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Inicio / Cuenteros Locales / CalideJacobacci / Una novelita siempre inconclusa

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Ya me desvestí frente a vos,
me lo pediste,
(me lo ordenaste).
Cuando era ese flaco que no aparece ahora si estoy ante el espejo.

Me mirabas sin sonreír, apretando los dientes,
me seguías de reojo.
Sacate todo, agregaste,
y tu cuerpo reptó en la cama,
(en tu cama matrimonial).
Vení,
me dijiste después.

El verano ardía en el asfalto (era el 76),
vi pasar tu auto cero,
(pensá, yo estaba en la parada del micro),
contaba monedas y quería entender que paso en Monte Chingolo.

Después le tiraba los tejos a la Tana en la cursada de Fisio,
(ahora puedo declararlo,
ella me introdujo en el ejercicio del sexo endemoniado).
Tenía los labios de la Cardinale,
no le costaba saber donde está el corazón,
pero nunca entendió los limites del mediastino.
Un día (en la escalera) me dijo, me vuelvo a Bahía,
Esto no me gusta nada.

(Sí, tenias razón, siempre ganan las pendejas)

Te olvidé solo amontonando otras desdichas,
agregándote a ese vicio de callarme,
y observar en silencio.

Ahora, con este abdomen y mi pereza a cuestas,
Solo puedo adivinarte.
Tras esa niebla en la mirada,
en el pelo,
y esa ropa, disimulándote.



Capítulo I



En la puerta del departamento había pegado con plasticola una fotografía de Céline recortada de las páginas de una revista, una imagen en blanco y negro donde el francés aparece viejo y desalineado, una pequeña imagen donde el maestro impresiona ser un linyera muy flaco y mugriento, en realidad parece un cadáver, alguien muerto hace varios días.
La foto tiene casi el mismo tamaño de la mirilla que es de bronce y redonda como una moneda perforada, así que quienes llegan a tocar el timbre, y sobre todo por la escasa iluminación de los pasillos de ese edificio, para verla en detalles llevados por la curiosidad y pretender identificar el personaje, acercan la nariz hasta casi pegarla a la madera barnizada de la puerta y entrecierran los ojos en busca de foco.
Igual no lo reconocen y él, Hugo, presume y se jacta en contestar que esa figura cadavérica es de quien escribió la mejor novela que leyó, por lo menos hasta ese día que no son tantos en una vida, eso no lo dice ni lo sabe. Uno nunca sabe cuan joven es mientras es joven.

Del otro lado de la puerta también hay pegada una imagen, también fotográfica e igualmente pequeña y recortada como la otra sin cuidado, pero esta es del rostro una mujer, de una dama de pelo negro y ojos achinados, latinos.
La fotografía de una desconocida pero que tiene algo en el rostro, en la expresión de su cara, en la forma de mirar o en la apenas esbozada sonrisa de cuando la retrataron que le es familiar. De algún lugar cree conocerla pero no sabe de donde, e igual la dejó ahí.

Desde la penumbra del pasillo y quien mira a Céline a través de la puerta cerrada escucha a Roberto Carlos, la banda y la voz del brasilero suenan a gran volumen dentro del departamento.
En realidad la música se escucha mucho antes, más suave pero llega a los oídos apenas accedes al descanso de la escalera dos pisos más abajo, ahí ya sabes quien canta.

Cuando llegas a la puerta pintada del color de los ataúdes baratos es como si estuvieras parado frente de un bafle gigante o a Roberto Carlos en persona con el micrófono en la mano metido en su traje blanco inmaculado y a su numerosa banda sonando detrás.
Esa tarde (la del primer encuentro) el gran romántico de américa terminaba “Amada amante” en su español con acento paulista y comenzaba “Un gato en la oscuridad” en el preciso momento en que ella con la delicada punta de su dedo índice apretó el botón del timbre.



Capítulo II


-Como pueden ser tan pelotudos o suicidas de querer tomar un regimiento, un cuartel del Ejército, meterse en un nido de milicos ¿a quién se le ocurre?-, ella sabía de que hablaba, pero no esbozó una palabra.

-Voy a preparar unos mates-, dijo él y se mandó en la cocina como un nueve con oficio que entra en el área con pelota dominada.

-Esto es un naufragio sobre la tierra, sobre la tierra caliente del Gran Buenos Aires a fines de diciembre que es un infierno, donde los salvavidas no sirven para un carajo-, agregó mientras puso yerba en la calabacita desde un paquete al que le arregló la boca con los dedos hasta transformarlo en un pico vertedor.

-Chalecos antibalas de verano les hubieran sido más útiles-, siguió y esto le salió seseando entre dientes.
Cebó el primer mate y se llevó la bombilla a la boca.
Igual no le creía nada a los diarios, leyó una vez que Nietzsche ninguneaba a sus interlocutores diciéndoles:
-“¡Lectores de periódicos! se conforman con las noticias que les dan”-.

Ella continuó sin decir nada, hojeaba el diario que titulaba con la noticia de un ataque guerrillero al Batallón de Viejo Bueno en Monte Chingolo el día antes de navidad.
El casete del brasilero hizo sonar los últimos acordes de “Detalles” y terminó sin que se dieran cuenta.






-¿Hablamos del tiempo o de coger?- dijo después, y se arrepintió de inmediato. Ella en su gesto, en el gesto de sus ojos, en lo que él vio en sus ojos al escucharlo le hizo sentir que algo la golpeó como un ruido desagradable. Así que rápidamente largó:

-Bueno, de sexo- y salvó la situación con una carcajada, digo salvó por que ella también se unió a la risa y lo miró a los ojos un largo rato. Tan largo que Hugo sintió que no lo perdonaba si lo repetía, que no quería escuchar esa palabra nuevamente, y sin poder buscar otras palabras tuvo miedo de seguir hablando y se quedaron los dos mirándose, los dos en silencio mirando uno a los ojos del otro.
Una imagen del televisor encendido pero sin sonido los despegó de esa mirada en silencio.

-De Jacqueline Bisset me enamoré en la primera película que la vi- dijo después, y ella sin sacar los ojos de la pantalla volvió a sonreír arrugando los parpados y elevando levemente la comisura de los labios.


Todo lo que nos va a pasar con una mujer se sabe siempre desde el primer minuto decía Abelardo Castillo, pero él sabía que no era así, que Castillo bebía varias horas antes de largar semejante afirmación, era el dogma posterior a un número abundante de medidas de ginebra y seguro esa sentencia le sale después de un prolongado monólogo frente a una mina que lo recalienta, y ve que la mina le va dando bola porque lo escucha, le tiene la vela y mueve la cabeza como diciendo que sí, entonces ahí sí se agranda con frases sabihondas y definitivas, que no dejan de ser solo boludeces. Eso se dice cuando el alcohol te pone rápida la lengua y el cerebro, nadie lo dice con la cabeza fría, pensándolo, nadie sabe lo que le puede pasar con una mujer.
Pero ahora no le interesaba ni Castillo, ni Jacqueline Bisset, ni siquiera en la película esa que la inglesa bucea en aguas caribeñas solo con una remera blanca sobre sus grandes tetas buscando un tesoro, ni sabía que iba a pasar en los próximos segundos, ni dentro de una hora, pero la miraba y aún con el cansancio creciéndole en la cara, estaba poseído por ella.






