Qué... qué sientes?

Pascual pareció meditar la respuesta.

-Sube tú, es lo mejor.

¿Yo?, me dije, si yo jamás me he subido a un árbol. Aun así, me incorporé y preso de una especie de respeto, fui iniciando mi escalada, siguiendo los consejos de Pascual –“apoya el pie, ahí, eso es, ahora agárrate en esa rama, un poco más arriba, eso, ya casi estás”- hasta que me encontré sentado en otra poderosa rama, un poco más debajo de donde se hallaba el cartero.
De pronto, me reí. Se me escapó una carcajada divertida. Pascual me miró interrogativo, pero sonriente.

-No sé... dos hombres ya con una edad, subidos aquí, como si fuéramos dos mochuelos...

Dibujó una sonrisa, pero no dijo nada más. A mí me dio un poco la risa tonta y no se me pasaba del todo, así que opté para mirar para otro lado, un tanto avergonzado por sentirme como un chiquillo que se ríe estúpidamente en un momento inoportuno. No quería ver el rostro de Pascual temiendo un gesto de reproche, pero acabé mirándole y vi, para mi alivio, que se estaba también él conteniendo la risa. Ahí ya no pudimos más y ambos estallamos en una sonora carcajada. El ataque de risa fue tal, que acabé cayéndome del roble dando una torpe voltereta por entre la alta hierba que crecía entre las raíces. A pesar de que me golpeé la espalda, no pude dejar de reír mientras soltaba algún “Ayyy” más protocolario que otra cosa. Fueron sólo unos breves instantes, dos o tres minutos a lo sumo, pero me dolían las mejillas, sentía punzadas en la tripa y, por primera vez en mucho tiempo, pasado ya el ataque, me sentí feliz.

Seguimos con nuestros encuentros con el árbol y, si bien no se volvieron a repetir las carcajadas, sí que notaba que el roble me había dejado de producir nerviosismo, que había desaparecido aquella sensación de misterio, de extrañeza. Ahora me descubría silbando por la casa, incluso por la calle, cuando paseaba realizando mis recados. Pascual, lógicamente, fue el primero en notármelo.

-¡Cualquiera diría que te has echado novia, Pablo! –y me guiñaba un ojo.
Yo sonreía cómplice porque él bien sabía que no, que desde la muerte de Eva no había vuelto a salir con nadie más. Caramba, Eva... Lo curioso es que, en más de una ocasión, me descubría recordándola en algún momento de felicidad, o pensando “esta película le gustaría a Eva, seguro, con lo que le emocionaban los dramas románticos”, o pensando en que Eva me miraría divertida cuando me subía a las ramas del roble, sobre todo ahora que se acercaba la primavera, y yo sofocado más por mi poca pericia que por el esfuerzo, seguro que sí, seguro que estaría ahí abajo, con una mano apoyada en su cadera y la otra de visera, para taparse del sol, mientras su mirada revelaría que “míralo, como un chiquillo”, y yo sentado entre las ramas del roble, de este extraño roble que un buen día apareció y del que ya no me importaba más cómo sucedió, ni cómo ni por qué está aquí, tan sólo lo disfruto, así, sin más, como a un viejo amigo que me regala su silenciosa compañía.

A pesar de que durante las fiestas patronales, al final del invierno, el pueblo se llena más que nunca por la presencia de aquellos que se fueron y retornan ahora con sus hijos, el secreto de la existencia del roble siguió inmaculado. Si me detenía a pensarlo me parecía muy extraño, puesto que las vistas a aquella cordillera el prado no dejaban de ser muy bonitos, así que costaba creer que nadie, en todos esos meses, le hubiera dado por pasear por allí. Quizá lo hizo alguien y no le dio importancia a la existencia de aquel roble. Quizá. Pero bueno, qué importaba eso.

Lo que sí me importó fueron las primeras tormentas que anunciaban la llegada de la primavera. Por allí el invierno tenía por costumbre despedirse así, entre rayos y truenos. Hasta ahora se habían sucedido de forma muy tímida, apenas cuatro gotas de lluvia mal caídas, que lo único que provocaban era la subida del bochorno. Pero yo sabía que las tormentas, con potente aparato eléctrico, no tardarían en llegar. Y un árbol así, solo en medio de un prado, era la víctima propicia para convertirse en un pararrayos. Temía, como es obvio, que acabara chamuscado. Pero a pesar de esa inquietud, había en mí una cierta confianza, una sensación de que el roble estaba por encima de esas preocupaciones terrenales. Sé que suena estúpido, o exagerado, incluso admito que pensar así no dejaba de esconder cierto respeto religioso, algo quizá lógico en otras épocas, donde las religiones eran animistas y todo ser vivo tenía su alma, pero impropio en nuestro siglo, en nuestra época. Cuando me asaltaba ese temor miraba a través de la ventana hacia allí, hacia el lugar donde sabía que estaba el roble. Aunque no lo veía, sabía que seguía allí y que todo estaba bien.

