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Me miro a la vuelta de los días. ¿Dónde equivoqué los pasos? ¿Cuándo el camino se me hizo un laberinto? Soy la historia de la reconversión de la soledad. Me reconvertí en una eficiente tijera de podar, que rebajaba los arbustos de los jardines de otros, que dejaba el pasto convenientemente corto y que tres semanas después había que retocar, que con sus tenazas afiladas podía recortar las ramas de los árboles que me buscaron. No tengo en mi bitácora las palabras dulces. Guardo en esta libreta tallada con gubias y con lágrimas la violencia esencial del género, los hombres como floretes, punzando, los gnomos perversos que tenían el sexo duro y la palabra también.
Podría haberme llamado Romina. Creo que las Rominas son convenientemente felices. Buenas incluso. Felices y buenas como los borregos. Sin estridencias. Sin apasionamientos. Sin gritos ni luces intensas. Una borrega con los cabellos rizados o lacios, con los ojos verdes o negros, con las manos cuidadas o como lijas persistentes, pero feliz, sin este abandono como anticipo, sin este adiós que me saluda desde el pórtico de bienvenida. Todos se van. Todos quizás nunca debieron estar en medio de esta magia que hoy se me descascara.
Los años me pesan. Me repelen las fiestas en las que otras más jóvenes celebran lo que para mí ya no es motivo de festejo. No encontré a la vuelta de los días las biblias, las grandes homilías, las alamedas que me instalaron los dogmas de la fe, de la política, del amor incluso.
Al hombre lo busco por la ciudad. Lo busco mientras construyo un anagrama con su nombre. Es real este sentimiento de mentira, la falsa tranquilidad ante la cual me rebelo. No me sano. Enferma. ¿Qué tienen las putas que son mejores? ¿Qué tienen entre las piernas que al menos se convocan ante su fuego por algunas horas? ¿Por qué mi sexo se desnuda y no es suficiente para que se quede, para que comparta el café o la mañana sin condiciones? Me siento a esperar los sueños, a interpelarlos a los gritos, a llorarlos mientras golpeo platos contra los muebles de la cocina, a amenazarlos con desmenuzar sádicamente sus cuerpos sin cicatrices, sin estas marcas que tengo bajo los senos desde que me arranqué de cuajo la compasión.
Partirle al hombre el cuerpo como una breva. Comerle el adulterio, comerle la soberbia, su tiranía y mis retornos, mis ojos mirándolo desde el mesón vidriado con mis dos moneditas amargas y mi mano temblorosa, con un mohín de vencida, con los arrumacos bajo la falda para el niño que nunca le di. Lo busco. Reúno fotografías, leo los libros en los que se engolosina y por las calles sonrío buscándolo, lo persigo en la tardes corriendo hacia el poniente como tras un sol esquivo, llevando mi mensaje infinito sobre las alas, un millar de cruces sobre las tumbas para iniciar plegarias por los muertos que cumplen horario.
Mi cuerpo desde el cosmos a lo cosmético sin escalas. Dame, por favor, un simulacro de cariño para aplacar mi infantil desazón por la oscuridad. Los verbos elididos, mi acción negada, las obras contraculturales de las gestas eróticas de las otras, de ésas que nunca podré ser, otra materialidad, otro sentir, otra emocionalidad, una libertad que por azar me tiene permanentemente recluida.
Tengo los muslos llenos de fisuras profundas por culpa de estas orugas que me poseen, alimentándose de mi abrazo nonato. Nunca serán mariposas, nunca volaran de mí, orugas carroñeras de esta carne infame.
Quiero cubrirle a esa mujer el cuerpo con vestidos gruesos, con faldas que oculten su incendio, ese fuego que si yo tuviera derretiría las moles de hielo que me rodean. Aislada. Sitiada, herida por ráfagas de los besos que no tuve. Quiero golpearla en las mejillas, abofetearla con brusquedad y pedirle explicaciones que no entenderé, imprecarla, maldecirle su boca gruesa que se llena de besos y mirar la mía en el espejo que se colma de caries, de muerte, de silencio.

La otra mujer se yergue como una sombra, se alarga, se solaza.

Ni el cuidado inventario de sus carencias, me basta para amenguar su luz. Le grito al hombre que me escoja, que le prepararé su sopa preferida, que transitaré por su casa con perfumes baratos y joyas falsas pero tan enamorada, que tengo esperanzas de tenerlo conmigo para que me repare el tejado, para que me remiende la dignidad que como un encaje maltrecho no cubre nada… Pero me mira y pasa de mí. Me sonrojo mientras le lleno a él también la alforja de improperios contra su hombría, expongo sus debilidades, le hundo en la ijada las esquirlas venenosas de su abulia que me duele, busco hombres que me hagan el amor con los dedos, que me metan por el ombligo a Silvia Plath, mirando de reojo si le importa.

La otra mujer la escucha, le sostiene la mirada y se apiada. En concéntricos círculos le cuenta que los hombres son sólo iridiscencias. Sean hombres diminutos u hombres meritorios. Exiguos de moral o exiguos de pasión. Intelectuales de cajón de ofertas o esforzados cantores de micro. Hombres culposos que reparten hijos parados sobre el cerro soplando dientes de dragón cuyos vuelos no controlan. Hombres invisibles que se cuelgan de las muñecas sus mujeres anteriores y las hacen sonar como castañuelas, como un enfermizo flamenco que suena a música de funerales tempranos. Hombres como bahías claras o como ennegrecidos puertos. Como espejos o como espejismos. Como cesura o como censuradas entregas. No existen. Son sólo iridiscencias. Con lástima le lanza a esa flor que espera al hombre a la orilla de la mampara, un beso.

Texto agregado el 02-11-2011, y leído por 675 visitantes. (4 votos)


Lectores Opinan
17-01-2012 Bastante bueno, hay frases y pasajes notables que me quedan dando vueltas ... athelstane
30-12-2011 Excelente firpo
04-12-2011 sos muy interesante. Gracias por darme esta lectura, juakingold
29-11-2011 me gustó mucho lo que leí... mis 5* peke_correcaminos
04-11-2011 No sé de que va , prometo volver , pèro esta vez sera para leerte collectivesoul
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