Capítulo III


No pasó mucho tiempo hasta que durmieron juntos. Tenían un parcial de Biofísica, una materia insoportable, apéndice de Fisiología, aburrida, muy ploma y que él una tarde mientras la cursaban luego de sentir que ella le apretó el antebrazo, un apretón que teatralizó como al descuido pero que cuando los dedos, los frágiles dedos de esas manitos tan femeninas hicieron esa leve presión en su brazo, sin mirar, entre el grupo de estudiantes, él sabía que era la mano de ella, decidió ahí rápidamente que algo debía comenzar entre ellos y le ofreció prepararan juntos el examen parcial.
Ella cuando lo rozó con los dedos, cuando tuvo el contacto, supuso que no necesitaría otro hombre. Creyó al tocarlo que todos los hombres cabían en él.


Y esa fue una noche especialmente feliz donde se descubrieron sin buscar varias coincidencias y rarezas de cómo interpretaban postulados de física pero sobre todo sexuales, fue una noche feliz y prolongadamente sexual, el día los encontró despiertos y exhaustos. Coincidieron (ya con la luz de la mañana) en no estudiar más para el examen, sí en elaborar algún tramado para copiarse, estos diálogos se dieron a veces en pleno coito.

También coincidieron en que fifar era una palabra más suave para sumarla a esos diálogos, él la aportó como sinónimo y ella la acepto de buenas ganas. Desde ese momento la comenzaron a utilizar, hasta que ganaron lentamente en intimidad y confianza, luego de pasar muchas horas y muchos días desnudos uno junto al otro entre caricias y música, y el le preguntaba:

-De coger, ya ni hablamos ¿ no?



Capitulo IV


-¿En que pensás?- Le escuchó decir una tarde mientras recibía un mate.

-En vos, dijo él.

-¡Dale boludo!- oyó después.

-No puedo contar cronológicamente lo que pienso, no tengo pensamientos lineales, todo se me cruza y superpone, pienso y fabulo como en un caos siguió. Ahora me acuerdo de algo que recién me pasó por la cabeza unos segundos: quiero escribir una historia asquerosa, de mierda, puede ser un cuento corto o cortito o una nouvelle, nunca, creo, voy a escribir algo largo, no tengo paciencia. Me canso rápido. Quiero escribir algo de mierda, que duela leerlo pero bien escrito, literario, que atrape al lector que camine entre asquerosidades y barbarie en busca del final y que al terminar le caiga mal hasta lo que comió, este nauseoso, o si es posible que vomite y que tire el libro contra la pared o por la ventana. Quiero dejar registrado algo en un libro o librito que después de leerlo sientas que tenés un forúnculo en la biblioteca o un absceso latiendo inflamado, lleno de pus, oloroso.
Paró para chupar el mate y se miraron fijamente. Que no te animes a tocarlo por no ensuciarte los dedos, agregó. Devolvió el mate.

-Estás pirado- Le dijo la Tana entrecerrando los ojos.

-¿No me preguntaste en que pensaba?

-Sí, es culpa mía- Masticó ella mientras cargaba la calabacita. Y con una sonrisa que le encendía su rostro de pendeja, agregó:

-¿Qué puede ser tan puerco?



Capítulo V


A Conci, que así llamaban a la Tana y su nombre era Concilia, la irritaba que el se manejara con tanta soltura en las clases o en los trabajos prácticos, y que diera la impresión especialmente mirándola, porque cuando hablaba siempre la buscaba con la mirada hasta encontrarla y lo que decía, se lo decía a ella, mirándola a los ojos, como si fuera la única persona que existía en el mundo, de saber algunos temas de antemano o de imaginarlos y largarse a hablar sin vacilación. Opinando con una claridad que la maravillaba, a ella que se ubicaba siempre muy cerca de él y también al resto del grupo que formaban las comisiones de la cursada, esto sobre temas que estaba segura, segurísima, puesto que pasaban gran parte de su tiempo juntos, casi pegados, como siameses, Hugo nunca había leído.

Estas actuaciones en vivo la irritaban y la seducían, le daban ganas de tocarlo, de acariciarle la espalda con fuerza por debajo del pulóver. De subir con los dedos hasta su pelo largo y de enredar ese pelo entre sus dedos y en la mano.

-¿Vos buscás siempre no parecerte a nadie?, llegó a decirle.

Lo que continuó fue algo muy parecido a un romance, una historia que duró lo que dura la pasión cuando está intacta, cuando se transformaban en dos salvajes, en dos bestias sexuales cada vez que se olían.

Una historia que duró menos de un año, que duró mucho menos de lo que pensaron, que duró hasta esa tarde que escuchaban a Pink Floyd tirados en la cama, mimándose y mientras él le decía:

- Me tengo que rajar a casa, hoy debo estudiar aunque sea una hora, y ella entrecerrando los ojos y con los labios pegados casi a los de él dijo:

- No sigo más, me vuelvo a Bahía.

Y él sintió como un miedo de continuar hablando, como un miedo de moverse y se mantuvo abrazado a ella sin cambiar de posición.



Capítulo VI




Le había contado que nació en invierno, de madrugada, cuando todavía amanece muy tarde, y hay quienes aseguran que nacer en esas condiciones te hace vulnerable al frío y a las fábulas.
A creer o imaginar definitivamente los cuentos fantásticos como hechos reales y sufrir también intensamente los gélidos viajes del viento por las calles.
Le contó muchas cosas de su corta vida (de su cortísima vida), a veces creía que tenía en la memoria absolutamente todo lo vivido, todo, hasta los mínimos detalles de los días más olvidables, que nada se escapaba a esa suma de imágenes que pasaba tras sus ojos como una película y era su corto pasado.
Algunas de las cosas que le narraba con detalles y olores, y palpitaciones (taquicardias inesperadas) que le sucedieron y le fue contando en ese tiempo mágico que vivieron juntos. Y mientras pasaron tardes y noches tocándose, acariciándose, besándose, fue mejorando sus recuerdos, los jerarquizó con referencias que le hubieran gustados fueran ciertas. Y luego de contárselas a ella esas mejoras fabuladas (y selladas muchas veces con largos momentos sexuales) le quedaban en la memoria así, en su nueva versión, para siempre.

Le contó también sobre la dama de dorada melena que conoció en la cátedra de anatomía el año anterior, y de cómo terminó en su casa. Le contó de la bellísima señora que un día se presentó, con un impecable guardapolvo y el aroma de un perfume que guardó en su registro olfativo definitivamente, como quien se encargaría de llevar a cabo los trabajos prácticos a la comisión que él pertenecía.
No le habló de su voz, ligeramente disfónica, ni de sus ojos, de esos ojos que lo perturbaron hasta no dejarlo dormir. Se puso de acuerdo con sus recuerdos que algunos detalles los dejaría de lado, los tendría solo para él. Y así fue.




Capítulo VII






Habían pasado doce años cuando apareció la posibilidad de esa cita, la fortuita posibilidad de ese encuentro inesperado, donde se decidió esa cita. Donde se forzó un reencuentro dominado quizá por la confusión de volver a verse, y marcar de esa manera el momento para comparar o medir lo que acumulado en ese tiempo.
Doce años en los que él se transformó en otro, en lo que era ahora.
No la veo desde que cursé con ella, le dijo a Soria. Desde que me llevó a su casa, en realidad desde que me secuestró todo un fin de semana a morfar y culear según su demanda, y después me evitó como a un leproso, desde que decidió no darme más bola.


