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Inicio / Cuenteros Locales / mi_mundo_paralelo_y_yo / El pueblo de las palabras secuestradas

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Aquel pueblo no era un pueblo como los demás, tenía algo que lo hacía diferente, aunque no podía explicar con certeza qué era. En él se alzaban cuatro grandes y azuladas torres de cristal, torres, que según le habían contado, albergaban talleres, pero ¿talleres de qué?, decían que eran talleres de palabras. Talleres en los que se juntaban letras y se formaban palabras. Los trabajadores-correo eran quienes llevaban las palabras a la planta baja de cada una de ellas, allí a su vez estaban instalados los jueces de las palabras, hombres sabios con enormes gafas, cuya labor era la de decidir qué cuatro palabras se inscribirían en la pizarra de cada recién nacido.

El viajero había oído esta historia de boca de otro viajero que conoció en la Ciudad de los Brazos Abiertos, ciudad que ocuparía libros por sí sola, y éste viajero, a su vez, lo oyó de su padre, quién lo aprendió de su abuelo.

Los caminos al pueblo estaban casi borrados, desdibujados, sin huellas que lo marcaran. El viajero lo encontró por casualidad como suelen encontrarse las cosas sorprendentes en la vida.

Deambuló por las calles, eso sí, manteniendo la vista fija en las cuatro enigmáticas torres. Mientras avanzaba, fue cruzándose con habitantes quienes, a primera vista, no se diferenciaban mucho de cualquier habitante de cualquier otro pueblo de cualquier otro país, no obstante, algo sorprendió al viajero y fue que cada persona llevaba una pequeña pizarra colgada del cuello por medio de una fina cuerdecita; ellos no parecían notar la presencia de la misma, tampoco el suave bamboleo sobre su pecho.

La 1ª persona-pizarra que encontró decía:
YO
EGOÍSMO
AUTOSUFICIENCIA
PRESTIGIO

Cuatro palabras. A continuación vio a un niño que debía tener unos cinco años; evidentemente, de su cuello colgaba también una pizarra semejante a la anterior, que decía:
SOLEDAD
AMIGOS
GRIS
VACÍO

El viajero no salía de su asombro y conforme encontraba gente realizando tareas cotidianas constataba que todos ellos portaban el mismo sambenito.

Al tomar la calle principal a mano izquierda encontró una placita que, pese a su tamaño, parecía ser la plaza principal del pueblo. En mitad de la misma se alzaba un tronco de unos cuatro metros de diámetro y atados a él, quince personas, todas ellas amordazadas.

El viajero apresuró el paso y cuando estuvo a la altura del tronco fijó su mirada en una joven cuyos ojos pedían ser liberadas.

Cuando salieron del pueblo, ambos, se refugiaron en una pequeña cabaña de leñadores que encontraron y una vez la joven pudo hablar, libre de la mordaza, le contó al joven la misma historia que éste había escuchado en la Ciudad de los Brazos Abiertos. Las cuatro torres eran dominadas por cuatro jueces a quienes nadie nunca había visto, tan sólo se sabía que ellos creaban y custodiaban las palabras que en la fábrica se creaban. Cuando un pequeño venía al mundo, los jueces elegían las cuatro palabras que les serían asignadas, se inscribían en un pizarrín, que se les colgaba al cuello y se les enseñaba desde pequeños a repetir de manera obsesiva esas palabras. Así, perdían la capacidad de comunicarse con los demás.

-Espera, entonces ¿cómo es que tú eras capaz de hablar conmigo ahora? ¿Qué hay de tus cuatro palabras?- dijo el viajero desconcertado.

-Verás, mi madre era extranjera, venía de La Tierra donde nunca se pone el sol. Mi abuelo era comerciante y sabía que cuanto más se alejase de su tierra, más posibilidades tendría de obtener riquezas con la venta de sus productos por ser estos desconocidos. Así, llegaron aquí. Mi madre y mi abuelo, al ser descubiertos fueron llevados inmediatamente a una de las torres y les obligaron a citar noche y día todas las palabras que conocían. Estas palabras sirvieron de modelo para fabricar nuevas palabras que, claro está, fueron guardadas en el almacén. Pasó el tiempo y uno de los trabajadores de la fábrica, se enamoró de mi madre…y bueno, así nací yo; es por ello que conozco y puedo pronunciar tantas palabras como tú. Sin embargo, los jueces, no me veían con buenos ojos, ni a mí ni a otros como yo que fueron apareciendo por el pueblo. Ayer, decidieron que esta misma noche nos quemarían a todos, para que así las palabras permanezcan secuestradas por siempre jamás.