Algo muy diferente a lo que sentí cuando la tormenta llegó. Todo el día estuvo el cielo amenazador: las nubes parecían llegar de todas partes, acumulándose, amontonándose unas a otras, rumoreando entre ellas, oscureciendo cada vez más lo que debía ser un día soleado de finales de marzo. Nada más comenzar la tarde, llegó el primer trueno.

Colosal, brutal, como un lejano y enorme cañonazo.

Rompió a llover con furia, como si las gotas fueran más gruesas de lo normal, empapando las calles en segundos. Nuevo fuerte trueno y esta vez sí, esta vez vi el rayo. Cayeron varios seguidos, iluminando las oscuras calles del pueblo y, de pronto, las oscuras casas, ya que se nos fue corriente eléctrica, como cada vez que cae una tormenta así. Cuando eso pasa, me siento al lado de una ventana, corro los visillos y me dedico a mirar como llueve. No digo que me gusten las tormentas, pero no suelen asustarme, la verdad. Y siento cierta satisfacción estando al abrigo de mi hogar mientras allá fuera se desata la furia de los elementos. Pero en esta ocasión era distinto. Estaba el roble. Y, a cada segundo que pasaba, parecía más improbable que sobreviviera. Eran demasiados rayos, demasiados...

La tormenta duró apenas un cuarto de hora. Esperé unos instantes más, hasta que vi que el sol asomaba por una esquina del cielo. Sin pensar en que todo estaría encharcado, me dirigí al camino del prado. Temía lo peor y no podía esperar más.

Cuando enfilaba el camino, alguien me llamó a mis espaldas. Me giré sorprendido: era Pascual. Le esperé, sabía que temía lo mismo que yo, sobre todo cuando llegó a mi altura y en sus ojos se dibujaba la preocupación. Sin decir nada, continuamos nuestra marcha salpicándonos del barro y de los charcos del camino. Doblamos el recodo desde donde se divisaba el roble y...

...y no estaba. Mezcla de pesar, de decepción y de un “!ya lo sabía, Dios!” mis brazos se dejaron caer pesados y frené el paso. Pascual apoyó su mano en mi hombro y seguimos caminando, ahora más despacio. Era como si temes ver la herida abierta en un accidentado de tráfico, me daba pavor ver la huella del rayo, las cenizas que debían quedar del árbol. Seguramente le habían caído varios, o uno muy potente, porque no se adivinaba nada ni de su tronco ni de su magnífica copa.

Pero cuando llegamos al lugar, no vimos nada. No había señales de que hubiera caído ningún rayo. Ni tampoco de que allí hubiera ningún árbol, tan sólo un leve claro entre la espesa y ahora húmeda hierba. Revisamos ambos el suelo, caminamos dando vueltas, recorrimos el prado buscando en otros sitios, aun sabiendo que era aquel lugar donde estaba el roble y no en ningún otro. Pero al margen del ruido de nuestros pies chapoteando por todos lados, allí no había nada más. Ni rastro de nuestro roble.

Con la respiración agitada, estuvimos un rato con los brazos en jarra los dos, a unos metros de distancia, mirando en la lontananza, como si buscáramos una señal. Pero la única señal que encontramos en aquellos instantes fueron nuestras miradas cruzadas, perplejas e interrogativas. Hasta que, de pronto, me asaltó una idea:

“Te has salvado, viejo amigo”.

Tras lo cual, se me dibujó una sonrisa. Justo en el instante en el que se levantó una fresca brisa y justo en el momento en que el sol volvió para anunciar el atardecer. Creo que Pascual llegó a pensar lo mismo. Oí un grillo. Me miré los pies, repletos de barro. Sería cuestión de marchar a casa, a por una buena ducha. Pascual me siguió, separándonos al terminar el camino. Ninguno dijo nada, pero tampoco hacía falta. Ambos sonreíamos satisfechos.

Esa noche soñé. Pero no fue ninguna pesadilla. Soñé con el roble. Y, en su copa, Eva reía divertida con sus pies desnudos colgando de una fuerte rama, mientras yo la miraba complacido, con una mano en la cadera y la otra haciéndome visera, tapándome los ojos de un suave y luminoso sol.



Texto agregado el 06-07-2004, y leído por 951 visitantes. (9 votos)


Lectores Opinan
23-08-2008 siempre me queda las ganas de seguir leyendo ..***** saludos Edel. edelweis
09-04-2005 Lo siento, pensé igual en un momento, muy determinado que la complicidad del prota y pascual era más que una simple amistad. Me gusta la sencillez con la que describes, hace que entre tranquilamente en el cine y me siente a ver una peli que me conmueve.Mis saludos. iolanthe
18-11-2004 Pd: pido disculpas por la dislexia de la que doy gala en el anterior comentario, a veces pasa. Eddy_Howell
18-11-2004 Este cuento es como esas buenas películas que se aparecen de vez en cuando, y las vas viendo con una sonrisilla en los labios y al final dices "joder, que buena es, como me ha gustado". Pues con a mi me ha pasado lo mismo con el cuento, me ha fascinado. Un saludo. Eddy_Howell
10-10-2004 ¡Qué buen cuento!, lo encontré fantástico. El Roble ¿no era el árbol sagrado de los Celtas? Te entrego mis 5 * jorval
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