Tengo que verla, dijo a su imagen frente al espejo mientras se afeitaba. Después me contuvo de respirar, con cierto esfuerzo, apoyando su mano abierta y apretada sobre el pecho dejo de respirar.
Así, diciéndolo así, aparece ahora como la materialización del suspenso. Y lo fue, al menos en la pantalla que era el espejo y en la que estaba su rostro, apareció el suspenso, en un plano americano.
Aguantó lo más que pudo, partía de la premisa de no saber adonde terminaba este juego y mantuvo la apnea.
El escritor dios, sabe todo lo que pasa por la cabeza de sus personajes y sabe todo lo que pasa en la historia, dijo luego, ya marcado por la angustia.
La cara en el espejo se abotaga, lo pasa mal, la piel adquiere ligero un rubor y en un lapso casi inmediato pasa a la palidez y del pálido al azulado, y sus ojos sufren.
Se ve sufrir al mirarse los ojos que brillan saltones y puede leer también en ellos el pánico. Que piden aire, suplican aire y la boca se abre en inequívoco gesto de vomitar o gritar y la lengua sin querer sale por la boca abierta.
Hasta que se rinde, hasta que no puede más ver la cara que tendrá en la muerte, no puede ver más ese gesto final y respira espantado, desesperado, con ruido, tosiendo y aliviándome.
A bocanadas respira, traga el aire.
Entonces en el espejo el rostro cambia, aparece el de siempre, pero el brillo en los ojos continúa. Prolonga los rastros de una agonía buscada, teatral y siente la humedad de las lágrimas al parpadear, afectado. Y sumerge después repetidas veces la cara en el agua que cabe en las palmas ahuecadas que suben juntas, aplaudiendo ese poco de agua que transportan en su hueco palmar las manos desde el chorro de la canilla, y se alivia haciéndola estallar contra sus pómulos y párpados cerrados.
El efecto de esas palabras iba a resucitar recién luego de unos segundos en su cerebro hipóxico, cuando miró el reloj. Luchó con los últimos rastros de barba armado de una maquinita inútil por el uso y decidió terminar ya con la toalla en las manos.
Afuera, el amanecer en el horizonte era como el filo de un papel quemándose, ardiendo. Hasta que la llama del sol se abrió cegando y brilló, y lo hizo de tal manera que apagó definitivamente, irremediablemente la noche. Y el azul fue sublime. El cielo azul de la mañana fue sublime y perfecto. En las nubes vio moverse el día y se olvidó de la cara que tendría en la muerte. Se le borró ese mal sueño.
Afuera ahora estaba ese mundo que es la mañana, en el que todo se mueve y que las cosas aún están por hacerse. Pero había pasado demasiado tiempo.





Antes de volver a verla, mientras caminaba e imaginaba el encuentro, vino a sus pensamientos entrecortados por el ruido de la calle, la voz de Soria diciéndole:
-No sé mucho de ella, pero de verla actuar una noche en una emergencia de guardia, puedo decirte que es insoportable.
Soria es impiadoso, lo sé. Pero preciso.
La recordaba desnuda en la cama, desnuda y joven, y él se veía también muy joven, demasiado joven y delgado frente al espejo de su dormitorio matrimonial. Y en el espejo su imagen, su cara divina que lo mira, que lo sigue con los ojos y aprieta los dientes o algo así entre penumbras y olor a sexo. Intenso olor a ellos mismos. La escuchaba ahora, cree escucharla ahora mientras camina por a calle (después de tantos años) rogarle que se desnudara y también cree verla reptar entre las sabanas diciéndole:
-Vení.




Capítulo VIII






No durmió bien la noche anterior, no durmió un carajo, se durmió muy tarde. El calor lo mata, mojó tanto la almohada que se levantó a cambiar la funda de como le traspiraba la cabeza.
Dio vueltas para un lado, para el otro, se puso boca abajo, apoyó la mano en el piso buscado algo fresco. -No se que hacer en la cama, piensa. -Si, seguro después me duermo, y no me acuerdo en que momento me duermo, pero a la mañana estoy así como si no hubiera pegado un ojo, como si pasara la noche en vela.
-Me da calor hasta mirar la tele. Haciendo zapping encuentra “Apocalipsis Now” bastante avanzada, justo en la escena que el capitán Willard aparece en primer plano con el rostro acribillado de gotitas de sudor y una curita le cubre el pómulo izquierdo.
-Es un maquillaje, piensa, pero lo mío es real, tengo el pelo tan mojado que cerrando los dedos lo aprieto desde el cuero cabelludo hacia las puntas y me corren varias gotas de sudor que después caen en la palma de mi mano.
Comenzó a verla cuando Willard navega en la lancha por ese infierno loco donde le sacuden con ametralladoras desde la costa, son balas trazantes, y vuela todo tipo de cuetazos. Donde matan al negrito, al más joven, lo dejan seco con una ráfaga de antiaéreas por lo menos y después viene la lluvia de flechas.
Los dañados que lo acompañan primero se ríen, sobre todo el rubiecito, el que surfea, hasta que en medio de ese quilombo y música estridente lo atraviesa una lanza al otro morocho, al más jovato, al piloto.
La punta del lanzazo le entra por la espalda y le aparece adelante, por el esternón, y el negro la mira, mira la punta metálica que lo atravesó y seguro piensa estoy frito y está frito, y sangra como un lechón cuando lo están degollando y mira al capitán, luego cae de espaldas y la punta de ese arpón que tiene clavado apunta al cielo de Camboya.
Willard se acerca compasivo, lo busca, trata de aliviarle ese momento sujetándole la cabeza, y el grone moribundo lo agarra del cuello y con toda su última fuerza le aproxima la cara a la afilada lanza que le sobresale en el pecho, amenazante. Quiere que la lanza llena de sangre del arma primitiva que le cortó su carrera como piloto de lanchas patrulleras y como negro sobreviviente en Vietnam, y como ser vivo en ese infierno se clave en el ojo del encargado de matar al coronel Kurtz. Forcejean, el capitán zafa apretándole el cuello y el otro como debe ser en todo individuo que herido en una película le aparece sangre por la boca, muere.
Después Coppola muestra una fotografía que es una joya, muestra a Willard de espaldas, en cuclillas, semisentado sobre un caño en el techito de la lancha, su imagen es del tamaño de toda la pantalla mirando hacia delante, hacia el derrotero de la lancha patrullera en el río, y la embarcación avanza tan lenta y sin sonidos, que parece empujada solo por la corriente, y al subir la cámara sin dejar de mostrar la espalda y la nuca del capitán brotan las canoas llenas hasta el culo de nativos con lanzas y arcos y flechas, con el cuerpo pintado de blanco y todo sigue en silencio y los tipos miran con caras horribles, peligrosas, amenazantes, y las canoas con ellos son tantas que cubren el río de costa a costa.
La lancha sigue, avanza en silencio y las pequeñas embarcaciones se mueven apenas para dejarla pasar y después se cierran nuevamente tras ella, y ahí mete el plano de los ojos de Martin Sheen a tamaño total de pantalla.
Ojos, ojazos con miedo que miran sin parpadear y el silencio continúa hasta que desde la costa se escucha a Denis Hooper barbudo, con varias cámaras fotográficas colgadas del cuello y con una vincha roja en la frente que les grita, les dice que es yanki, que está todo bien, soy americano grita, civil americano repite y les indica que hagan sonar la sirena que eso espanta a los camboyanos, los hace rajar.
Ahí (en ese momento) un mosquito enorme sobrevuela pesadamente delante de los ojos de Hugo, pasa primero sobre su cabeza y como un helicóptero que se aleja perdiéndose entre nubes, avanza, vuela hacia el televisor para posarse en el la pantalla integrándose a la selva asiática que está muda.
De un salto sale de la cama, empuña el envase de insecticida que tiene en la mesa de luz, mira la válvula para asegurarse en que dirección saldrá el spray asesino y apretando su dedo con saña dispara con un largo chorro acercándose al bichito que sorprendido y alcanzado por el veneno queda pegado contra el vidrio del aparato.
Y así es, en la peli suena la sirena de la lancha y los ñatos se van, desaparecen. Pero no quiere ver el encuentro con el coronel Kurtz, ni como Willard lo mata.
A estos sí que les eché Flit, no dejé ningún camboyano piensa, mientras apaga la tele y sigue dando vueltas en la cama, ahora con la ventana abierta de par en par.




