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Penumbra

Era pasada la medianoche cuando sonó el teléfono.
—¿Si? —una voz ronca y soñolienta se propagó durante unos segundos por el auricular.
—Héctor ¿Estabas dormido?
—Bien, lo intentaba ¿Ocurre algo?
—No. Me costaba dormir y quería hablar contigo. ¿Qué tal ha ido el día?
—Sandra… ya lo hablamos esta tarde ¿Tendré que hacerte un parte cada hora? —Sandra no respondió—. Perdona. Estoy muy cansado.
—Vale, no te molesto, buenas noches.
—Espera ¿Va todo bien?
—No sé, me cuesta dormir, ya sabes… —Sandra hizo una pausa— Me pareció oír ruidos en el jardín.
—Ya te dije que eran los conejos. Y ahora no te quejes, que la idea fue tuya —respondió con fingido reproche.
—Los compré por los críos, pero de todas formas, no es eso. No sé… es como si alguien intentara forzar la verja.
—Seguro que es el viento, so miedosa— dijo él en tono de burla intentando suavizar la situación.
—Será que te echo de menos.
— Yo también, cielo. Ahora intenta dormir ¿vale?
—Está bien, buenas noches.
Héctor colgó. Se estiró sobre la cama y clavó la vista en el techo. La conversación con su mujer le había desvelado. No estaba seguro de haber hecho bien al aceptar dirigir aquel seminario fuera de la ciudad, aunque sólo se tratasen de un par de semanas. Le preocupaba Sandra, no era tanto por las paranoias que últimamente la desvelaban por la noche (hoy había sido los ruidos en el jardín, ayer unos pasos que creyó oír sobre el tejado de la galería, el otro día, una extraña silueta en mitad de la calle), sino que, desde que habían decidido mudarse a Bélgica, ella había empezado a comportarse de manera distinta.
Adaptarse a un país extranjero siempre requiere un cierto tiempo, y más si uno deja de pronto el benevolente escenario azul del levante español por el anodino y sempiterno cielo gris del paisaje belga. La oportunidad de conseguir una plaza fija en la Universidad de Liège (y con ello la de doblar el sueldo) había resultado demasiado tentadora para poder negarse. Todo el mundo les había animado a dar el paso (a pesar de la ausencia y la distancia, no sólo la del matrimonio, también estaba la de Ángel y Celia, los dos pequeños), era obvio que, ante los problemas que planteaba la actual crisis económica, resultaba cosa de necios desperdiciar cualquier situación de mejora. Sólo una persona se había mostrado reticente a la marcha, la tía de Sandra. Liège es la ciudad más fea de Europa, había sentenciado ella. Pero ellos (sobre todo Héctor) tomaron su postura como la propia de una aguafiestas. No sabe cómo dárselas de trotamundos, había bromeado él, y lo que realmente le jode es vivir anclada a una mierda de trabajo y al gilipollas de su marido.
Cuatro meses más tarde, en mitad de la crudeza del invierno, Sandra empezaba a pensar que las palabras de su tía no habían sido fruto de la envidia, sino que se trataba de un intento por advertirla sobre algo que sobrevolaba aquel paraje; no se refería al clima, ni a su nulo encanto urbanístico, ni siquiera a los problemas de idioma o de cultura. Era más bien un pensamiento más volátil e inexplicable, que te acometía de pronto dejándote una extraña sensación de inquietud. Sandra lo experimentó a los pocos días de su llegada.
Liège era una ciudad sumida en la penumbra. La penumbra empezaba al amanecer y se extendía durante el día, cuando la luz del sol se filtraba desvaída a través de una neblina del aspecto de los algodones sucios. Pero no se trataba sólo de aquella mortecina luz natural de la cual Sandra había sido prevenida: había penumbra en los espacios cerrados, en los bares, en las tiendas, en lo restaurantes, en el interior de las casas (una ejemplar conducta hacia el ahorro energético, había manifestado Héctor); penumbra en las calles, alumbradas débilmente por siniestras farolas; penumbra en las avenidas, en las carreteras, en los parques desiertos. Penumbra, incluso, en las miradas de los habitantes de aquella ciudad que a Sandra se le antojaba como un pueblo fantasma.

