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Apartó un poco el paraguas para no golpear el toldo del quiosco. Como cada mañana, tomó la prensa diaria y se dispuso a pagar. Mientras revolvía el contenido de su bolsillo en busca de las monedas, sus ojos se detuvieron en un libro que destacaba sobre las habituales revistas. De tapas granates, el cosido del lomo delataba que su edición era realmente añeja. En la portada, con ribeteadas letras ocres, rezaba el título “El Final”. No sabía lo que era, pero algo había que le instaba a permanecer con la vista fija en aquel ejemplar. Consiguió hacerse con el dinero para pagar el periódico, y mientras el tendero se dedicaba a calcular el cambio, una idea fugaz e incandescente le atravesó.

Las puertas del tren se cerraron a su espalda. Acomodó el paraguas junto a su asiento, apoyado en la pared. Bajo su brazo, el diario mostraba marcas de agua y ligeros borrones. Oculto en su enorme chaqueta marrón se resguardaba el libro que minutos antes reposaba en el escaparate del quiosco. Pensó que no sucedía nada si “lo tomaba prestado”. De todas formas, al día siguiente volvería a pasar por allí, por lo que si el dependiente se había percatado de su hurto, le explicaría que se debió a un descuido y lo devolvería.

Se acomodó en el asiento. El vagón estaba abarrotado de personas que, como él, debían tomar ese transporte para llegar a sus respectivos lugares de trabajo. Casi una hora le separaba de su destino, y decidió que el tiempo que normalmente ocupaba en ojear el periódico o contemplar a los demás pasajeros, lo invertiría en comenzar a leer ese texto que parecía palpitar bajo las solapas de su cazadora, como tratando de llamar su atención. Deslizó la mano bajo la prenda y extrajo el libro. Volvió a recrearse en su contemplación. Pareciera que el hecho de haberlo adquirido de forma poco ortodoxa le confiriese un atractivo extra a la ya de por sí misteriosa pieza. Paseó sus cuarteados dedos por el frontal. El tacto rugoso y lacado le hacía evocar la piel de un anfibio. Sus yemas se toparon con las letras del título, que no parecían impresas, sino más bien talladas con algún tipo de cincel sobre la tapa.

Tenía la mala costumbre de leer la última frase de cuanta novela cayese en sus manos; así que, fiel a su práctica, dirigió su mano a la contraportada y comenzó a pasar las hojas buscando las palabras que cerraban el libro. Pasó varias páginas sin éxito. Con un gesto de extrañeza, colocó su pulgar derecho sobre el filoso canto del taco de cuartillas y las hizo deslizarse en abanico a gran velocidad, observando que no había ni una triste letra impresa. Pensó que había hecho el idiota, que había puesto en entredicho su reputación en balde al sustraer un artículo que encima no le servía para nada.

La calefacción del tren se hacía notar, y una gota de sudor resbaló desde su frente hasta la punta de su nariz, cayendo con un leve golpecito sobre las orladas improntas de la portada. Dándose cuenta de que debía devolver el objeto, se dispuso a secar la humedad con el dorso de su manga; propósito inútil, pues no había marca ninguna que atestiguara el transpirable incidente. Aburrido, decidió inspeccionar nuevamente las impolutas páginas del libro, esta vez, desde el principio. Para su sorpresa, en esta ocasión, el resultado fue diferente.

“Por una vez en su vida, no se planteó las consecuencias de sus actos, pero no le importaba. Había sentido la adrenalina fluir por su cuerpo, el morbo y la atracción de lo desconocido, sensaciones nuevas para él en su apagada rutina. Le quedaban muy atrás los cuarenta años, y su día a día era cuadriculado, como las deslucidas camisas que vestía. Su cara redonda salpicada de pecas y coronada por una afilada nariz le otorgaba un aspecto afable, casi bonachón. Ninguno de los que se hallaban cerca de él podría predecir que a penas le quedaban unos instantes de vida, ni si quiera la anciana que le clavaba los ojos desde el asiento del fondo y que tenía aspecto de escudriñar en lo más profundo de su alma.”

El hombre pausó momentáneamente la lectura. Era curioso lo bien que encajaba la descripción de aquel personaje con su propia imagen. Levantó la mirada y sus ojos se cruzaron con los una anciana que le observaba desde el otro lado del vagón. Una simpática casualidad, se dijo.

“Era escéptico por naturaleza. Se jactaba de ser valiente, de no temer nada en absoluto; pero en el fondo era cobarde, de mente frágil y moral quebradiza. Lo había demostrado esa misma mañana, cuando robó sin escrúpulos a un modesto quiosquero. El pobre iluso no creía en nada que sus ojos no pudieran ver o que su mente no pudiese racionalizar. Pero estaba a punto de descubrir que se equivocaba, y que era demasiado tarde para evitarlo.”