Capítulo IX




Sentado ahora frente a ella, la ve obligada a seguir con los ojos sus labios al hablar e intentar comprender sus palabras, disimulando esfuerzos extenuantes.
Apoyaba sus pies juntos sobre los dedos en el piso de madera, elevando los tacos.
No hacia nada con las manos.
Cuando más confesiones de brujería se consiguen bajo tortura, más difícil es sostener que el asunto es pura fantasía. Le dijo.
Y que la infidelidad –a veces- es una maldad.
A veces.
Ella que había acumulado apreciable cantidad de grasa alrededor de su cintura, sus muslos y también en la cara, intentaba pensar, seguir su relato y acotar algo entre frases. Pero solo podía ofrecer un parpadeo exagerado y un movimiento de su cabeza hacia atrás. Un gesto ambiguo, casi torpe.
Le habló del estilo insoportable de Elfriede Jelinek, y de su mundo imposible. Le tenía la cabeza como agarrada entre sus manos, no la dejaba mover.
Sin tocarla.
Luego le acercó el rostro mal afeitado hasta sentir el olor de su piel.
Olor a ese perfume, a un perfume que él conocía pero en la piel de otra mina. En otras pieles queda mejor, pensó.
Seguro uno es, lo que hicieron con él, le espetó. Seguro también que ignoraba a Sartre.
Ella había casi gritado, con su voz aguda, monocorde, que el matrimonio es una versión organizada de la prostitución.
Soria le acercó detalles de un dialogo que tuvieron en una reunión familiar. Lo disecó, lo destripó al marido en el tiempo que le duró una copa de vino blanco en la mano
Tengo pruebas temibles de que el diablo aún sigue vivo, agregó sumándole desconcierto. Y que la mentira, y todas las mentiras subsiguientes al engaño inicial pueden crear un clima insoportable.
Gradualmente, fue bajando el tono de aquella que ya había decidido era una prueba de humillación.




Por la puerta vaivén, que se abre hacia adentro, ingresa el par de disfrazados. Dos disfrazados y un solo disfraz. Un caballo de trapo multicolor de ojos muy abiertos y una lengua de paño rojo pegada al costado de la boca que simula una gran sonrisa, o una carcajada.
En su interior saltaban y bailaban divertidos los mascaritas.
Dos pasos para adelante, y luego dos hacia atrás. Y el de adelante, el que veía, llevaba la cabeza también dos veces para un lado y dos para el otro.
El de atrás, agachado, le abrazaba la cintura al dueño de las patas delanteras perdiendo a veces el ritmo y desencajándose por momentos el equino artificial.
El poco público extrañado comenzó a reír, por algún tropezón. Por alguna patada.
Repartieron en las mesas habitadas unas pequeñas tarjetas de cartulina roja, que decían:


La Sociedad Rionegrina de Aeronáutica Experimental ofrece diez mil pesos de premio al primero que consiga realizar un vuelo de un kilometro de longitud a cualquier altura, basado únicamente en el principio mecánico de aleteo continuo e impulsado por su propia fuerza. (La demostración será regida por las normas de medidas y observación de actos científicos de la Asociación)- No se aceptan reclamos –


El de adelante relinchaba, y guardaba las tarjetas sobrantes en los bolsillos de sus patas. El otro le decía:
- Enfilá hacia la puerta, huevón.
Se fueron dejando un olor pasajero a sudor y a tela pintada.






Pensó en los thrillers sobre los horrores de la vida urbana. Se la imaginó ya no sentada frente a él, si no tirándose por una ventana con pánico en la expresión del rostro.
Luego vio el interior de un departamento con la ventana abierta, decorado con afiches de películas de Almodovar y flores de plástico.
Se asomo a la ventana y hostiles vecinos miraban hacia la calle por otras ventanas iguales, linderas.
Ya se había juntado un gentío alrededor de la mujer estampillada contra el pavimento. Alguien se arrodillaba junto al cuerpo inmóvil.
Había sangre en el pavimento, poca sangre.
Un hombro luxado hacia atrás, seguramente luxado por la posición del brazo que sostenía con correas de cuero fijas a un arnés, las alas mecánicas.
Y en los ojos abiertos la mueca del terror.
Y luego si, quienes la rodean dejan de mirarla y buscan el lugar desde donde fue la caída.
Miran hacia la ventana abierta. Hacia arriba.
La ventana por donde él se asoma.






Finalmente la ve pararse, sin correr hacia atrás la silla en que está sentada, por lo cual para huir tiene que hacer un movimiento que la incomoda. Apoyar, para sostenerse, una mano en el asiento y pasar luego las piernas por el costado de la silla. Perdiendo postura.
Se para sin dejar de mirarlo. Aprieta los labios quizá conteniendo una nausea. Y en los ojos se le mezcla el fantástico odio y el fantástico desprecio que aparece en la mirada femenina cuando le es imposible hablar.
En los pómulos le brilla una fina capa de sudor furioso. De frío sudor furioso. Y logra dejar la silla. Molesta. Y no habla. Y da media vuelta, y se retira sin volver la cabeza.
Antes de llegar a la puerta vaivén uno de sus tacos resbala y el tobillo se tuerce, trastabilla.
Baja la cabeza para mirarse el pie, no se vuelve hacia donde el la observa. Si, se acomoda el pelo. En el próximo paso disimula que ya es normal, y aún más apurado. Y sale, odiando.
Las dos hojas de la puerta se abren hacia fuera y quedan moviéndose, entrando y saliendo. Agitadas. Hasta que se alinean, se amigan y pactan. Inmóviles.






La seducción –se dice- es siempre más singular y más sublime que el sexo, y es a ella a la que le atribuimos el máximo placer.
El sexo –a veces- es el hiperrealismo del goce. Se dice después. A veces no, en ocasiones es un acto gimnástico con un final más o menos torpe.
-Más o menos –dice, percibiendo que habla-, y mira hacia el movimiento de la calle.
En este nuevo silencio, entre un sentimiento de pesar por haber hecho algo, escucha una pareja de ancianos dialogar casi a los gritos. Repetir lo que ya dijeron y olvidarse lo que dijeron.


Entonces percibe el libro que dejó olvidado en la mesa, un libro de lomo intacto, nunca leído.
Lo gira hasta dejarlo frente a él, con un solo dedo y sin entusiasmo.
Coelho.
Los libros despiertan siempre algo, ve que tiene una larga dedicatoria, algo apasionada y afectuosa. La firma un hombre –Raúl- después hay una fecha ilegible, salvo el año, ’99.
No fue un olvido fortuito, piensa. Buscó agredirlo con algo. Y lo giro al libro nuevamente con un dedo hasta el lugar donde estaba.