Había transcurrido una semana justa desde que Héctor se había marchado, cuando se produjo el incidente de los conejos.
—¡Mamá, mamá!
—¡Corre, ven!
Las voces histéricas de los dos niños se propagaron por toda la casa.
—¡Mamá!
Sandra se encontraba tendiendo la ropa en la galería. Al escuchar el alboroto que provenía de la parte trasera, salió apresurada hacia el jardín. Encontró a Celia y a Ángel cabizbajos, plantados en mitad de la nieve. Se aproximó hacia ellos y desvió la vista hacia la punta de sus zapatos. A escasos centímetros de sus pies, sobre el suelo blanco, se extendía una mancha de un brillante rojo intenso. En mitad de ella, descansaban los cuerpos de los dos conejos. Habían sido degollados.
Sandra condujo a los dos niños hacia el interior de la casa. Ángel, el mayor, empezó a sollozar y ella intentó calmarle. Le explicó que probablemente había sido un lobo, o un zorro hambriento.
—¿Te acuerdas de aquel documental? Aquél donde salía una mamá zorro que debía alimentar a sus crías…
Ángel asintió con la cabeza. Sandra continuó hablando, sin embargo, no pudo apartar de su mente la imagen de los dos diminutos cadáveres sobre la nieve, las cabezas perfectamente diseccionadas, un corte muy alejado a las dentelladas de una bestia.

—Te dije que no eran invenciones mías.
Sandra sostenía el auricular con la mano izquierda, mientras que con la derecha se pellizcaba pequeños trozos de piel muerta de los labios.
—Seguro que no ha sido más que una gamberrada.
—Claro, tú quítale importancia. Si hubieras visto la cara que pusieron los niños…
—Joder, Sandra, ya lo sé ¿Pero qué quieres que haga?— Sandra no contestó— Sólo queda una semana, una semana y todo habrá pasado…
—No es eso. Héctor… No sé… Quizá se trate de esta ciudad…
—Ten paciencia, por favor… Ya verás cuando llegue el verano... Todos nuestros amigos asfixiándose y nosotros aquí, tan fresquitos…
Sandra se rió ante el comentario. Sabía que Héctor se había esforzado mucho para que ella se sintiera bien. En un intento de ahuyentar el tema de los conejos, le explicó que su amiga Marisa le había llamado, que se había enamorado de un compañero de trabajo y que se divorciaba. Espero que a ti no te pase lo mismo, bromeó.
—Sandra —le dijo Héctor antes de colgar— si tienes cualquier problema, avisa a Ahmed.
Ahmed vivía en el piso de arriba, era de origen argelino, aunque hacía más de media vida que vivía en Liège. Tenía cuarenta años, era propietario de varios restaurantes y, para asombro de Sandra, estaba soltero. Era el primer árabe que conocía de esa edad que no estuviese casado, claro que tampoco conocía a muchos. Era muy prudente y se mostraba cariñoso con los niños. Pero a pesar de todas aquellas cualidades, Sandra no había pasado más allá de la correcta (y distante) cordialidad propia de los vecinos.

Aquel invierno en Bélgica estaba siendo el más crudo desde hacía cinco décadas. Una gran nevada había paralizado el país durante unos días, y Liège no fue una excepción. La nieve inundaba a sus anchas calles y carreteras, y no habían suficientes máquinas ni operarios para poder quitarla. Sandra y los niños hacía tres días que no salían de casa. Una muralla de nieve les atrincheraba en su interior.
La noche del viernes, justo el día que debería haber vuelto Héctor si las inclemencias de tiempo lo hubieran permitido, en mitad de la madrugada, se escucharon desde la casa unos gritos aterradores. La policía pudo acceder al hogar pasadas las dos horas. Les había avisado Ahmed. El escenario que encontraron fue demoledor. En medio del salón, sobre una alfombra blanca, se extendía una mancha de un brillante rojo intenso. En mitad de ella, descansaban los cuerpos de los dos niños. Habían sido degollados.
Sandra estaba con vida, tenía heridas en las manos y en los brazos, y la ropa bañada en sangre. Permanecía sentada en un taburete de la cocina, con la vista perdida en la lámpara del techo. La policía científica rastreaba la puerta que accedía al jardín, en busca de pruebas. Sandra no había pronunciado una palabra. De pronto, se levantó.
—Tengo que salir. Debo comprar unas bombillas que alumbren más.
Un policía la detuvo con delicadeza, tomándola del brazo. Mientras tanto, en la escalera del edificio, otro policía interrogaba a Ahmed.
— Vi cómo lo hacía… Estaba asomado a la ventana y pude ver cómo los degollaba.
—¿Fue testigo del asesinato de esos niños?
—¿Los niños? —tragó saliva antes de continuar —Me refiero a los conejos. Sandra los mató.




Texto agregado el 16-04-2011, y leído por 264 visitantes. (2 votos)


Lectores Opinan
11-09-2011 Qué angustia! Muy bien llevado, muy bien descrito, la depresión, el clima, el ambiente... da escalofríos! ikalinen
17-04-2011 Un suspenso que atormenta...esta historia la he visualizado como si fuera una pelicula. Me gustó mucho. galadrielle
16-04-2011 Pues se han levantado todos de la mesa y yo estoy aún pensando qué comimos... Desconcierta tu final. A partir de allí empieza el otro relato. mardanw
 
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