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En aquellos lejanos años, cuando el fútbol era una actividad desconocida para mí, ya sea porque mi padre no me había inculcado esta pasión casi obligatoria para la mayoría, o porque era el cine el que colmaba nuestros ratos de ocio, recibía yo de rebote algunos nombres de connotadas figuras y sus estampas, plasmadas en El Diario Ilustrado o El Mercurio. Este viril deporte semejaba para mí lo mismo que los pictogramas de la escritura china, desconocía absolutamente todo y por ende, era inmune a cualquier entusiasmo repentino por alguna victoria de la selección nacional.

Por lo mismo, y porque Dios gusta de darle de comer alfalfa al caballo sin dentadura, nuestro profesor decidió un día cualquiera rifar dos entradas para asistir a un partido de fútbol, y yo, que nunca había ganado nada en sorteo alguno, fui el poco entusiasmado ganador de dichos boletos. Los guardé sin precaución alguna dentro de mi bolsón y después de regresar del recreo, me percaté que algún rapazuelo, convencido acaso de que era más merecedor de dicho premio, me las había birlado sin asco. No osé reclamar por dicho hurto, ya que, sinceramente, sentí que me habían quitado un peso de encima.

De todos modos, acuciado por mi primo, que era más futbolero que yo, salíamos a la calle para chutear una pelota de goma y armar entretenidas pichangas con vecinos del sector. Todos, se esmeraban por hacer las más selectas cachañas antes de meter la pelota en el arco (que no era más que un par de piedras sobre alguna línea del pavimento). Yo, sin embargo, disparaba de inmediato, sin ánimo alguno de demostrar cierta destreza, que tampoco poseía, y la victima era siempre el más chico de los jugadores, que no me oponía la menor resistencia.

Lo más anecdótico sucedió una noche en que jugaba la selección chilena no sé con qué rival. Yo escuchaba, motivado más por el dramático relato del locutor que por las incidencias del encuentro. Lo que más me llamaba la atención era su excesiva religiosidad, ya que, según mi parecer, a cada rato repetía: “¡Dios nos libre y favorezca!” Eso, y otras expresiones que también me parecían propias de un creyente, me permitieron pensar que el fútbol era poco menos que un deporte sagrado, practicado desde las lejanas eras de los ejércitos de las cruzadas. Y cómo no tenía ningún ánimo en comprender el alma de dicho deporte, por mucho tiempo comparé dicho relato apasionado, con la jaculatoria del padre Luis.

Fue mi primo el que me aclaró las cosas y me permitió desacralizar un deporte que poco tenía que ver con la virtud –salvo las de las gambetas y la precisión de los atacantes frente al portero- y mucho con el fervor, el nacionalismo y la rivalidad entre los equipos poderosos. Entendí que lo que expresaba con tanta vehemencia el relator, no era: ¡Dios nos libre y favorezca! sino: “tiro libre favorable a…”

Y ya no hubo más míticas cruzadas, ni rituales, ni oraciones, sino la desnuda pasión del hincha que sólo ansía ver ganar al equipo de sus amores, tanto ayer como en los tiempos que corren. Hoy, un chicuelo se reiría con esta cándida historia, pero para mí, es parte de mis vivencias, siempre distorsionadas por mi poco deseo de comprender realmente al mundo que me circundaba…














Texto agregado el 09-08-2011, y leído por 226 visitantes. (0 votos)


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