Capítulo X






Ella se va a Bahía por que se tiene que volver, pero sobre todo por que no tiene ningún motivo para quedarse, cuando decide volver, cuando decide esa derrota se siente sola y triste.
Ahí comenzó a correr un frío invierno entre ellos, un invierno de prolongados silencios, de ausencia de risas, y ese frío invernal y húmedo en varias semanas frustró su estadía en La Plata, la desmoronó, la hizo imposible y al frío en el alma se le sumó el miedo, ese miedo del que hablaban en voz baja entre las sabanas o sentados en la plaza, ese miedo que es un incomodo color plomizo con el que se fue impregnando el cielo, el bosque, la facultad, la alegría, ese miedo que los miraba de reojo mientras hablaban en un cuchicheo y que patrullaba las calles lentamente, casi en silencio, en autos sin identificación.
Dejó de cursar, tuvieron esa larga charla en la escalera del edificio donde ella vivía, esa charla inolvidable, ese triste momento, ese momento que él años después seguiría odiando y odiándose por no haberlo evitado, donde aparecieron en lo que se dijeron cosas impensadas, frases definitivas, trágicas, y a él ya (luego de esa charla) no le nacería la emoción de ir a tocar el timbre para que ella apareciera. Esa charla que fue como cerrar la puerta de una heladera para siempre, donde lo que quedó del otro lado se va a ir pudriendo congelado. Como cerrar una tumba.
Y ella vendió perfumes en un local de una galería en el centro junto a varias empleadas de uniforme, y más de una vez se vieron a través de un vidrio mientras atendía alguna clienta con desgano y una sonrisa fingida, y se miraron sin saludarse entre reflejos de luces en los vidrios, sin ese gesto que aparecía en su rostro cuando lo deseaba, hasta que él (que continuó con la rutina de atravesar la galería durante varios meses, deteniéndose frente a la perfumería largos minutos tratando de verla, o buscando su fantasma entre quienes se movían tras el mostrador) no la vio nunca más, nunca. Jamás en lo que restaba de sus vidas volvería a tocarla, ni a mirarla a los ojos.




Capítulo XI




- ¿Qué es lo que te gusta más de los norteamericanos?
- De donde sale esa pregunta, le dijo él.
- No sé, de los autores de los libros que tenés en la biblioteca.
La respuesta le hizo abrir los ojos un poco exageradamente y suspirar, después respondió: La música, me gusta la música country de los yankys y después el cine.
-Bah, algunas películas, a veces pienso en hacer una lista de las pelis que más me gustan, de memoria digo, como un ejercicio del recuerdo y la emoción.
-Creo que es una boludez
- ¿Alguno en especial?
- Springteen, me gustan los temas lentos del Jefe y Dylan. La Tana puso cara de no conocerlo. Él volvió a suspirar.






Le habló de su primer novio, un hombre mayor, tan mayor para ella que no le dijo cuanto, sino solo bastante mayor, casi incómodamente mayor y ella entonces era una adolescente. Lo describió y le contó algunas torpezas y manías de su ex novio que él olvidó rápidamente, que no las escuchó seguro. Era una técnica entrenada por años, Hugo escuchaba solo lo que quería, el resto era un murmullo indescifrable, un mensaje que pasaba por otra dimensión del espacio y que le era indiferente. No lo registraba.
Él jamás le habló de mujeres, siempre le dijo que era la primera y (le mintió) que era la única.






Capítulo XII






Nunca la olvidó. La vida pasó, con épocas malas y otras relativamente buenas o felices y algunas si francamente felices que en su registro intimo pasaron muy, muy rápido, demasiado rápido, con gran vértigo y en su nostalgia buscó volver a veces -sin proponérselo- al tiempo en que estuvieron juntos, y al recordar exigiendo su memoria a esos años veloces de aprendizaje y juventud ahora se le mezclan muy fácil las felicidades y los desencantos, allí aparece ella (la Tana) y él la incluye siempre, siempre está con él en los picos de alegría extrema, la ve (aunque este seguro de que no estuvo) entre el grupo de amigos y familiares que festejaron con él cuando aprobó la última materia, cuando lo raparon y desnudaron en la vereda de la facultad en pleno julio, en pleno frío insoportable de julio y él no sabía si temblaba por el frío o por la felicidad también insoportable de cumplir con sus deseos y sus metas. Su actual mujer cuando lo ve así, ensimismado le pregunta:
- ¿Estás con nosotros? O navegas por algún paraíso.
Y Hugo nunca responde a estas preguntas, solo dice:
-Nada, estoy como León Gieco, pensando en nada. Y sonríe, sonríe con placer cuando la realidad le quita suavemente las imágenes con que la nostalgia le muestra a ella, acercándole la boca para besarlo. A ella pendeja, divina, con ese rostro de Claudia Cardinale como cuando cursaban juntos y hacían todo juntos, y se decían que siempre iban estar juntos y sellaban esas promesas con largos besos calentones que los hacia pensar rápidamente en la cama. Y terminaban en la cama.




Capítulo XIII




El vidrio del bar refleja su imagen. El vidrio con el nombre del bar pintado en letras rojas es un falso espejo, gracias a las luces del interior y a las penumbras que generan los árboles de la vereda.
Ve su cara allí, simulando la que tendrá ya muerto, reflejada, en el vidrio cuando es espejo. Es su fantasma con los ojos perdidos, hundidos en oscuros pozos de sombra, mirándome en silencio, ocupando todo el silencio de estar solo en la mañana para observar las cuencas negras, sin ojos del fantasma del vidrio.
Cuando no, cuando utiliza su transparencia, ve la calle.
Ve la gente pasar como entre sueños. Sueños, que a veces son su única vida real. Dice, mientras mira pasar gente que camina.
A veces, agrega, nuevamente hablando solo.
Y juega a ver y a no ver su fantasma en el reflejo del vidrio del bar. El mundo está vivo. El mundo está vivo y nada vivo tiene remedio, y esa es nuestra suerte. Leyó que contesto Bolaño cuando le preguntaron si el mundo tenía remedio.




No terminó el café, solo mojó los labios dos veces en el contenido del pocillo, en gesto de hacer algo. Simuló tomar el café. Nunca lo hace, lo despierta mucho y prefiere en plena vigilia estar un poco dormido. Evitando ver todo lo que pasa. Temiendo ver todo.
El anciano de piel muy pálida y manos transparentes, se sostiene contra el mostrador como una araña agarrada a un ladrillo en la pared. Se sostiene, haciendo fuerza con los hombros y clavando las rodillas.
Tiene la piel tan fina que se le ven los huesos y las venas son cordones oscuros que se mueven junto con los huesos de los dedos apretando el vidrio del vaso. Las uñas son de agua pintada en la punta de los dedos.
El anciano se hace entender por el cantinero sin palabras, golpeando con el vasito vacío la madera de la barra. Pide más de esa manera y le es correspondida una nueva carga de líquido incoloro. Conociendo el código universal del quiero más.
La botella vuelve a su lugar en el estante. El contenido se aquieta y el anciano le clava los ojos al líquido como agua y espera en silencio, con la boca entreabierta.


En un televisor que no emite sonidos, mudo y arrinconado, pero que se observa desde todas las mesas, se exhibe la muerte. Pornográficamente se muestra el espectáculo de la muerte. Las imágenes nos quieren hacer creer que ese es el paisaje cotidiano, bombardeos a un país que es casi solo desierto. Cadáveres despedazados, mujeres y hombres llorando.
Las imágenes buscan legalizar las matanzas. Si aparecen en la tele todos los días, van aburriendo. Muertos, y seguido el número de muertos.
Y el nombre del país que por desgracia tiene bajo su arena el petróleo que los americanos aseguran que es de ellos.
Y se lo hacen saber.
El anciano bebe a pequeños tragos sin ver la pantalla de la muerte. La pantalla que tortura.
El mozo me cobra mientras sonrío, - Se olvida un libro señor, le dice.
No, no es mío Flaco, guardate el vuelto. Y se queda con el texto en la mano, mientras levanta los hombros y cuenta la propina.










