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Con el alimento en la boca


Llevábamos meses recorriendo ciudades y pueblos, por la costa y por los valles, de norte a sur como vagabundos errantes sin destino aparente. El espectáculo, alicaído como planta sin agua, necesitaba con urgencia nuevos aires, los que despejarían las nubes de incertidumbre causadas por el escaso dinero recaudado en las últimas funciones y el que se invirtió casi por completo en comprar el petróleo necesario para movernos al próximo destino, en donde debíamos encontrar la gloria o bien la muerte nos ahogaría en un mar de pifias... -y así las deudas impagas cavarán a este pobre circo su tumba, mientras los acreedores cubrirán uno a uno el famélico cadáver con papeles y mamotretos- nos dijo con un pesimismo gastado y ronco nuestro compañero cuando nos fue a charlar en solitario horas antes que nos marchásemos de aquel lugar.

Al llegar al nuevo pueblo, nuestro jefe desembarcó tal como lo haría un navegante al descubrir nuevas tierras, su cara llena de satisfacción no se condecía con la realidad, pues el viejo había maquinado un plan maestro para salvarnos del estanco. El plan consistía básicamente en renovar totalmente los actos y para esto, escogió los más difíciles y extremos de cada disciplina, dándonos solo una semana para estrenarlos. Al séptimo día, mi hermano y yo nos encontrábamos rendidos, la escasez de alimento y la presión por lograr a la perfección la rutina encomendada nos tenía al borde del colapso, nuestro malestar no pasaba inadvertido, todos lo notaban y especulaban al respecto -el acto es demasiado peligroso bajo estas circunstancias, apenas hemos comido, cualquiera tarado se daría cuenta- argumentó nuestro compañero, mas el jefe cegado por lograr el éxito no escucho sus quejas y le advirtió -te puedes ir cuando quieras y si lo haces, yo mismo tomaré tu puesto- a lo que nuestro compañero respondió sin palabra alguna, tomó sus pocas pertenencia y despidiéndose cálidamente de mi hermano y de mi, alejó su triste figura del campamento -¡los cobardes no tienen cabida en este circo, sin cojones no hay éxito!- rujió aguda y estridentemente el jefe, lo que fue replicado con las miradas pensativas y poco auguriosas de los presente, más nadie se atrevió a sugerirle cosa alguna ni a mencionar la más mínima advertencia.

Al caer la tarde comenzó el show con gran éxito, el plan de nuestro jefe estaba dando resultados y el público enfervorizado aplaudía con deleite la sucesión de cada rutina. Luego de que los malabaristas salieran vitoreados al concluir no sin dificultades su complicada y casi extravagante presentación, llegó nuestro turno. El jefe nos esperaba con estampa triunfal en el centro del ruedo sin percatarse que, vestido con el traje de nuestro otrora compañero, parecía una prieta rechoncha y sudada en grasa. El presentador en tato, micrófono en mano gesticulaba rimbombante nuestros nombres artísticos mientras el público expectante hacía sonar sus palmas, cosa que en otro momento habría disfrutado y agradecido, mas con el estómago vacío el desdén me lo impidió -solo un pedazo de carne tierna en mi boca aplacaría mi mal humor- pensé lacónico mientras observaba una pareja en el público que celebraba con entusiasmo mi acicalado traje a rayas.

Comenzamos nuestra rutina y a medida que aplicábamos más tensión y complejidad a esta, los nervios del jefe comenzaron a aflorar. Notoriamente abrumado nos gritaba órdenes con insegura prepotencia, alargando las palabras, haciendo pausas eternas, moviéndose errática y bruscamente, mirándonos de reojo, con desconfianza, olvidando por cierto, que esta es alimento para la ira.

Una vez llegado el momento culmine de nuestro acto, el presentador pidió el más absoluto de los silencios para permitir que se realizase, según dijo con voz fuerte y ronca -un acto nunca antes visto en la región y que requiere de mucha concentración y arrojo- a lo que el publico obedeció de inmediato sin antes exclamar de emoción. Yo ya estaba frente al jefe, el que arremangándose las mangas se frotó la sien intentando despejar el abundante sudor que le impedía mantener su mirada fija en mis ojos. De pronto emitió una especie de alarido, rompiendo con esto el silencio sepulcral que se había logrado imponer en la carpa, yo le respondí más fuerte aún, con una furia incontrolable y desmedida; era la señal para que procediera, a lo que con decisión tomó un tranco directo hacia mí, abrió mi quijada introduciendo con sorprendente agilidad su gorda cabeza en mi boca y yo, siguiendo un fuerte instinto ancestral la cerré con todas mis fuerzas para así evitar su fuga y comencé a engullir todo lo que pude antes que mi hermano, que ya se había abalanzado, me quitase con sus garras la porción que le correspondía.

Texto agregado el 06-01-2011, y leído por 151 visitantes. (0 votos)


Lectores Opinan
06-01-2011 Buena la idea, pero trastabilla. NeweN
06-01-2011 Muy bueno. Gracias. luis daywaskya
 
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