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La señora marcó un número en el teléfono público de mi negocio, sin imaginar yo la trascendencia de esa llamada. Con voz azorada por la emoción, le contó a su amiga que la profesora le había dicho cosas muy lindas respecto de su hijo. El pequeño en cuestión, un petimetre de aproximados ocho años, escuchaba atentamente la conversación, mientras simulaba que estaba distraído.

-La señorita Teresa me ha dicho que Jaimito es un chico con un gran coeficiente…
-…intelectual- retrucó el chico.
-Eso, y que le queda chica la escuela, ya que sabe tanto que se aburre en clases.
-Mis compañeros son muy niños chicos- completó el pequeño intelectual.
-Por lo tanto, me recomendó un colegio que tiene el nivel suficiente para que este niño pueda sacar todo su potencial.
-Así es- reafirmó el pequeñín, mientras leía los cartelitos de una pequeña pizarra en la que se publicita todo tipo de servicios.

Entretanto, yo le había puesto oreja a la conversación y contemplaba al muchachito, un pelirrojo medio regordete que ahora se paseaba como ministro en su gabinete. -¡Así que estos son los niños genios!- me dije, aguzando aún más mi oído para escuchar todos los pormenores de tan interesante conversación.

-Me dijo que este niño será lo que él quiera: ingeniero, doctor, arquitecto, qué sé yo.
-A mí me gustaría ser presidente de la República- intercedió el rapazuelo, mientras se escarbaba la nariz, y la madre se emocionó aún más.
-¡Siiiiii!- exclamó ella- ¡Y la profesora dijo que sería Presidente de la República!

Aquí, fui yo el que casi se cae de la silla ante tan gran emoción. ¡Imagínese usted! ¡Un tan alto dignatario en mi modesto tugurio! Digamos que en unos treinta años más, este pequeñín podría estar postulando al Senado y un poco después, ya reconocido en el tinglado político, sería el candidato con más opciones para dirigir los destinos de la nación.
Lo contemplé con vivo interés. Frisando yo mis ciento y tantos años, este chico sería un importante jerarca y tendría todos los atributos para transformarse en un estadista. Acaso, dictaría una ley de protección para la ancianidad. Talvez, viera yo incrementada mi mísera jubilación por algún bono instaurado por él. El país entero le rendiría loas por su gobierno justiciero y humanitario.

No pude concentrarme más en lo que hacía y puse todo mi empeño en llamar la atención de ese pequeño gran hombre que tenía a menos de metro y medio de distancia.
La madre, continuaba absorta en su conversación y se podía distinguir la más rotunda felicidad en su rostro.

No pude contenerme más y me aproximé respetuosamente al lugar en donde el chico jugueteaba con dos bolillos de papel y le expresé:
-¡Gracias Su Excelencia por todo lo que ha hecho por nosotros! Y le estreché su pequeña diestra, mientras el chicuelo me contemplaba con ojos bovinos…








Texto agregado el 01-06-2011, y leído por 226 visitantes. (2 votos)


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