Apareció entre vapores de formól desde una zona de la cátedra reservada solo a algunos elegidos, sonreía y mostraba dientes blancos y labios recién pintados. Luego de leer el listado de asistencia nos dirigió juntos, en un solo grupo, hacia los piletones de los cadáveres.
En ese lugar le confesé a una rubia no muy bonita y algo afectada por esa grotesca compañía de descuartizados que se acomodó a mi lado, dejándome llevar por sus perfectos vaqueros blancos, que allí viven vampiros.
No muchos y que lo hacen desde antiguos veranos, perturbados como todo el mundo lo sabe por su especial sensibilidad al sol.
Le conté luego y me aproveche de su rostro azorado, que no eran mala gente y que no mordían el cuello de mujeres hermosas mientras duermen, ni tampoco se cubren de la luz con una capa brillante, se limitan con respeto a buscar rincones oscuros como habitat. Son solo personajes frágiles y esquivos que huyen del bullicio humano y buscan (por lo menos los que allí moran) de la soledad y el silencio de los preparados de anatomía.
Ahí, comenzada la descripción de una disección perfecta de la articulación del hombro, observe como su cuerpo adquiría una levedad cercana a la aérea y que su piel cambiaba del rosa pálido a una película traslúcida y a través de ella, de esa transparencia, aparecían sus vísceras. También bellísimas.
Su glotis emitía en un tono bajo y sin estridencias cercano a la frecuencia modulada.
Los vampiros son muy pequeños y rápidos, solía decirle de pasada a la rubita en pleno práctico, en un cuchicheo disimulado, y que a veces se confunden con moscas.
Sí, su voz me atrajo perdidamente.
Y así fue esa cursada, ese año de cursar anatomía y de disfrutarla y de porqué no falté jamás a una clase a pesar de tormentas que inundaban la ciudad, y de fútbol en el mismo horario u operativos militares en la zona, y de mi ansiedad por llegar temprano y primero, para luego ser el último en retirarme.
Cuando todo concluía, cuando finalizaba el trabajo práctico guardábamos los órganos en sus respectivas cavidades, ella reinsertaba sus músculos con solo aproximarlos a su punto de fijación ósea y tras una sonrisa cómplice, (mirándome a los ojos) extraía los guantes de látex de sus manos pálidas como un mago cuando termina un acto que despierta admiración. Opacando en un clic nuevamente su piel y llevándose el secreto de la transparencia por el largo pasillo central de la cátedra hacia la puerta de salida.
No pude nunca (en esa época) evitar que mis ojos la siguieran hasta que desaparecía, hasta que una puerta se cerraba tras ella o se estigmatizaba entre un grupo de estudiantes que caminaban hacia las penumbras del hall por donde se llega alas escaleras exteriores y luego al bosque.
Su anillo de bodas, ese brillo que aparecía cuando se sacaba los guantes, era como un arma en su mano izquierda, tiempo después se lo dije. También le conté sobre mi impresión de que no la pasaba demasiado bien con esa alianza incrustada en un dedo.


Sale a la calle y en una ráfaga lo habita el gentío que viaja amontonado en los micros, que se mueve enfrentándose en las aceras. Lo habitan las voces y los ruidos. Lo habita la calle, lo invade, esa calle de este mundo que ya no parece ser el de él.
Donde dos jóvenes se gritan una consigna que los divierte y él no entiende ni lo que dicen cuando hablan.
No parece de la calle, hasta que se vuelve a enamorar de dos minas que pasan.
Se enamora un par de veces en la misma cuadra que camina lentamente, y se alivia.
Como te cambia la cabeza la aparición de una buena hembra, suele decir el Licenciado. Cambia todo.
Ahora en la calle recuerda la confesión del licenciado y hace que si con la cabeza, y es cierto.
A quién no le pasa.

Y los pibes que juegan en la calle, los pibes que moran noche y día en las veredas, ese enjambre de pequeños descalzos, mugrientos y chillones, juegan a subirse, a apretarse unos sobre otros, a tener sexo. Juegan sin pudor a cogerse en la calle.
En la calle donde están todo el día para poder respirar y evitar el aire denso, irrespirable del lugar donde habitan hacinados su corta, miserable vida.
En la calle donde evitan el aire podrido de sus propios olores, los pibes juegan a lo que ven y ríen, ríen gritando. Imitando el grotesco que ven, imitan lo que pasa donde viven. Pero en los ojitos les ve que no saben bien a que juegan.
Se aglomeran y abrazan y están juntos, tocándese por que tienen miedo, terror de estar ahí. Y gritan para demostrar que no son invisibles. Para que no los pisen.

Igual se incomoda, igual sigue incomodo por la vereda, ahora cargada por gente que lo roza al caminar veloces, torpes, que no evitan chocarlo, empujarlo.
Porque jugar no es precisamente engañar, el hombre cuando juega finge, los niños no, los niños al jugar hacen una cosa importante, y seria. Juegan a lo que serán.
Y en la calle, sigue jugando a encontrar su fantasma en las vidrieras.
Y otro habitante no frena tras los vidrios polarizados en un semáforo con luz roja su flamante automóvil a pagar en cuotas.
Detrás, el griterío del juego de los niños se apaga. El obsceno trato entre ellos se esfuma. Un pensamiento intruso le desvía la atención, piensa que tono de voz tendría el Maestro Filloy al decir, que: Dios en esta calle solo está presente en las puteadas.


Entra en la librería, solo mirando al descuido los cajones con libros apilados que hay al ingresar. Busca. Busca con los ojos afilados hasta que da con el lomo de la presa. Lo mira de reojo fingiendo buscar algo a su alrededor y se aleja, abriendo ejemplares que nunca compraría.
Ve sus libros prestados, los libros perdidos, esos libros que ya le son ajenos. Que si vuelven a él no van a ser los mismos, tendrán el maltrato de otras manos, de otro cariño. Ve estos mellizos, algunos en nuevas ediciones y putea, bajito.
Estudia la ubicación de los empleados, si lo enfocan. Si están ocupados. Pasan esos minutos en los que ya cree que es transparente, en que se mimetiza con las estanterías cargadas de libros.
Entonces vuelve hacia la presa, lo extrae del estante junto a su vecino. Finge que pienso, que lee y devuelve a su lugar solo al vecino.
La presa sale a la calle entre sus ropas. Ahora finge apuro y se va.
En el reflejo de las vidrieras del comercio pasa su fantasma sin mirarlo y en el parlante de una disquería la Bersuit frasea, ¡Quien no carga un bagayo en el prontuario del corazón!
En la primera plana de los diarios le venden la agonía del Papa tratando de hablar, traqueostomizado.
Que pasa con la intimidad de la muerte, se pregunta y toca el bulto del libro bajo su ropa.




