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CAPÍTULO III. VECINOS

ZOZOCOLCO

Una mañana, fui a un poblado aledaño. El paso de la yegua resonó en el empedrado dos horas después. El pueblo de Zozocolco, tan rico en paisaje, la iglesia grandiosa, algunas casas donde la opulencia había dejado pisadas, ahora, yacían abandonadas: la maleza crecía en los jardines y las enredaderas; trepadoras indomables subían por las paredes. En los tejados, como tordos centinelas, se balanceaba uno que otro helecho. Las puertas cerradas, las ventanas con vidrios rotos y la madera quemada y retorcida. Supe que sus dueños se fueron a la ciudad de México, que hicieron riqueza comprando y vendiendo vainilla y que cuando ésta bajó de precio, simplemente, tomaron su capital y emprendieron camino. El campo no da para tener todos los hijos en el ejido y es simple, las tierras no se estiran y para cultivarlas requieren de asistencia técnica y capital. La gente se va, unos porque nacieron para la aventura, pero la mayoría es para no morir de hambre y anhelar una vida mejor.



LA MADRE

El agua fría cayó sobre su espalda, no pudo evitar un resoplo de placer y dolor. Con el baño se fueron los hilachos de un sueño inquieto. La mañana no se desperezaba. El resplandor de la luna le daba trapecios de luz dulce a la recámara de su madre; le dejó un desayuno frugal, la intención de un beso en la frente y un recado.



Contempló el patio y perfiló los árboles. Por un instante, se vio jugando con sus hermanos, mientras su madre daba de comer al cerdo. Se fue. Sólo se llevó la esperanza. Había pasado dos años y la madre seguía puntual con la manutención de la prole, pidiéndole a la virgen Morena por el hijo ausente y llevándole, cada quince días, una veladora al templo.



Golpeaba la ropa con furia, deseando desmenuzar la tristeza, aunque sólo conseguía endurecer el dolor; quería sacarlo del recuerdo más no lo conseguía. Lavaba, a pesar del desaliento, mojando de lloros la manga de su camisa. En la noche, rendida, lo veía en sueños.



Una mañana, al despertar, encontró sobre la rústica mesita –al lado del rosario - su tasa con leche y una nota. Supo que él estaba, que había vuelto cobijado por la oscuridad de la madrugada y fluyeron sus lágrimas, formando un regato por donde corría el dolor de dos años. ¡Sus ruegos no habían sido en vano! El cansancio lloviznó en su interior y la piel se tornó luminosa, como si desde adentro estuviese brillando una luna. El sueño comenzó a abastecerla; tanto, que no pudo abrir los ojos, pero eso ya no le importó.



LOÑO

Loño, mi vecino, trabajaba en la aplicación a las paredes de las casas de un insecticida muy tóxico. También, tomaba muestras de sangre a todos aquellos que tuviesen fiebre. Iba con su bomba sobre la espalda, caminando entre maleza, lodo, sol y lluvia, recorriendo muchos kilómetros diariamente.
—Estamos bien tapados doctor. Imagínese que la gente no quiere cooperar y no deja que le piquemos el dedo para sacarle una gota de sangre y ponerla en la laminilla.
— ¿Por qué no quieren, Loño?
—Usted cree, dicen que el gobierno les va a vender su sangre.
Me quedé pensando en la burrada que decían los indígenas, pero detrás de tal expresión estaba el resentimiento y la desconfianza.


Loño renunció a su trabajo porque había perdido deseos y el color de la piel parecía un pan mal cocido. Fue lo mejor que hizo. Platicábamos con familiaridad, después, me acompañaba a lugares alejados para visitar a algún enfermo; en recompensa, le atendía a sus hijos, pero lo mejor que sucedió fue que nos hicimos amigos.
—Va a ver doctor que antes de tres meses, tengo mi casa.


Loño cumplió: a los tres meses, había hecho su casa. Con una carretilla, traía la piedra de la cantera y cuando hubo reunido la suficiente, empezó a levantar paredes: dos cuartos, una cocina y letrina. Otro día, en el camino, me dijo que aprendería talabartería para hacer ajuares para los caballos y para los jinetes. De los olores, recuerdo el secado de las pieles. El aroma era penetrante, insidioso. Aprendió la artesanía sin que tuviese maestro y, luego, alzó otro cuarto que fue su taller.
Años después, me contó que su pueblo debería tener agua entubada. Sin ser autoridad, y organizando a las familias, llevó agua de la montaña a su pueblo.
El mundo y México tienen muchos de esos varones y sucede que quienes están en el poder, los ignoran, o todavía peor: los matan porque no quieren rivales.



