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Rosa amaba a Hortensio, quien gozaba con Rosa, a espaldas de su esposa. El pueblo completo se enteró del triángulo Clara, Rosa y Hortensio.

Hortensio la pasaba de lo lindo; quería a Clara -su mujer-, pero su rechazo al sexo liberal de ésta, lo llevó a buscar en Rosa lo que en su dormitorio no se hacía con luz o de día.

Los años pasaron y todos sabían que Clara sabía lo que Hortensio decía que no sabía, pero nunca hizo escándalo o problema alguno, aferrada a su condición social.

Muchos hombres miraban a Hortensio con envidia: el marinero de dos puertos no dudaba en lanzar su ancla en otras bahías si se daba el caso; era un descarado, para muchas.

El caso es que el exceso en la bebida, el sexo y la dieta, parecieron minar la salud del corazón de Hortensio, y se reveló una madrugada intentando satisfacer un matutino placer en cama de Rosa: menudo escándalo trasladar al cuerpo de la casa de la amante al salón de la casa de la esposa, para velarlo.

Por siglos la fe católica del medio alentó en el pueblo la creencia en los condenados: muertos incapaces de descansar en paz. En el medio rural en particular se creía que si un muerto de un condenado por lujuria se enfrenta a quien fue su amante, muerto y condenado, se levantaría.

El día del entierro, el cortejo pasó por la acera de la casa de Rosa, quien de negro y cubierta, desde su puerta miró pasar a los dolientes.

Hortensio sufría catalepsia y pudo recobrar sus funciones vitales normales sobre los hombros de quienes lo cargaban, conforme es costumbre en los pueblos.

El rostro de los seis fuertes hombres se llenó de espanto: sintieron como el supuesto cadáver se movía y pateando, abría el cajón del ataúd; lo dejaron caer y saltaron en fuga refleja, a escasos metros de la acera de Rosa, que con ojos azorados fue testigo de cómo su amante, con rostro desencajado, se levantaba del ataúd y erguía lentamente, entre aullidos de pánico y ataques de histeria generalizado.

¡El condenado! ¡El condenado! –empezaron a corear a gritos los mayores, persignándose.

Rosa, pese a su amor, se santiguó cinco veces y corrió dentro de su casa, cerrando la puerta detrás de ella.

¡El condenado! ¡El condenado! ¡Ha visto a su amante y se niega a enterrarse! ¡Agarrémoslo! – gritaron los más osados.

En cosa de segundos, más de doce hombres agarraron a Hortensio el condenado y amarrándolo con cuerdas, lo depositaron en su rajado ataúd vendándole la boca para que deje de suplicarles, lo llevaron al nicho adquirido en la mañana por la viuda, quien antes de atornillar de nuevo la tapa del ataúd, sugirió que le claven en el pecho una estaca y luego le echen ‘agua bendita’ –lo que se hizo a la vista de todos los parientes y amigos del difunto. Luego se lloró y oró pidiendo por el descanso de su alma.

Hoy el pueblo parece no haber cambiado gran cosa, entre los ancianos que suelen acudir cada mañana a la plaza, varios atestiguaron ese entierro. El nicho se encuentra en absoluto deterioro, pero nadie lo toca, circulan leyendas del alma de Hortensio que busca a Rosa y a Clara.


Texto agregado el 07-11-2011, y leído por 446 visitantes. (14 votos)


Lectores Opinan
20-02-2013 Buenísimo, lleno de la idiosincrasia de nuestros pueblos. Carmen-Valdes
31-10-2012 Humor con sello de la casa; como nos tienes acostumbrado, achachila. Parecido a un cuento de revueltas; ensamblado sin embargo a tu inconfundible estilo. Deleitable. Pato-Guacalas
23-11-2011 Oscar, te felicito lider_de_masas
14-11-2011 Me atrapaste literalmente!, hacía tiempo que no leía un cuento tan ameno y tan interesante por su contenido. Me encantó.********** sirenadelmar
11-11-2011 Un buen relato que me encantó leer. Saludos teresatenorio50
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