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Una cuerda golpea sobre la fachada

Primera Parte
Cuando el Hotel London no está en Londres
ni los panecillos de Viena son austríacos


Justo en ese tiempo de duermevela, todo parece tener sentido. A un lado, las fieras; al otro, los humanos. Se trata de algo así como una especie de celebración: un banquete donde unos serán devorados por los otros. El individuo (ese mismo que sueña con animales y hombres, el que minutos más tarde será incapaz de otorgarle un sentido a esta visión) sabe con certeza que serán las bestias, mucho más civilizadas, las que se comerán a los humanos. No lo harán a zarpazos ni a dentadas, sino como rige el protocolo, cada plato con su cubierto correspondiente. Prohibido utilizar los dedos o chupar las cabezas en pequeños sorbos. No sabría explicar por qué, pero el hombre que sueña se siente mucho más identificado con las fieras.
Cuando se incorpora, los restos del sueño se le enredan por un momento en el borde de las sábanas, en un intento de permanecer a salvo de la claridad de la mañana. Tan racional. Tan altiva. Finalmente, el hombre abandona desarmado la cama, entregándose a la inequívoca inercia del amanecer. Recuerda confusamente el sueño, aunque quizá sólo perdure esa sensación que aún le estremece vagamente, y que, con toda seguridad, desaparecerá por el desagüe de la ducha. Mientras se enjabona la cabeza, justo en el momento en que sus dedos palpan el cuero cabelludo, una sensación le acomete de pronto: no se reconoce. El tacto de su piel le parece ajeno, como si en realidad estuviese tocando a otro. Pasa sus dedos alrededor del cráneo, temerosos, como si al acceder al próximo centímetro de piel se fuera a topar de pronto con aquello en lo que se ha negado a pensar durante las últimas semanas. Sale de la ducha y cubre su cuerpo con un albornoz blanco en cuyo bolsillo hay bordada la siguiente inscripción: Hotel London. Aunque el hombre que sueña con un banquete de fieras, el que se ducha con temor al frotar su cráneo, no está hospedado en un hotel; permanece en su casa de siempre, en su barrio de siempre, sin embargo, piensa al tiempo que se encamina hacia el armario, es él el que ya no es el mismo de siempre. Y entonces se detiene, porque ha olvidado cómo había sido hasta ahora.
Observa su reloj, las 8:13 de una insípida mañana de febrero; aunque no se trata de una mañana cualquiera. Ese día, el hombre que lleva el albornoz de un hotel en el que no ha estado nunca no se prepara, como lleva haciendo los últimos diez años, para ir a dar clases de literatura en un instituto de secundaria, sino que le han dado la mañana libre para poder acudir al médico. De hecho, desde hace unos meses, ha ido sucediendo una baja tras otra. Primero fue un mero malestar, un simple dolor de cabeza que le solía visitar, haciendo gala de una exquisita puntualidad, justo a la hora de descanso, entre clase y clase, como si no se atreviera a interrumpir las sempiternas explicaciones sobre la importancia de los verdes y los amarillos en la segunda etapa de Juan Ramón Jiménez (los dolores empezaron a principios del segundo trimestre, justo cuando empezaba el análisis de la —obligada— lectura de la antología poética de dicho autor). Más tarde, aquel dolor, en cierto modo cortés y considerado, fue olvidando las buenas maneras, y ya no sólo le interrumpía en mitad del Diario de un poeta recién casado, sino que lo hacía con total desfachatez, en medio de una reunión, o en el momento crucial de una película, o en las primeras (y ansiadas) citas con la profesora de inglés, que tomó aquella jaqueca como una excusa para no seguir viéndose.
El hombre se detiene frente al espejo; su aspecto no parece haber cambiado mucho: quizá tiene alguna cana más, o puede que la curva de su barriga se haya ido acomodando holgadamente sobre la línea de su cinturón, o tal vez alguna arruga ha ido ganando terreno a la tersura de su piel… Su vista se desvía a la inscripción bordada sobre el albornoz: Hotel London, y la imagen de ese hotel que no ha visto nunca (lo imagina con la fachada ennegrecida y altas torres franqueando la entrada) se traslada a las comisuras de su boca y por un momento parece sonreír. Y entonces, inevitablemente, recuerda a Hannah, la chica que se lo regaló; aunque en realidad no la recuerda a ella, sino a aquel tiempo perdido, a la anhelada despreocupación de aquellos días, el casi no tener conciencia de existir, ni perdurar. El hombre que recita a Juan Ramón todos los lunes a las 10:30 se quita el albornoz y se viste con un pantalón de pinza oscuro y una camisa azul. Sale de su casa y desciende en ascensor hasta el parking. Una vez allí, sube en su coche (carece de importancia el modelo o el color) y sale en dirección al hospital. Pero de pronto se detiene al contemplar el escaparate de una panadería (no sabe por qué, pero el olor que ha intuido tras los cristales y el remoto sabor de los panecillos de Viena le han alcanzado justo cuando estaba esperando frente al semáforo en rojo, impidiéndole seguir por la avenida que continúa directa hasta el hospital). Gira el volante y se adentra por la carretera principal, la que conduce a las afueras.
Son pasadas las nueve, en la consulta del Doctor Jiménez (el destino ha querido que también se llame Juan Ramón) el resultado de un TAC espera inclemente sobre la superficie de la mesa.


