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este ha revivido de la ultratumba-ram de mi antigua computadora. Ni siquiera me acuerdo de haberlo escrito, pero qué bueno está, jiji


Matheú


Nació volteado. Su mamá lo pujó durante catorce largas horas, entre desmayos y contracciones electrificantes que acabaron con sus ganas de verlo crecer. Cuando la comadrona logró sacarlo, la pobre parturienta no pudo más que sonreír levemente y decir sus últimas palabras: se va a llamar Matheú.

Más tarde se le vería corriendo descalzo entre otros muchachitos tan enclenques y barrigones como él, pateando pelotas hechas con bolsas de plástico amarradas, entre los lodazales que dejaba cualquier tifón sobre las carreteras sin pavimento de su ciudad natal.

Matheú creció hambriento y feliz, sin saber muy bien las razones por las cuales más allá de su casa de madera, había otros negritos iguales a él, todos con innumerables hermanos y un padre triste y solitario que no notaba pasar el tiempo frente a sus ojos. La gente de su barrio crecía sin saber cómo, y al tocar la adolescencia los muchachos y muchachas cambiaban la rayuela por el sexo sin notar diferencia alguna. No era difícil ni muy indecoroso toparse con el zumbido azaroso y primitivo de dos cuerpos abandonados al amor en plena plaza pública, sobre todo en aquellas noches cuando faltaba la electricidad y no quedaba otra opción lúdica en la cual disolver el aburrimiento.

Por eso y por la falta de escuelas es que la gente moría tan joven. Pero eso Matheú no lo sabía. De sus once hermanos habían muerto siete, y su papá ya mostraba las llagas y la debilidad que el SIDA había causado antes a los fallecidos. Él apenas tenía doce años y estuvo a punto de seguir el camino de toda la familia sin saberlo, cuando una mulatita guapa le dijo, con ese francés acaramelado que se habla en la isla, que no se acostaría con él ni con ninguno, no fuera a terminar sidosa como la mitad de las muchachas del país. Así fue como Dios le mandó a Matheú esa advertencia, y éste acabó salvando la vida a punta de un celibato que mucho sudor y vergüenzas le costarían entre los muchachos de su edad.

A los quince ya sabía ganarse la vida en la calle. Trabajaba una semana como panadero, otra pulía zapatos, otra terminaba robando en algún puesto del mercado. Siempre pudo llevar algo a casa, donde Papá lo esperaba, ya convaleciente.

Solo quedaban ellos dos. Sus hermanos mayores se habían ido de casa, las hembras por matrimonio y los varones por exilio. De vez en cuando llegaban cartas, retrasadas y distantes, de algún hermano que enviaba un poco de dinero y lo invitaba a fugarse del país a la primera oportunidad. Matheú nunca las respondía, en parte porque le daba tristeza abandonar a su padre, en parte porque eso de escribir le resultaba difícil y fastidioso. Casi no sabía leer, y cuando le llegaba correspondencia prefería pagarle a la maestra de la esquina para que le contara lo que decían esos papeles, a perder varias horas descifrando letra a letra su contenido.

Una tarde como cualquier otra llegó el terremoto. Sorprendió a Matheú en una calle del mercado, robando de un tarantín un par de papas con las que planeaba hacer un caldo para la cena. Justo cuando el vendedor lo pilló metiendo mano a la pila de verduras, comenzó el temblor. El grito del asaltado se ahogó pronto entre la desesperación de la gente. Primero un rugido sordo salió de las fauces de un gigante invisible. Luego todo fue caos. El suelo se removía en todas direcciones y sacudía los carritos de frutas y verduras, que parecían cocoteros azotados por un huracán. Pronto rodó toda la mercancía por el piso, haciendo tropezar y caer a las personas, ya de por si atrapadas por los techos y las paredes a medio derrumbar. Con todo y el espanto, Matheú se aferró al par de papas en sus manos y salió como pudo, flotando sobre un mar de vegetales, trozos de madera y plásticos que antes fueron la sombra del mercado.

Corrió a su casa, traspasando casi a ciegas una calle donde aún caían las casas, convertidas en rompecabezas a medio desarmar. Por misterios de la conciencia, el muchacho sólo era capaz de pensar en las verduras que se abollaban apretujadas en sus manos, y en la cena que prepararía para su padre cuando por fin dejara este infierno y llegara a casa. Cuando consiguió hacer el trayecto ya no había casa ni padre a quien darle el caldo de papas. Las verduras rodaron carretera abajo hasta unirse a la pila de escombros donde había quedado sepultada toda su vida pasada.

Pasó esa noche junto a otros trescientos sobrevivientes, todos llorando a sus muertos en la plaza central, él recostado a un muro de piedras que milagrosamente había sobrevivido a la sacudida que dio la isla. Más tarde iría hasta lo que fue su casa, a despedirse del cuerpo de su padre y a rescatar una de las cartas donde un hermano le explicaba el modo de llegar a Venezuela.

Por mecanismos secretos que muy pocos conocen, y que seguro incluyen pequeñas lanchas, mares gigantescos y fugas en fronteras, Matheú amaneció un día en la ciudad de Caracas, sin nada en el bolsillo y con mucho asombro ante la cantidad de lucecitas que iluminaban los cerros pese a la hora tan temprana. En uno de esos barrios lo esperaba su hermano, hombre experto en las lides de la emigración que lo saludó con un afectuoso francés contaminado de español y le acogió con la misma calidez que la ciudad le hereda a todos sus habitantes.

Por ahí viene Matheú, empujando su carrito de helados y sonando una incansable campana que me distrae del oficio de escribir. Pronto tomaré un billete de la cartera y correré a abrirle la puerta, me hablará con su español afrancesado y me dará un precio exorbitante que yo pagaré contenta. Pequeño precio por una historia de vida que muy pocos hubieran tenido el valor de vivir.

Texto agregado el 02-11-2011, y leído por 228 visitantes. (3 votos)


Lectores Opinan
05-04-2012 Lo lei rápido, me quedan muchas sensaciones e imágenes. Buenas frases en lo relatado, revelan el oficio y la facilidad de traer a la ficción lo que muchos tenemos por realidad...y viceversa. cvargas
09-11-2011 Muy buen cuento para no olvidar la realidad de esa tragedia ahitiana. 5* y un abrazo. idmacastro
06-11-2011 su sonar sospecho encierra un mundo de historia... contare las veces q pasa deseandoles bendiciones. 5* superyayayin
05-11-2011 Recoges bien, Celia, lo que queda del infortunio. Pero como si fuera un sino, la mejoría no es tan grande. Felicito tu forma de contarlo. peco
05-11-2011 Vaya, siempre te las arreglas para hacer surgir lo bonito e las historias. Conozco hechos reales que me tientan para escribir, pero creo que parecerían demasiado fantasiosos. Oh, y no veo que te distraiga demasiado de tu oficio de escribir este muchacho. Salud. guy
02-11-2011 hermoso testimonio de un sobreviviente. NeweN
 
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