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Santiago despierta entre neblina y smog. Las luces de la ciudad dan los buenos días con débiles pestañeos a los madrugadores, que comienzan la carrera de una nueva jornada de trabajo.
Junto al fogón de una miserable casucha, una mujer de oscuras trenzas y mirada perdida, atiza el fuego como una autómata. No escucha el despertar de la ciudad, no ve la niebla que cierra el horizonte y que se pega a su delantal, ni sabe de smog, sólo aprieta entre sus manos, un diminuto escarpín rosado.
La tetera, ennegrecida por el fuego, expele el vapor, avisando que está dispuesta a mezclar su contenido líquido con el té, que espera en el jarro. Son el alimento matutino de la mujer. En el interior de la choza duermen los niños, amontonados en un ajado colchón y cubiertos por raídas mantas, mientras un pedazo de cielo se cuela por el techo y la niebla gotea su humedad hasta la paupérrima habitación. Trozos de cajas y tablas hacen las veces de muros y por piso, tierra apretada.
Por las asfaltadas calles se desliza a gran velocidad un lujoso automóvil, la calefacción está puesta a su máxima potencia. Lleva el volante un chofer uniformado y en el asiento posterior viaja una joven pareja y su hija. A medida que se acercan al centro de la ciudad, la congestión del tránsito es mayor. En su camino al aeropuerto, deben cruzar el corazón de la ciudad, asolado de smog y cubierto de niebla matutina.
En el aeropuerto late otra vida, diferente, errante como los pasajeros que por allí pasan. Los besos de despedida entorpecen el paso, los jóvenes de vacaciones no tienen tiempo para escuchar recomendaciones de sus padres. Las delegaciones deportivas amenazan invadir los salones y los niños de corta edad, cansados de la espera que se les hace interminable, corren por doquier, gritan y juegan, desesperando a sus padres, que no quieren perder el aspecto de viajeros internacionales.
Los hombres de negocios, acostumbrados a cruzar los cielos, toman café en compañía de sus maletines. Relajados y conocedores del tiempo que toman los trámites de extranjería, de reojo miran el desorden de los alegres deportistas y soportan estoicos, las carreras de los infantes aburridos.
El automóvil que cruzó la capital se detiene en el acceso principal, el chofer baja presuroso y abre la cajuela posterior, saca de ella maletas y un coche de guagua recién comprado. Un maletero traslada el equipaje hasta el mesón de la línea aérea, donde espera callado la propina correspondiente a su servicio. La voz impersonal del altoparlante dice: “LADECO anuncia la salida de su vuelo 300, Santiago-Miami-Nueva York, con escalas en Guayaquil, Bogotá y Miami.”
Es la última llamada. Los pasajeros del vuelo se apresuran a caminar hacia el sector de Policía Internacional y el pasaje del avión se va completando en la amplia cabina de la nave. Las azafatas multiplican sus esfuerzos acomodando a los pasajeros: una joven madre y su hijo forman el dúo perfecto, tanto en facciones como en colorido, son dos gotas de agua.Tres estudiantes que comparten sus asientos, elucubran las posibles diversiones que tendrán lejos de la tutela paterna. Una pareja de ancianos se toma de las manos y se miran amorosamente a los ojos; un grupo de tres matrimonios se sientan en bloque, los varones en una línea, las mujeres en otra, todos dispuestos a dar cuenta del bar del avión.
En la parte posterior se instalan cómodamente los ocupantes del automóvil de lujo. Rubios, callados y de anteojos, con aire de extranjeros, miran a su hija dormida y envuelta en suaves mantas, tan nuevas como sus mamaderas.
El viaje se inicia y el llanto de la bebita distrae la tensión de los pasajeros durante el despegue. Sus oídos se resienten con el ruido de las turbinas, abre sus ojitos y lanza un lastimero mensaje acuoso de despedida.
Los padres, inexpertos, colocan entre sus labios, un rosado chupete anatómico, intentando calmarla.
El avión despega estremeciendo los vidrios del salón del aeropuerto. Sacude a su paso las barriadas cercanas y estremece sus pobrezas, sus tablas y sus fogones. La mujer de las trenzas negras como la noche, levanta la mirada hacia el cielo, persiguiendo con sus lágrimas la estela de la nave, que se pierde entre la niebla. De sus entrañas nace como un volcán, una suerte de grito que estremece el lugar. El brasero mal encendido es su única y muda compañía; la silla de paja cruje y con dificultad soporta el peso de su cuerpo estremecido por el llanto. Entre sus manos gira, como el mundo, un pequeño escarpín rosado, testigo de lo que ha hecho..
En la parte posterior del avión, la pequeña de oscuros ojitos y pelo negro como la noche...agita sus manos llamando...

Texto agregado el 15-06-2011, y leído por 173 visitantes. (2 votos)


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