El viajero no daba crédito a lo que oía, algo tan bello como las palabras, la comunicación… ¡esos jueces recibirían su merecido! El plan que el viajero ideó fue el siguiente: esperar hasta el atardecer, al momento del juicio público, entonces ninguno de los ajusticiados sería capaz de hablar puesto que los malvados jueces se habían encargado de amordazarlos, pero ellos no contaban con que alguien sí hablaría en su defensa.

Al atardecer, cuando comenzaron a oírse tímidos pasos por los caminos del pueblo, la joven y el viajero salieron de la cabaña para encontrarse con que la plaza estaba ya atestada de gente. Allí, en cuatro enormes sillones de madera e incrustaciones estaban los jueces, oscuros…

El pueblo atemorizado, no se atrevía mover un dedo, sabían que los jueces no dudarían un segundo en mandar a la hoguera a cualquiera que osase levantarse contra ellos y ellos querían tanto a sus cuatro palabritas que no deseaban disgustarlos.

Dictada la fatal sentencia y ante los desorbitados ojos de los amordazados que veían como el fuego estaba a punto de devorarlos, algo se movió entre la muchedumbre y una voz sonó cortando el vacío de la plaza:

-¡Basta, suelta eso! Aquí no se va a quemar a nadie- y dirigiéndose a los temidos jueces les espetó –durante mucho, mucho tiempo habéis jugado con las palabras, creabais letras en vuestras fábricas, en aquellas enormes torres, cárcel de las palabras, para luego guardarlos a cal y canto. Les robasteis las palabras al pueblo, no les dejasteis elegir las palabras con que comunicarse sino que a cada persona le disteis cuatro palabras, palabras que habían de llevar toda su vida a cuestas como una cruz. Ahora quiero que me oigan todos: nadie es dueño de las palabras más que de las suyas propias y cada ser vivo, en cualquier parte del mundo debería poder pronunciar las palabras que quisiera sin temor a perder su casa, a su familia o la vida por ello. ¡Id y coged las palabras porque vuestras son!

Del pueblo surgió un enorme clamor, unos se dirigieron a las cuatro torres, que ante el avance de tantísima gente, parecieron empequeñecerse, y los demás se hicieron cargo de los jueces.

Así el pueblo, que a partir de aquel momento se conoció como El Pueblo de las Palabras secuestradas, liberó a las letras. Cada habitante cogió letras de la fábrica, con ellas formó palabras, con las palabras frases y con esas frases, se hicieron bellas historias, canciones, poemas, cartas…

El viajero, por su parte, prosiguió su camino porque nunca se sabe si al siguiente paso que demos, la vida podrá sorprendernos aún más de lo que ya lo hizo.


Texto agregado el 19-07-2004, y leído por 448 visitantes. (9 votos)


Lectores Opinan
23-03-2006 Me has hecho llorar... aunque acaba bien. Es triste, porque hoy hay pueblos en los que se siguen robando palabras... Y sí, puede sorprendernos... 5 estrellitas besuconas raes
05-01-2006 hermoso texto...un canto a la esencial libertad de palabra... :-) raky_
22-03-2005 Sorprendente - Fantástico - Increíble - Maravilloso. Estan son mis cuatro palabras para comentar tu texto. Como tu viajero, prosigo mi camino hacia el siguiente cuento porque nunca se sabe si al siguiente paso que demos, podrás sorprendernos aún más de lo que ya lo hiciste... Seguro que sí! jau
13-01-2005 Yo estuve en ese pueblo, después de ocurrido lo que relatas, hay una estatua en honor al caminante, con una pizarra en el cuello que pone "salvador".... El pueblo es muy bonito ymuy rico en expresiones y palabras... Pero.... esa historia sólo la conocen 5 personas de fuera de ese pueblo, no serías tu la protagonista amordaza? Buaaa! Empiezo a imaginarme millones de cosas con tus cuentos! Me encantan angela, de veras! muy bien escrito, muy bien llevado, desde principio a fin... fantastico! Sidd
04-01-2005 Buen trabajo amiga, como todo lo expuesto en este rincón. Sabes? En Cien Años de Soledad, Gabriel García Márquez expone una historia a partir de las palabras. Sucede que a Macondo llega la peste del olvido. $Entonces, los habitantes del pueblo colocan carteles en personas, animales y cosas para que no se olviden los significados. Por ejemplo, a la vaca le colocan: Esta es una vaca, da leche, para que de leche hay que ordeñarla. Pero la peste del olvido tambien llego a las letras hasta que se perdió el significado de la palabra. Un abrazote. caselo
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