Al final ella se va y el queda solo. El sabe que siempre estuvo solo y es más le gusta estar solo, disfruta como un perro viejo estar solo, tranquilo y vagar sin limites de tiempo y de distancia. Pero la alegría de su soledad se le esfuma en un solo clic, en una sola pequeña explosión dentro de su cabeza, la alegría se le vuela junto al viento cuando por su cabeza pasa ella, pasa su voz, pasan sus labios, pasa su imagen desnuda abrazada a él. Pasa y él la ve cuando cierra los ojos y sufre.
Desde entonces lo acompañó un gesto ceñudo e indiferente por varias semanas, aprueba exámenes parciales, materias, va al cine solo, sin que nadie lo joda, dice y gasta ahora su energía que antes dedicaba enteramente a ella en largos picados de potrero a la hora de la siesta que muchas veces terminan a las piñas.
-Da lo mismo que hablen o se tiren pedos. No me preocupa su oratoria, no me preocupan sus intrigas femeninas o políticas, creo en lo que uno es, creo en mí. La cara de orto es un báculo, un palo en la mano para hacer respetar la distancia y asegurarse el vacío alrededor de uno, dijo un día mientras almorzaban.
-Las minas me tienen podrido, no pienso gastar (se mentía) un solo día más de sufrimiento por una mujer. -Only atorrantas loco, no seas extremista, le contestó Soria y le sacó una sonrisa.






-Cuando me dejes, voy a sufrir como un perro quebrado, le confesó una noche mientras mezclaba su intensa calentura animal por ella y algunas lecturas que le hacían creer que en ese momento vivía el punto más alto del amor, nada podía ser más fuerte que eso. Después entre mimos y jueguitos leyeron, con las cabezas en la misma almohada, acariciándose oreja con oreja y en voz alta que un académico yanki llamado Sherwood Rowland en el año 1972 se dio cuenta que los clorofluoruros de carbono, componentes muy importantes de los gases industriales hasta entonces rotulados como inertes e inocuos a nivel del mar, no eran tan inofensivos a gran altura y seguramente estos hijos de puta invisibles allá muy alto debían estar comiéndose la capa de ozono de la estratosfera terrestre, y que sin ese escudo transparente y gaseoso, la luz ultravioleta B y C que viene del sol solo permitiría la vida marina muy profunda, solo adonde no llega la luz y el resto de la biosfera o sea nosotros y todo los seres vivos nos freiríamos como un huevo sobre el asfalto de pleno enero al mediodía en 7 y 50. -Algunos pronósticos son inútiles desde su nacimiento, había dicho ella, no creo que sufras por mí más de un fin de semana y después mientras le daba besitos bajando por la panza agregó:
-Dale mi amor, quiero que me leas a Mafalda.




Cuando Herminio intentó incendiar el cajoncito primero con un encendedor, Hugo estaba solo frente al televisor. Pretendía hacerlo con un mecherito bick de esos que no fallan nunca, y después de frustrarse tras un tiempo prolongado en que la llamita no cumplía y quemarse un dedo cuando se recalentó, le pasaron un papel arrollado, una hoja de cuaderno o algo así y ahí si agarró, agarró rápido, se hizo una pequeña antorcha que creció y las cámaras de la tele le hicieron un primer plano del papel encendido y mostraron como se propagó el fuego a la corona mortuoria envuelta en plástico que colgaba junto al pequeño féretro, a duras penas el fuego creció, pero ese escaso calor, ese humito y la mano incendiaria de Iglesias serían un icono en nuestra historia.
En el cajoncito decía UCR con letras blancas y el palco, altísimo, era un caos donde todos querían subir y aparecer en la pantalla.
Cuando Herminio solo pensaba en quemarle el cajón a los radicales, nosotros (Hugo se sentía ahí), que llenamos la nueve de julio atronábamos la noche con la consigna, con el grito colectivo: “Paredón, paredón/paredón, paredón/ a todos los milicos que vendieron la Nación”. El grito rabioso, el grito sincero, anhelado. El grito justiciero, de los muertos, el grito de los desaparecidos que también los pusimos nosotros y que ahora estábamos ahí todos juntos en el ritual de terminar con esos años de mierda.
Y nuestro candidato se empecinaba en quemar el cajoncito, los guardaespaldas y otros notables lo agarraban de las piernas para que no se caiga del palco, y el coro unánime, enojado, no pudo tapar la boludez del muchacho de Avellaneda, del que buscaba ser gobernador de Buenos Aires. Herminio es pueblo decían las pancartas y así terminaba la campaña de una derrota.
El ahora estaba solo frente al televisor con la mente en blanco. Mañana estoy de guardia pensó cuando le apareció Avellaneda en la cabeza y lo asoció con el hospital y con el olor y con los colores de esa ciudad, mejor me voy a torrar se dijo, y arrancó para el baño.
Y así es el orden natural de mis cosas, pensó.








“Alguien tuvo la malhadada idea de llevar un perro a la casa. Y conviene decir que cuando Matías narraba ese detalle sus accidentales oyentes se veían forzados a reír. Pero no él, que cerraba en cambio los ojos en este punto como si quisiese mirar dentro del pasado.
Jamás vi. un perro como ése, decía: comía cáscaras de papas, cebollas, nabos, chauchas y cuanto s le venía a la boca; pero enflaquecía cada día más, a tal punto que los chicos, por referirse a las costillas, tan visibles, decían las espinas del perro.
A los pocos meses era evidente que el animal no viviría mucho tiempo. Una sola vez en su vida comió carne, mejor dicho la probó. Se la dio el tío un día, ante el asombro de todos. Pero adentro llevaba una píldora de estricnina.”(1)


Marcó la página doblándola en su extremo superior, apagó la luz y apoyó el libro sobre el asiento de al lado, estaba vacío. En varios movimientos pudo distribuir casi con cierta comodidad toda mi anatomía en los dos asientos.
Igual sus rodillas sufrían contra el plástico de la butaca de adelante.
Afuera, en la intemperie, la negra enagua de las sombras le fue cubriendo la carne al día, lo fue tapando al cuajar la incomprensible inmensidad del universo con esos puntos brillantes que son las estrellas.
Sus ojos cerrados siguen atentos, alertas, y miran en el insomnio dentro de esa noche móvil del colectivo. Esa noche de traqueteo, incómoda, con música de motor.
Nada incentiva más a la reflexión que las caminatas, o los viajes solitarios.
El micro, súbitamente, con el guiño encendido disminuyó la velocidad, desentono un rebaje en la marcha y se fue deteniendo mansamente dirigiéndose hacia el playón de una estación de servicios. Se balanceó en bruscas sacudidas cuando dejó el nivel del asfalto y después quedó clavado tras un corcovo haciendo mover las cabezas hacia atrás. Todas a la vez. En plena ruta, en plena travesía.
Con mis ojos cerrados de viajero, esa noche, es tan profunda, que ya no se puede hacer pie en ella. Piensa, siempre me tapa. Me impregna y no soy nada, apenas un bulto en las sombras.
Y sus ojos se abren en el mismo insomnio, dentro de ese mundo vacilante. Y en el desconcierto de la oscuridad por un instante (de desesperante angustia) es el Matías de Moyano tratando de encontrar un acto de bondad en la persona de su tío, la perfecta imagen del demonio.

Luego un potente soplido lo despierta, se abre una puerta del ómnibus con un sistema neumático y por ella ingresa el humo del gasoil carburado.
Ese olor antiguo, ese olor de madrugadas, ese olor de cuando su padre salía en el camión. Y el chillido metálico. Una voz entre sueños dice: paramos diez minutos. Y un hombre baja entre el olor a gasoil encendiendo un cigarrillo, luego desciende también el otro chofer. Este sin hablar, tratando de ver la hora en su muñeca, enfoca el vidrio del reloj hacia las luces del parador luego se levanta el cierre de la campera hasta el cuello y se frota las manos mientras camina.
Se escucha el motor que regula, ronronea resignado. El resto es silencio. Decide bajar y baja.
El aire de la noche lo despierta plenamente al respirar, se aleja hacia la oscuridad del campo abierto evitando el escape del Mercedes y el olor de los baños, acostumbra los ojos al horizonte negrisimo.