EL ASERRADOR

Tenía mi espacio. El carpintero transformó la madera. El lugar que había sido refugio de los murciélagos, ahora, lucía tanto a la luz de las lámparas que parecía tener vida. Tres espacios: el consultorio, el área de observación y, atrás, un desayunador con un catre y una cocina que daba a un minúsculo jardín. Era mi cueva.


Zoila, delgada y eficiente, se encargaba de mantener limpio el local y era depositaria del café y los totopos. Neme, un niño de diez años, era el recadero y cuando no estaba Zoila, él traducía con facilidad del totonaco al español.


La radio en México tendría unos años de transmitir la frecuencia modulada. Mi aparato de radio había viajado conmigo y funcionaba para las difusoras locales, pero no eran de F.M. Quería localizar a alguna de ellas, pero era inútil. Distraído, no me percaté de que atrás de mí estaba el papá de Neme a quien conocía sólo de vista.
— ¿Qué hace?
—Tratando de que el radio suene mejor.
—Ese alambre que tiene por antena no le servirá de mucho. Espéreme.
En diez minutos, trajo un cable delgado de cobre, lo situó de lado a lado en lo más alto de la casa. Con otro, conectó al radio y se hizo el milagro: tenía música de toda clase, llegaban las estaciones como si las tuviese al lado mío. Tuve la dicha de escuchar a los grandes músicos, a las orquestas. De vez en cuando, a mis oídos llegaba un tango de Gardel. Por qué se escuchaba tan bien, no lo sé; las ondas son así.



Lillo se dedicaba a sacar tabla, era aserrador, pero antes de derribar un árbol, pedía perdón y sembraba, siempre sembraba. Por las tardes, en la esquina, me dedicaba a platicar con todos: el vaquero, el amigo, el aserrador. En veces, iba a mirar como herraban los caballos. El vaquero, el talabartero y el herradero eran hermanos. Tan diferentes, como los dedos de la mano. El aserrador era hijo del señor Aldana, un adulto mayor que, siempre, decía: aquí todo se compone; como diciéndonos: no tenemos porque desperdiciar. En el lenguaje actual sería un reciclador. Sin embargo, Lillo, con su cara dura, conocedor de su oficio como nadie, también gustaba de la danza.



EL BAILE DEL PAYASO

Me habían dicho que Lillo era quien bailaba vestido de payaso. No imaginé que aquel viejo aserrador, diestro en trepar los árboles, fuese el danzante. De cara terrosa, cuarteada y con ojillos que simulan persianas entrecerradas, llegaba a la falda de la montaña al clarear la mañana para aserrar la caoba, el cedro o el carboncillo. Es el oficio que aprendió y sabe del quehacer, pues una tabla serruchada por él, mide una pulgada por cualquier lado. Lo hacía a escondidas de los militares, por encargo de los ricos. Es un trabajo duro que lo contrapone con sus emociones, por lo que murmuraba -en totonaco- un rezo de perdón.

Tirar el árbol, derramarlo, trozarlo con rústicas poleas, subirlo a una tarima, exige destreza. Trabajaba en silencio. El único ruido que se oía era el roer de los dientes de acero. Era una sierra manual que requería un ojo aritmético y un pulso fino para mantener la dirección del corte. Su oído tenía que ignorar el dolor de la madera y concentrarse en el ruido que hacen las pisadas de los caballos, o en las voces que rebotan en las pendientes y que, después, se pierden en las hondonadas. Adquirió con los años un oído de centinela.


Por las tardes, Lillo deambulaba por el parque, la iglesia o el palacio municipal y al saludarlo, sabías que su mano era una pinza revestida por una piel callosa y gruesa. Traía cabello corto, que lo cubría con su sombrero de palma; la frente, surcada por hondos canales, servía de marco para unos ojillos que ven mejor cuando los entrecierra, pero que no adivinas qué hay detrás; sólo una gran carnosidad, que amenaza con saltar.