Segunda Parte
No todos los árboles negros están quemados


El hombre que al ducharse se frota el cráneo con cuidado porque teme que tiene un tumor en la cabeza se dirige por la carretera que comunica con el aeropuerto. No sabe qué destino tomará; quizá marchará a Londres, guiado ciegamente por la inscripción del albornoz, aunque sabe que el hotel no estaba ubicado en la capital inglesa. En una de las ventanillas del hall del aeropuerto, el hombre especifica su destino. ¿Para cuándo desea el billete? Pregunta la bonita azafata (desconoce si se trata realmente de una azafata o bien una simple guía de información, pero el traje azul marino y el pañuelo rojo anudado al cuello le hacen soñar en sus indicaciones en pleno vuelo, en el movimiento de sus finos brazos al ponerse la mascarilla o el chaleco salvavidas). Lo antes posible, contesta el hombre que adora las pantorrillas de las azafatas. Ella tarda unos minutos en responder; tras consultarlo, le dice que todos los vuelos a Londres están completos. ¿Y si se tratara de cualquier otro destino? Pregunta de nuevo el hombre. Ella vuelve a mirar la pantalla de su ordenador y le dice que quedan algunas plazas libres para el próximo vuelo a Ámsterdam.
Una vez acomodado en su asiento, descubre con decepción que las azafatas han sustituido sus faldas de tubo por unos rectos y anodinos pantalones azul cielo. Es por ello que, en lugar de embelesarse con las pantorrillas encubiertas, el hombre se decanta por el paisaje que le ofrece la ventanilla. No hace más que eso, observar, porque no puede hacer otra cosa que observar. En ti estás todo, mar, y sin embargo, /!qué sin ti estás, qué solo,/ qué lejos, siempre, de ti mismo! Son las 10:30, hora de recitar a Juan Ramón.
Voy a morir, se dice cuando el avión se prepara para aterrizar. Y sin embargo, no siente miedo. Su padre murió de cáncer, su abuelo de insuficiencia renal, su tío de un ataque al corazón. Pareciera que su genética le estuviese preparando para poder aceptarlo, como si en el fondo se librase del trago de envejecer, de ir viendo que son los otros los que mueren. Desvía su vista hacia la mujer japonesa que está sentada a su lado, no te preocupes, continúa para sí, no será este avión el que provoque mi muerte.
Ámsterdam le parece de una tristeza insoportable. Quizá sea a causa del invierno y su aliento de bruma, o por el laberinto de sus canales de aguas estancadas, o por el perfil de sus siniestras casas negras y torcidas. Y sobre todo, por el graznido de las gaviotas que no cesan de reír o de llorar. Porque el hombre que sabe que va a morir y conoce la voz (él cree que es el alma) de los poetas es incapaz de diferenciar entre la queja o la carcajada de un pájaro. Al adentrarse por el barrio rojo (con sus indicadores de neón, sus ventanas de párpados granates, sus puentes encendidos de sonrisas invertidas), le da la impresión de estar inmerso en un mercado postmoderno, donde es la carne humana la que se vende tras los estrechos escaparates. Y desea por un momento, de igual forma que esas putas ofrecen sus tetas y su coño, vender por un mísero precio su tumor en la cabeza.
Al día siguiente, toma un autobús con destina a Marken. Durante el desayuno en el hostal, ha estado ojeando una guía de viajes y en una de sus páginas se decía que en aquel pueblo el paso del tiempo parece haberse detenido. Y qué mejor lugar que ése, se dice el hombre al que no le queda mucho tempo de vida. Desde los ventanales del autobús, el paisaje se sucede desnudo de sol y de montañas. Tan sólo la húmeda línea del horizonte parece acompañar el trayecto, rota por alguna granja o por algún rebaño de ovejas. Para llegar hasta Marken, se ha de cruzar una carretera que se abre entre el mar, uniendo aquel trazo de tierra con la península. El trozo de agua que se asoma a lado y lado del camino es un agua que parece muerta de tan gris y tan inmóvil. El hombre viaja solo en el autobús, los últimos pasajeros se apearon en la parada anterior a Marken. Por un momento, siente miedo.
El autobús le deja a la entrada del poblado, un caminito bordeado de árboles negros lo une con la zona de aparcamiento. Lo primero que nota al bajarse es un tremendo viento salado que se filtra por los oídos hasta instalarse en un punto de su sien izquierda. A medida que se va aproximando, una sensación de absoluta soledad le va cercando a cada paso, como si le persiguiera. Todas las casas guardan una asombrosa similitud, de madera verde y unas franjas blancas en la fachada. No hay nadie por las calles, el museo está cerrado, al igual que los bares, restaurantes y las tiendas de souvenirs. En lo alto de lo que parece una heladería, un gran corneto luminoso parpadea, como una señal de auxilio tras el naufragio estival.
Aunque el pueblo no está deshabitado del todo, hay patos y cisnes en los canales (el mismo graznido que el de las gaviotas de Ámsterdam) y algún que otro gato deambula por las estrechas callejas que dan al puerto. Las cuerdas de las barcazas que permanecen amarradas al muelle emiten un sonido tintineante provocado por las sacudidas del viento. Ese endiablado soplo que no cesa ni un instante de martillear sus oídos. Un retumbo que volvería loco a cualquiera. Y es eso lo que piensa el hombre que no sabe distinguir el llanto de los cisnes, que los habitantes de aquel pueblo se han vuelto locos y se han matado entre sí; o bien han sido, como en su sueño, los cisnes, los patos y los gatos los que han devorado a todos los lugareños, mientras se ríen a graznidos para celebrar tan suculento banquete.



