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Siempre le enviaba cuentos, le contaba de libros o autores y de gente conocida y no tanto, que escribía cosas que a ella le gustaban y que le parecía que él debía leer. A veces eran relatos breves y extraños, otras veces cuentos extensos que lo transportaban a mundos inimaginables.

Javier era un hombre simple, trabajador y había sido poco afecto a la lectura. Su tiempo libre empezaba con las últimas luces de la tarde y se terminaba cuando el sueño lo vencía, en su cama, con algún librito entre las manos, que ella le había enviado. Era también la manera de recordarla, de sentirla junto a él, aunque ya cansado girara sobre su costado, para encontrar sólo el borde la cama.

Los escritos de desconocidos lo acompañaban al trabajo y en cualquier momento se abrían en páginas ajadas, para llenar tiempos muertos en el viaje al trabajo o en las esperas de algún trámite. Viajaban con él en aventuras, dramas o curiosidades fantásticas. Lo distraían de la rutina y lo arrancaban del mundo para convertirlo en protagonista. Los escritos siempre tenían olor a ella, no el olor de verdad sino el olor de su vida. Aprendió a sentir ese olor de tanto leer lo que ella le mandaba.

Clara seleccionaba escritos que a él lo motivaran, preparaba prolijamente los envíos, robando tiempo a sus fines de semana y esperando las respuestas de Javier. Abrigaba la secreta esperanza de que alguna vez escribiera algo propio y disfrutara del placer de la escritura. No sabía que en un cuaderno sencillo de renglones grises, él apuntaba cosas que le gustaban. Apenas frases cortas, nombres de calles, de gente que conocía, de lugares que le gustaría visitar.

Una semana era Neil Hoggan, que parece que era un galés y que se dedicaba a escribir cuentos de la campiña británica. Otra semana era un uruguayo apellidado Valles, conocido de Borges, que también escribía sobre guapos y cuchilleros. La última remesa habían sido traducciones de una japonesa de apellido impronunciable, que escribía poesía erótica. Javier había considerado que era mejor leer esos poemas en el viaje al trabajo y no antes de dormirse, porque le quitaban el sueño.

Un lunes el cartero no trajo el sobre con los escritos. Javier esperó al martes y el miércoles se preocupó. El jueves se fue con destino al remitente de los sobres. Pidió licencia en el trabajo y temprano empezó la travesía. A media mañana llegó a la casa. Llamó a la puerta y apareció una mujer de edad y fisonomía aproximada a la de Clara. Preguntó, escuchó y se quedó helado en la puerta de entrada. La mujer lo hizo pasar y lo sentó en la sala mientras le traía un café. Se quedó mirando por la ventana, el sol que caía sobre el jardincito del frente. La mujer volvió con el café y con una caja forrada en tela floreada.

Tomó el café mientras seguía escuchando lo del accidente, la internación y el desenlace. Llegó el momento de hablar de la caja. La mujer la abrió con cuidado y mostró muchos papeles escritos con letra prolija y femenina, ordenados en carpetas de cartulinas de colores. “Son sus cosas” dijo, “Me pidió que las guardara para usted. Las ha estado escribiendo durante años y me imagino que usted tendrá las copias tipeadas que le mandaba”

No hablaron mucho más. Miró a la mujer con ojos inocentes y le agradeció el café. Tomó la caja en sus manos y la apretó contra sí, como para no perderla.
Desanduvo el camino a su casa y con el resto del día libre por la licencia se dedicó a la caja.
Revisó las carpetas de colores una por una. Las ordenó en la mesita de comer, reconociendo títulos y lugares familiares.
Infaltables, estaban Hoggan, la japonesa y el amigo uruguayo de Borges. Las tierras de fantasía, los viajes y los héroes cotidianos que había conocido por Clara. Los lugares, las fechas y los acontecimientos de los que había sido lector entusiasmado. Todos escritos en la letra prolija y femenina.

La tarde se fue oscureciendo y quedó rodeado de penumbras, con los ojos cansados de leer.

Pensó en el mundo que había conocido por Clara, el mundo imaginario que ella le construyó en el que había existido un autor galés de cuentos bucólicos; donde Borges era amigo de un uruguayo que se apellida Valles y en el que una japonesa de nombre impronunciable, le quitaba el sueño por las noches.
Se enojó con la fantasía de Clara, con su partida inconsulta, con su embuste incomprensible.
Se reconcilió con ella porque ya no estaba y porque de alguna manera le había regalado su mundo.

Esa noche, como tantas, durmió de costado sobre el borde de su cama. En la silla, dejó la caja floreada y sobre ella, el cuaderno de renglones grises en el que se prometió empezar a trabajar el próximo fin de semana.
Despertó varias veces durante la noche. Verificó en cada una, que la caja y el cuaderno siguieran juntos.

Texto agregado el 16-10-2011, y leído por 399 visitantes. (9 votos)


Lectores Opinan
04-02-2012 ...Escritos perpetuos, escritores inmortales. Vidas separadas, alguna por la muerte truncada... Gracias por escribirlo******* pithusa
02-02-2012 Es algo fenomenal leer un texto tan bien logrado. Felicitaciones. chilichilita
31-01-2012 DE MI SABRAS POR LA BELLEZA DE LAS FLATULENCIAS, ELLAS TAN NATURALES COMO TÚ O COMO YO. Y RECUERDA, SI NO APRECIAS LA BELLEZA TODO CUANTO HAGAS SERA UNA CAGADA. jarico
19-12-2011 Gracias no imaginas lo mucho que disfrute tu cuento, grande amigo***** shosha
06-12-2011 Se lee como retazos de historias que te contaron alguna vez, y de la que no tienes la certeza suficiente. Datos incompletos, borrados por el tiempo quizás. No sé, me sabe a rencor por otros genios literatos (creen ellos), transmutado a tus letras…tal vez el miedo a saber que nada puedes esconder…no sé. Es triste tanto sacrificio por quien no tienes la dicha de conocer. yuvutero
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