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La muerte se citó en un puente




Encontraron los cuerpos en la orilla del río, amoratados e hinchados. La corriente, probablemente, los había arrastrado hasta allí desde el puente que había a un kilómetro más arriba, depositándolos como los restos de un naufragio. La primera hipótesis que se barajó fue la del suicidio, envuelta por tintes románticos que especulaban sobre qué tipo de enfermiza relación tendría aquella joven de apenas dieciocho años y aquel tipo de sobrepasados los sesenta para llevarles ante aquella fatal decisión. Cuando llegaron las familias, la conmoción fue tremenda, y ambas dieron un dato exacto acerca de las víctimas: no tenían ni idea de que vínculo podía unirles.

Clara se despertó de la siesta de buen humor, no en vano aquel era el día que había estado esperando desde hacía meses: por fin había conseguido citarse con él, a la entrada del puente que conducía a la otra parte de la ciudad. Eligió vestirse con su traje favorito, en tonos morados y un pañuelo a juego atado a la cabeza. Al marcharse, mintió a su madre sobre el destino de su salida, diciéndole que debía ir a la biblioteca de la facultad a repasar ciertos libros. Lo que menos le apetecía en aquel momento era someterse al interrogatorio propio de su progenitora cada vez que quedaba con alguien que ella no conocía. Al doblar la primera esquina, la brusquedad del viento la sorprendió, alborotando sus cabellos, que como milimétricos látigos le azotaron el rostro.

— ¿Dónde vas a estas horas? Prometiste quedarte para ayudarme a descolgar las cortinas…
Ernesto estaba en el recibidor colocándose su vieja chaqueta de piel, mientras la voz de su mujer le gritaba desde la cocina.
—He de hacer un encargo para la tienda —le mintió.
Apareció entonces Rosalía por la puerta del pasillo con algo entre las manos.
—Ya que no puedo hacer nada para que te quedes, al menos hazme caso y póntelo —le dijo ofreciéndole un gorro —Hoy hace un viento tremendo.
Ernesto salió de su casa y, al sentir como el aire le despeinaba los pocos cabellos que, sin fortuna, intentaban camuflar su incipiente calva, se cubrió la cabeza con el gorro que minutos antes le había dado su mujer y sonrió. Una sonrisa apenas perceptible, acaso una mueca, una respuesta instintiva y burlona a lo que en aquel momento se dijo para sí: por lo menos, aún le hago caso en algo.

El cuerpo sin vida de Clara yacía sobre una camilla, oculto tras una sábana; lo único que sobresalía era una punta de su vestido violáceo, convertido en un jirón de tela empapado y manchado de barro. Rosalía, en la orilla, lloraba sin consuelo, implorando al cielo palabras ininteligibles, mientras sus manos agarraban con fuerza un gorro, que, al igual que el vestido —al igual que los cuerpos—, había pasado a ser un sucio harapo.

Clara se detuvo en dos ocasiones antes de llegar al puente. La primera fue en el bar que había en la plaza del Campanario. Entró sólo para ir al lavabo, pero estuvo apenas un instante, ya que lo que buscaba era un espejo donde mirarse y lo único que encontró fue una fría pared de baldosas blancas. Aquel maldito viento seguro que la había despeinado y quería comprobar si aún estaba presentable para que su desconocido amante no saliera corriendo al verla. Qué estupidez, pensó, lo suyo iba mucho más allá que la atracción física —o así era lo que se había obligado a creer—. La segunda parada fue casual. Caminaba por la Rambla Principal, una extensa avenida bordeada de acacias, en cuyo tramo intermedio se exponían, como tapices de vivos y alegres colores, diversas paradas de floristería. Fue allí donde se topó, entre el bullicio de gente que subía y bajaba, con una amiga que iba graciosamente vestida con una túnica de corte antiguo, de la que colgaban cintas de diversos colores.
— ¿Al final no vienes a la Rúa?
—No, he quedado en el puente…
— ¿No me digas que por fin vas a conocerle? —preguntó emocionada la joven, a lo que Clara asintió esbozando una pícara sonrisa.
—Que tengas suerte… —le deseó y seguidamente se marchó en dirección contraria.
Clara siguió por la avenida, que moría metros más abajo, en la entrada del puente. A lo largo del camino, pudo distinguir otras muchachas vestidas del mismo modo que su amiga, preparadas para iniciar la Rúa de Bienvenida a la Primavera.

El enclenque cuerpo de Ernesto parecía perderse en la amplia y desgastada chaqueta de piel. Andaba cabizbajo y pensativo, con las manos en los bolsillos. Al pasar por la Plaza del Campanario, el reloj marcó las siete de la tarde, todavía quedaba media hora para su encuentro en el puente, por lo que decidió tomar algo en el bar de la esquina de la plaza. Al entrar, pidió un café y se sentó en una pequeña mesa, frente a los ventanales. Justo en el momento en que Ernesto giraba la vista hacia la plaza, entraba en el bar una muchacha con traje morado que preguntó al camarero por los servicios; éste, cargado con una bandeja en la que llevaba un café para la mesa junto a la ventana, le indicó donde estaban. A los pocos segundos ambos se volvieron a cruzar, él con la bandeja vacía y ella colocándose bien el cabello en el reflejo del cristal de la puerta. Mientras tanto, Ernesto removía pensativo la cucharilla en el pequeño pozo negro. Espero que Rosalía no sospeche nada, se dijo para sí.