No podía creer lo que estaba pasando. Era imposible. Aquel libro que seguro llevaba más de cien años impreso no podía estar hablando de él.

“Aunque trataba de disimular su congoja, en el fondo sabía que es inútil tratar de ocultar la evidencia. Su frente comenzó a perlarse de sudor y sus manos temblaban mientras sostenía entre sus manos la siniestra obra que, ahora pensaba, nunca debía haber cogido de la tienda. Se planteó pedir ayuda a alguien, pero, ¿qué iba a decirles, que un libro con las páginas en blanco había vaticinado su final? Le habrían tomado por loco. Además, ¿a quién se lo iba a contar? Estaba totalmente solo.”

El hombre respiró aliviado. Por un momento, había temido que aquellas páginas hablasen de él, y no pudo menos que soltar una carcajada ante sus absurdas conjeturas de libros mágicos que parecían hablarle. Pero algo no iba bien. ¿Por qué no escuchaba ni un murmullo? Con pavor levantó la vista y comprobó que el vagón estaba completamente vacío. No podía ser, no había parado en ninguna estación, y en cambio, ni un alma en todo el vehículo. Se secó el sudor de la rolliza frente con el dorso de la mano y, como si una fuerza irresistible le obligase, continuó leyendo.

“Estaba espantado. Realmente había algo que le atemorizaba: aquello que desconocía, y, sobre todas las cosas, la muerte; y ahora sabía que estaba muy próximo a ella. Era capaz de sentir el hedor de su aliento y su gélida mano ciñéndose a su corazón…”

Se levantó atropelladamente de su asiento y corrió por el tren en busca de alguien. Habría deseado gritar, pero algo dentro le decía que hacerlo era sucumbir a ese macabro juego en el que se veía inmerso. Tropezaba con puertas y agarraderos en su frenética huída. El gigante de hierro seguía avanzando a gran velocidad sobre los raíles, así que se dirigió a la cabina. Quería pedirle al conductor que frenase y le dejase bajar, quería escapar de aquel lugar. Su vista se nubló y comenzó a llorar desesperado cuando vio que también la sala de mandos estaba completamente desierta. Nada podía hacer. Nada, excepto seguir leyendo.

“Aterrado, débil y sin poder pensar con lucidez, se arrastró por el suelo del vehículo hasta su asiento. Se maldijo por haber deseado poseer ese libro que estaba acabando con él de una forma cruel. Sabía que no debió tentar a la suerte cuando sus ojos se posaron en el ajado libro cuyo título le hizo fantasear con lo que ahora era su pesadilla. Y lo que más le mortificaba era que seguía sin saber cuál sería su final…”

Un crujido de metales hizo vibrar los cristales del vagón. Lo sabía, sabía que iba a descarrilar, no podía ser de otra forma sin nadie que redujese la velocidad del aparato o vigilase el trayecto. Su cuerpo se tensó preparándose para lo peor, su respiración se agitó, su corazón bombeaba sangre de forma desmesurada. Se emborronó su visión, sendas lágrimas cubrían su rostro, las manos aferradas al asiento y un fortísimo dolor en el pecho.

El tren llegó a la última estación. Todos los pasajeros se apearon. Minutos más tarde, el maquinista revisaba que no quedase nadie para llevar el vehículo a las cocheras. Al fondo del vagón algún despistado se había olvidado el paraguas; pero no sólo eso: sobre el asiento, junto a una chaqueta marrón, un atrayente libro de cubierta granate rezaba “El Final”…





® Raquel Contreras

Texto agregado el 21-06-2011, y leído por 376 visitantes. (7 votos)


Lectores Opinan
06-10-2013 Bastante buen relato, extraordinaria narrativa, gran imaginación, el ritmo es vertiginoso, pero lo que más me asombra es la gran capacidad de mantener la atención hasta el final, Tiene mi total admiración, y la seguiré leyendo para aprender a escribir de verdad, Saludos! dromedario81
01-08-2011 Excelente y electrizante historia. Para que vean como escribe mi hermana. Catman
28-06-2011 Uffffff, magnífica idea, muy buen relato. Tan sólo a mi juicio pierde un poco de tensión en los últimos párrafos, demasiadas descripciones del vagón quizás, no sé, consigues un clímax que se pierde un poco con los paseos del personaje. Eché en falta también un poco de porqué él, aunque no costara nada ponerse en su pellejo. Impecable la técnica. Muy bueno. Egon
21-06-2011 Un relato acojonante! Por no utilizar otra expresión más abrupta. En realidad tienes razón, conviene tener cuidado con determinados libros ¿verdad? josef
21-06-2011 Muy buen relato glori
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