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El mar comienza un viernes

Amanece muy despacio, un desperezar de nubes. Vuela una hilera de ventanillas sobre la ruta que cose a Villa Gessell en la costa. Hace poco más de siete horas que cincuenta cabezas somnolientas salieron de sus casas y tienen ganas de que termine tanto viaje. Quienes no pudieron cerrar los ojos durante la travesía siguen en lo suyo: mate y termo, libro de letra grande, cables conectados a sus oídos en la sintonía de radios o música. Afuera es viernes pero a nadie le importa el almanaque cuando es enero y está de vacaciones. Debe hacer frío porque los empleados de una estación de servicio pasan con pulóveres instantáneos, pero eso tampoco interesa cuando la obligación es tener calor, ser joven, tostarse.
Aparto la cortina sin color para comprobar que el mundo es ahora esto: casas bajas al costado de un camino de asfalto que se hace llamar ruta. Veo a dos mujeres reírse allá lejos, dentro de su auto, detenidas por la irritada vigilia del semáforo. Mayúsculo, el rostro de Landriscina quiere venderme yerba bajo seis focos sin pudor.
Recostado en mi hombro, el muchachito que me acompaña bosteza, sonríe a mi cara sin afeitar. Lo palmeo en el hombro.
A vos solo se te ocurre llevar un pibe de doce años de vacaciones, dijo Graciela, madre del chico, cuando nos despedía en la terminal. La miré despacio en su belleza de treinta y cinco años bien bebidos, subí el equipaje de los dos, susurré te llamo en cuanto lleguemos dándole un beso que me recordó otras noches.
En este momento algunos tipos pasan en bicicleta con bolsos azules, protagonistas de un mundo sin descanso. Miran el pavimento en silencio. ¿Qué pensarán?.
Ella y yo estuvimos hace años por estas playas, miramos el mismo amanecer, su cara apareció entre la penumbra y yo me enamoré para siempre.
Mariano, hijo mayor casi adolescente, es el primero en pararse cuando el ómnibus se detiene. Gessell, grita sin ganas el chofer. Su acompañante pasa despertando remisos. Bajamos hechos marionetas desacostumbradas a estar sin piolines que las manejen. Recibo las valijas desde el buche del mamotreto, extiendo algunas monedas, saco un cigarrillo, el encendedor de plástico.
La sombra del muchcachito y la mía tironean hacia fuera por entre el olor a meada característico de los andenes. Sobre el infaltable banco duerme una vieja tapada de diarios. A pocos pasos de allí empieza la arena. Caminamos sin apuro, el sol primero nos pega brochazos acá y allá. Subimos la espalda de un médano, aparece el mar.
Mariano corre, deja caer su equipaje, detiene la marcha frente al agua salada que protesta espuma tan a lo ancho como da la vista. Tiene galletitas en las manos, que van hacia sus pies hundidos. Diez metros atrás, fumando postales de humo, soy testigo de la inauguración del mar en su vida. Algunas gaviotas lo sobrevuelan para comer migas. El viento salado borra las pisadas. Sólo queda arena. Como siempre.

Texto agregado el 19-09-2010, y leído por 118 visitantes. (3 votos)


Lectores Opinan
26-09-2010 Muy bueno me gusto pude transportarme a lugares y situaciones que alguna vez vivi, eso hace que me pueda meter en la historia. carruaje
20-09-2010 Muy bueno,me gustó,lo disfruté escofina
20-09-2010 Hermoso cuento, noble gesto! ,mis***** nanajua
 
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