La madre de Clara yacía sobre la cama de su hija, con la mirada perdida en el techo. El blanco mutismo de la estancia la arropaba mucho más que los abrazos fraternales que, piadosos y maquinales, esperaban en el salón, repleto de familiares y amigos, todos ellos enfundados en sus negros trajes, a tono con las miradas y las frases de consuelo. En su mano derecha, descansada sobre su pecho, en el lado del corazón, sostenía una pulsera. Lo único que habían podido salvar de las pertenencias de Clara en el momento de su muerte: una baratija con cuentas de plástico.
Los vidriosos ojos de Rosalía, cuyo blancor se veía roto por un entramado de finas venas rojizas, contemplaban su retrato de bodas. Enmarcados por un marco dorado, ella y su marido miraban a cámara, con una sonrisa bobalicona dibujada en los labios. A Rosalía nunca le había gustado esa foto. Su robusto cuerpo, acentuado por el talle pomposo del vestido, ocupaba casi la totalidad de la imagen. A su lado y en un segundo término, Ernesto, flaco y esmirriado, parecía acobardarse ante la imponente figura de su recién esposa. Recordó entonces que sólo faltaba una semana para que se cumplieran sus cincuenta años de casados. En ese momento sonó el teléfono, situado en la mesita donde estaba la fotografía. Rosalía estiró el brazo, descolgó y se acercó el auricular al oído.
— ¿El señor Ernesto Ortega? —preguntó una cordial y mecánica voz.
Rosalía no llegó a contestar. Ernesto…, pensó, qué lejano me parece ahora tu nombre; e incluso dudó, por brevísimos instantes, de que realmente se llamara Ernesto, de que realmente, ayer, fuera su esposo.

El pasacalle de la Rúa pasaba festivo por la vía perpendicular al puente; carrozas con guirnaldas de flores se abrían paso entre el gentío que, al compás de la música de la banda municipal, daba palmadas con los rostros sonrientes como niños. Pero entre toda aquella gente, había una persona que no prestaba atención a las carrozas, ni a las guirnaldas de flores, ni siquiera escuchaba la música de la banda municipal. Era Clara, que intentaba atravesar la muchedumbre para llegar hasta la otra punta del puente, que se hallaba desierta. Una vez llegó allí, notó la fuerza del viento soplar con mayor brusquedad.

La escuálida figura de Ernesto se abría paso entre el tumulto dificultosamente, intentando cruzar la calle. Miraba hacia una y otra dirección en busca de un rostro, pero sus ojos se perdían entre decenas de caras sin hallarlo. Finalmente, decidió seguir buscando desde la otra parte del puente, ya que al menos ahí, pensó, podría respirar. Empezaba a incomodarse entre tantos achuchones.

Clara se apoyó en la barandilla, ensimismada con el reflejo de las luces sobre el agua, le parecía que realmente existiera una ciudad invertida en lo más profundo de aquel río. Fue entonces cuando el pañuelo atado a su cabeza salió volando, hasta quedar atrapado en un cable de la estructura del puente. Puso un pie sobre la baranda, luego el otro, en suaves balanceos para mantener el equilibrio…
— ¡No lo haga! —escuchó a sus espaldas.
Ernesto se precipitó hacia ella en un intento de salvarla, pero la fuerza de su impulso hizo que Clara se tambaleara, precipitándose hacia el precipicio. Las manos de Ernesto pudieron atraparla, pero el peso del cuerpo suspendido de ella les arrastró hacia el vacío.

Mientras tanto, en la otra punta del puente, perdido entre innumerables figuras humanas, Dani observaba hacia todos los puntos, en busca de una joven con vestido morado y un pañuelo a juego en la cabeza, una tal Clara, a la que por fin conocería aquella noche. A unos pocos metros, María alzaba la cabeza en busca de su cuñado, con el que había quedado en secreto para organizar la fiesta de aniversario de bodas de su hermana.





(ni de largo es uno de mis cuentos preferidos, sin embargo, resultó ganador del Certamen Literario Francesc Candel de la Diputació de Barcelona)


Texto agregado el 23-04-2011, y leído por 284 visitantes. (1 voto)


Lectores Opinan
06-11-2011 Logras que te creas lo peor, pero las cosas nunca son lo que parecen... Concuerdo contigo que no es mejor de tus cuentos, pero la emotividad de tu estilo bien merece un premio, sea por este o por cualquier otra de tus obras :) ikalinen
03-05-2011 es que la manera de ir narrando la historia a la manera de espejos temporales opuestos que avanzan y retroceden hace la lectura muy interesante. saludos quilapan
24-04-2011 el premio está sobradamente justificado... muy bueno seroma
23-04-2011 Merecido premio. Uno puede hacer miles de planes, sea como sea, el destino, Dios, qué se yo, tendra la ultima palabra. Saludos. Azel
23-04-2011 excelente... fabiandemaza
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