Tercera Parte
Nunca te fíes del estado mental
de un profesor de instituto


El hombre que lo ha dejado todo para perderse en un pueblo fantasma (la verdad de su futuro abandonada en la consulta de un tal doctor Jiménez) contempla la muerte del día sentado en el porche de una casa verde y ajena. De pronto le invade el sueño.
La misma mañana, las 8:13 de un insípido lunes de febrero. El hombre que sueña que continúa en su misma casa de siempre (en el mismo barrio de siempre) se levanta con desidia, abandonando los restos del sueño revueltos entre las sábanas, bajo la inclemente luz del día. Tras ducharse, el mismo albornoz, la misma inscripción. Hotel London; el mismo rostro de profesor de secundara ante el espejo. Pero en esta ocasión, al conducir su coche, el semáforo que está en la esquina de la panadería (la de los panecillos de Viena y el dulcísimo aroma de pan recién hecho) está en verde, con lo que pasa de largo el escaparate. Llega al hospital, donde le aguarda la verdad de su futuro en la consulta del doctor Juan Ramón Jiménez: lo siento, no podemos hacer nada por usted.
Abandona el hospital aturdido. Su padre muerto de cáncer, su abuelo de insuficiencia renal, su tío de un ataque al corazón… Y él, de un maldito tumor en la cabeza. En lugar de encaminarse hacia su casa, desvía la trayectoria y se dirige a la caseta que tiene su primo en las afueras. Necesita coger una cosa. Una gaviota revolotea en el cielo. Seguidamente, conduce hasta el instituto en el que lleva diez años recitando unos poemas que sus alumnos nunca entenderán. En esta parte, el sueño se presenta más confuso. Le parece, por un momento, que la fachada del colegio ha ennegrecido, y que unas altas torres franquean la entrada. Están a punto de dar las 10:30, y un poema de Juan Ramón espera huérfano, colgando de la puerta de la clase.
Al llegar a su aula, encuentra que la profesora de inglés (la que pensó que sus jaquecas eran una simple excusa) le está sustituyendo:

El dios que es siempre al fin,
el dios creado y recreado y recreado
por gracia y sin esfuerzo.
El Dios. El nombre conseguido de los nombres.

El hombre que sueña que está perdido en un pueblecito en el norte de Holanda empuña el arma que ha cogido del huerto de su primo y dispara dos veces contra el pecho de la profesora de inglés; luego desvía el cañón hasta acercarlo hasta su sien izquierda. Fuera, el tintineo de una cuerda sobre la fachada reproduce un sonido repetitivo que podría volver loco a cualquiera.

Texto agregado el 01-06-2011, y leído por 311 visitantes. (2 votos)


Lectores Opinan
22-08-2011 Muy buen tempo. Lograda la estructura. Cierto que al final se desdibuja un poco. Egon
04-06-2011 Sueños imbricados que se corresponden con ecos misteriosos, me gusta mucho. loretopaz
04-06-2011 Siempre me asombra que en tus textos nada es casual, ahora me asombro menos y respeto más. Buen paseo que nos das, de tiempo y espacio como siempre. NeweN
03-06-2011 Hay cosas bastante buenas, sobretodo el inicio, después la historia se diluye y se pierde, definitivamente, en un final apresurado. En todo caso, es agradable leer a alguien que sabe escribir, algo harto raro en esta página. qoelet
01-06-2011 Me dejaste en vilo al final y tuve que releerlo. Es estupendo. Aristidemo
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