Que bueno es orinar mirando las estrellas.
Estar en el universo y especular que estamos solos, nadie más en esa vastedad. Que engreído pero, que posible. No se lo puede imaginar totalmente en nuestros insignificantes cerebros.
Y si no es así, si la vida nos vino de afuera. De esa oscuridad indescifrable y hay alguien más, y de ellos viene nuestra estructura. Esto que somos.
La Vía Láctea contiene unos 400 mil millones de estrellas de todo tipo que se mueven con una gracia compleja y
ordenada. Hasta ahora los habitantes de la Tierra conocen de cerca, de entre todas las estrellas, sólo una: El sol.
Termina su acto evacuatorio vesical y continúa buscando algún movimiento entre las estrellas.
Y si somos el producto de unos aminoácidos salpicados sobre una roca, que aparecen luego de una reacción fortuita entre energía que se fusiona. Que choca. De impredecible origen.
Y sin pretenderlo vuela. Se desplaza en el vacío, en caída libre y no levanta ni viento. Nada, por que está vacío. No hay, ni lo que pesa un ruido de ese infinito oscuro con algunas luces pequeñas. Titilando en viajes a velocidad impensable. Un meteorito, un cascotazo de Dios, que vuela llevando el juguito de vida y le pega en la boca a este planeta. A Este basurero que como siempre deambula perdido y se cruza sin mirar quien viene y liga el meteoritázo sin comerla ni beberla.
Y después sigue la adaptación de los jugos, y en su interior los aminoácidos se unen, colean y crecen.
En ambos casos es asombroso, pero regresa al micro. El hijo de aminoácidos que conduce ya está sentado en el volante y se puede ir sin él.
El viento sur comienza a moverse, excitado, acarrea nubes y no es grato mostrarle la cara al maldito.





Una mujer joven lee, o simula leer iluminada por el minúsculo reflector encendido que tienen los ómnibus de larga distancia sobre cada butaca. Es un libro de Bucay. Viaja sola, y finge estar tan ensimismada en la lectura que no registra ningún gesto que pueda aceptar como respuesta a su fugaz presencia.
Ni un parpadeo teatral, ni un cambio de posición estudiado, ni un gesto de mejoramiento fisonómico.
Nada.

Pasa junto a ella esquivando bolsos que sobresalen y se pierde en las sombras de su asiento. Sin provocar ruidos.
Ahora acechándola, como un cazador desarmado en las penumbras recuerda un texto del Galo: -“La chica decide reunir a los dos amigos en un solo cuerpo, el suyo...”.
Ya tiene el rostro del personaje.
No leas porquerías, piensa, mirando el reflejo blanco de las páginas del libro abierto. Con el tiempo te ensucian las fantasías, y no te olvides que de eso van a estar hechos tus sueños.

Deja a la mujer sola, para dedicarse nuevamente al cielo. Todo está en orden seguramente, se dice sin poder sacar los ojos de las estrellas que fueron desapareciendo tras densos nubarrones.

- ¡Hace algo…!

Le había gritado Soria cuando se despedían, luego del último encuentro. Cuando ya estaban separados por un largo corredor del hospital. Y levantó una mano para saludarlo, para continuar mirándolo y después si girar, y caminar hacia la puerta por donde desapareció.
Hacer, pensó, mirando esa puerta blanca que se había cerrado. Y no atinó a salir del lugar en que estaba parado. A veces es mejor no hacer nada. Hay gente que es más peligrosa por su falsa actividad, más molesta, más amenazante, que si se dejaran de “hacer algo”. Si se dejaran de fingir, se dice y recuerda el dialogo anterior a la despedida.

La Plata nunca fue su ciudad, fue un exilio que trató de negar. Ahora vuelve a un lugar que ya no existe, pero debajo de la piel siente un placer que lo aprieta, que le da escalofríos. Espera encontrar algo de su adolescencia, sin dudas, disfrazada por el tiempo.
Comienza a llover y las gotas obedeciendo la gravedad terrestre corren por el vidrio hasta unirse disciplinadas en un charco que se forma en el marco de la ventanilla, y en su rechazo líquido a toda forma se escapan por las juntas del metal.

Se le cruzan entre la oscuridad las fantasías adolescentes, cuando solo leía a Hemigway, y quería ser como él, cuando se mimetizaba en él. Pescar grandes merlines en el Golfo bajo un sol terrible, beber daiquiris dobles sin azúcar hasta perder el habla en la barra del Sloppy Joe’s o en el Floridita, cazar búfalos de mil kilos que te atacan en manada, en las sabánas infinitas de Kenya o acechar mujeres hermosas por las calles de Parisinas.
Por un momento le recorre el cuerpo la sensación de nadar mar adentro en plena noche, sin costas a la vista.
En un pequeño acto privado también se dice, que la seducción es una de las formas de cambiar el orden del mundo, pero cuando la viajera que lee apaga la luz, se queda dormido nuevamente mientras el motor del colectivo que lo transporta grita monótono, rumbo al sur.




El micro llegó a la Terminal de Bahía muy entrada la noche, ya de madrugada, dió vueltas, locas vueltas por la ciudad hasta llegar al centro, y allí girando cuadras dormidas entre penumbras y persianas cerradas, indiferentes, embocó a duras penas, tocando el freno varias veces, un portón que simulaba un viejo garaje de los que aparecen en las películas norteamericanas de gansters. Un portón doble enmarcado entre veredas que habitan quioscos de diarios y revistas abiertos toda la noche.

No había nadie en las calles, ni siquiera perros vagabundos, los autos eran luces fugaces, tenues, que se perdían mágicamente o giraban en las esquinas más próximas.

Hasta transbordar con el micro que lo llevaría a su destino esperó sentado en un grupo de butacas de un pasillo. Acomodó el bolso entre las piernas, se levantó las solapas, casi con fuerza cavó profundo con las manos dentro de los bolsillos de la campera en busca de calor y después lo atrajo la intermitencia de una luz fluorescente que dudaba en quedar encendida o no, sin dejar de pensar que quizá, muy cerca de allí, muy, pero muy cerca ella dormía profundamente, sola o lo más probable, abrazada a alguien.

¿Si la volvió a ver? Sí, inesperadamente cruzó ante sus ojos una vez más en la vida. Pasaron muchos años, no sé cuántos, más de diez quizá, seguro. Y una mañana en Aeroparque mientras esperaba un vuelo, sentado, oculto por la gente, la vió entre la muchedumbre que caminaba hacia otra puerta de embarque. Se distrajo un momento para leer un letrero con información de las salidas, mirarla se le mezclo con olor a café de un bar muy cercano. Iba con quien presumió su hijo, él se ocupaba de arrastrar una valija y hablar, ella miraba hacia adelante, por lo que grabó en este recuerdo solo su perfil.

Se desplazaban entre varias personas que evidentemente demostraban apuro. La siguió hasta perderla en la zona de compras. Miró hacia las pistas el movimiento de salida de un avión, no era distinta al resto de la gente.




Texto agregado el 26-10-2011, y leído por 297 visitantes. (1 voto)


Lectores Opinan
13-03-2012 Después de mucho tiempo ingresè nuevamente a este sitio. Y me encuentro con esta sorpresota. La leí en de un tirón por encima, como papeles pegados en la pared, o la caminata que uno realiza frente a los cuadros de una hermosa exposición. La intensidad del texto me llevó sin darme cuenta hasta el final. Es muy bueno, sólo le falta el pulido de algunas pequeñeces para que todo brille. Y que siga el baile, amigo! nanchogalarreta
 
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