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La primera en llegar fue la abuela. Como cada año, se despertó a las cuatro de la mañana, se duchó, preparó su rutinario café y tomó el coche para ir a ese idílico lugar donde todos se reencontraban. El lugar era una masía que pertenecía a la familia desde hacía años, llamada « El Huerto ». Se reunían ahí anualmente para celebrar la Navidad. Y la primera en llegar fue la abuela. Nada más hacerlo, encendió el horno e introdujo lo que sería más tarde el plato principal, para dejarlo cocer.
Limpió la casa de arriba a bajo y preparó las mesas y las sillas donde más tarde se sentaría su progenie. Todavía le dio tiempo de estirarse sobre una de las butacas y observar las ciudades asentadas sobre las diferentes colinas, características de la región. Resultaba impresionante sentir el bullicio de hasta nueve ciudades diferentes descansando tranquilamente en su jardín. Y después, el mar. El vasto mar azul se extendía más allá de donde llegaba la vista. Cuando el sol ya comenzaba a despuntar detrás del propio horizonte, la abuela sintió cómo esas ciudades despertaban y se activaban. Y es que disfrutaba de una posición privilegiada: la masía estaba situada en lo alto de un monte que reinaba sobre todas las colinas. Se trataba de una leyenda familiar de la que los miembros se jactaban, pues todos eran descendientes de aquéllos que habían cometido la proeza.
Las primeras poblaciones se instalaron en las colinas, más bajas, por comodidad, y formaron las ciudades, olvidando el monte, sustancialmente más alto. Así fue como quedó desterrado y un halo de misterio empezó a envolverlo. Se decía que ningún explorador había vuelto, y por eso se dejó de considerar como un territorio habitable. Un día, en estas sociedades subcolinales, el abuelo fue acusado y desterrado. A la abuela y a él no les quedó más remedio que vivir en ese monte. Acamparon en el pie de éste y pasaron ahí mucho tiempo. Llegó un momento en que se quedaron sin alimento y la única manera de conseguir más era adentrándose en el bosque que cubría el monte. Cuánto más profundo, más rico era: el ser humano nunca lo había tocado y se trataba de un patrimonio natural incalculable. Con el tiempo, los abuelos se acostumbraron a ese paraíso terrenal en el que no les faltaba de nada. Y es así como la abuela se quedó embarazada, pese a que hacía años que les habían convencido de que ambos eran estériles. Ese niño fue una verdadera bendición, pues ser padres era la único en lo que ya no contaban. Y lo fueron. Tuvieron dos hijos y una hija, y desde el nacimiento del primero, ellos renacieron como padres, dejando atrás su anterior vida como seres subcolinales. La familia se redujo a ellos cinco y al monte. Cuando los tres pequeños crecieron y dejaron de ser bebés, decidieron mudarse a una casa más grande, así que la construyeron, extremadamente simple, pero permitió a cada uno tener su propio espacio. Julio, el mayor, vivía en el desván, y África, la mediana y Ben, el menor, tenían su propia habitación.
Los jóvenes estudiaban con sus padres, y al cumplir los dieciocho se iban a la ciudad. Al darse Julio a conocer ahí, nadie se lo podía creer, pues sus padres habían sido desterrados hacía muchos años. Julio explicó su historia y la gran ciudad centró sus ojos en aquellos a quien había dejado de lado. El Gobierno, avergonzado por la actuación de su predecesor, dio ayudas a la familia, e incluso les ofreció instalarse en la urbe. Los hijos aceptaron, pues querían estudiar, pero los padres se quedaron en la colina. El abuelo invirtió todo el dinero de las ayudas en mejorar la casa. Y es que la habían situado en el lugar perfecto: estaba elevado y alejado de la ciudad, aunque lo suficientemente cerca como para poder sentir su bullicio, como haría la abuela años después, esperando a su familia en esa misma casa.
Sobre las diez empezaron a llegar los demás invitados. Primero fue África, con su marido Óscar y sus dos hijos, Fer, de dieciocho, y Siena, de dieciséis. La mediana siempre se había parecido a su madre, y de no ser por su marido y sus hijos hubiese llegado antes. África trabajaba en el campo con su marido, eran agricultores de una gran explotación. El segundo en llegar fue Julio, que acababa de tener un hijo con su segunda mujer, Alex. Vinieron también los tres otros hijos de su primer matrimonio, de treinta y uno, de veintinueve y de veintiséis. Julio trabajaba en una fábrica como ingeniero, era el hermano que más dinero ganaba de los tres.
El último en llegar fue Ben, con su exótica novia nueva. Mientras que sus dos hermanos mayores se dedicaban a formar una familia, el pequeño estudió arte y estaba empezando a dar sus primeros pasos como artista. No tenía hijos, y por el momento no los quería. Todos estuvieron contentos de ver que su madre estaba bien, pues la muerte del abuelo la había dejado desconsoladamente sola. La obligaron a mudarse a la ciudad y con el tiempo se olvidaron los unos de los otros. No lo hicieron conscientemente, pero un día África se dio cuenta que hacía más de diez años que no veía a ningún miembro de su familia, así que se puso en contacto con todos y se impusieron que, a partir de ese momento, celebrarían las navidades juntos en la masía, donde todos habían nacido y crecido.
Así que los doce se sentaron alrededor de la mesa y la abuela abrió el horno, donde la civilización llevaba cociéndose desde el principio de los tiempos.

Texto agregado el 28-06-2011, y leído por 135 visitantes. (1 voto)


Lectores Opinan
28-06-2011 Buen relato glori
28-06-2011 me parece que escribes bien, pero no contaste nada interesante. Pero cualquier cosa es buena chavo
 
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