Las fiestas del pueblo estaban por terminar. En la plaza, había ruido de tambores y violines. Sobre la gente arremolinada, atisbé, entre la cerca de hombros y sombreros, el baile del payaso. En medio del cuadrado, estaba él vestido de payaso; en cada ángulo un bailador. Movía hombros y piernas con gracia y elasticidad; se acercaba a cada uno de los danzantes y, bajo el influjo de la música, estremecía su cuerpo, lo hacía temblar durante unos minutos. Con vertiginosa armonía, saltaba de una esquina a otra. Tal parecía un reto, que finalizaba consigo mismo. Bailaba solo; sus acompañantes habían desaparecido. Entre el silencio y la risa destacaba –más- su profunda soledad: se hacía irreal, sin tiempo. Era un espíritu libre, lejos de la pobreza y la miseria diaria. Poco a poco, doblaba su cuerpo con finos estertores, llegaban las convulsiones y la muerte que coincidía con la nota aguda y lastimera del violín. El público le miraba con tristeza, como viendo parte de su vida en la muerte del payaso. Poco después, cada quién seguía su camino.


Jamás me hubiese imaginado que aquel aserrador -con ojillos de camaleón y manos de madera- fuese un bailador que tuviese la gracia de un colibrí. Un mes después, supe que estaba en el penal. Su hijo, Nemesio, me contó que los militares supieron donde estaba aserrando porque quien lo había contratado, se encargó de decirles para evitarse el pago de su trabajo. Le dejé unos centavos y la promesa de estar pendiente de su familia. Salió un año después. Volvió a aserrar; sólo que, ahora, lo hacía por encargo de la autoridad. Nadie como él para sacar la tabla: tan recta, tan limpia. Cuando llegaron de nuevo las fiestas, aquel payaso con cuerpo de potro y alas de colibrí, ya no daría más saltos de felino.




DOÑA CANDI

Doña Candi era esposa de un vaquero. El vaquero sabía de vacas y hacer hijos. Ella tenía como oficio ser mamá. El vaquero era como muchos varones, gustaba de la cerveza y de gastar lo poco que ganaba en otras mujeres. Doña Candi, hacia todo lo posible por sostener a la prole. No, nada de pegarles a los hijos, anteponía su amor hacia ellos, ante de los maltratos del vaquero. ¿Quién me lo decía? Nadie, sólo la veía trasteando frente a mi consultorio y lavando ropa ajena y cargando a sus pequeños. Nadie me decía nada. De vez en cuando, ella se acercaba a darme de lo poco que tenía: un café, una enchilada. Le veía la cara, su andar, su silencio y sabía, entonces, que esa mujer no estaba para odiar a nadie. Amaba a sus hijos por encima de toda pobreza.


EL ANCIANO

Para ir al centro del pueblo, había dos maneras: una la calle central; la otra, el atajo. Mi consultorio se ubicaba al inicio del atajo. Si abría la puerta y miraba la mañana, como era mi costumbre, veía la choza de doña Candi y, al fondo, la cañada. Si giraba la mirada hacia la izquierda, veía un jacal de tarros donde vivía un anciano con quien platiqué una sola vez. Inusualmente, vi gente que entraba y salía de su choza. Uno de ellos me dijo que el señor estaba en agonía. Me sentí ofendido de que no me hubiesen llamado, así que me hice presente, si no como médico, al menos, como vecino.

La luz se filtraba por la pared de tarros y se atropellaba en la manta blanca que ellos usan. Acostado en un catre, se despedía de unos amigos. El olor de los enfermos graves, es evidente. La muerte se huele y yo no olfateaba eso. Lucía delgado, fibroso, recostado sobre una almohada. Lo saludé a su usanza: tocando la punta de los dedos y diciendo suavemente “Tlenn.” No sabía qué decirle y él fue quien rompió el silencio que colgaba como muro. Nunca antes lo había tratado. Me miró con limpieza y en claro castellano, me dijo:
—Voy a morirme. Todo lo tengo previsto. Mis hijos ya saben que les va a tocar a cada quien. Me iré limpio del corazón y de la conciencia, ya vino el padre Panchito y me confesé.
—No te vas a morir — le decía. Lo miraba sereno, su voz calmada más que precaria. ¿Cómo se va a morir? No veía signos atrevidos de enfermedad.
—Así, está dispuesto. Ya sé en qué lugar quedaré. Escogí estar en lo alto de la loma para que pueda mirar hacia mi casa.
El cementerio estaba en el cerro. Desde allí, su casa era visible. Era la única parte del paisaje que a mí me desagradaba.
—No te vas a morir, verás que mañana desayunamos juntos— y me despedí con respeto.
Nunca supe qué sucedió. El anciano habló de la muerte como si fuese parte de la vida, como decir mañana haré esto y lo otro. Cierto, murió en la madrugada, claro de conciencia, fibroso como una raíz y está enterrado en la loma, viendo su casa.


EL OTRO ANCIANO

Visitaba a mi familia cada dos o tres semanas, siempre y cuando las condiciones del clima favorecieran el vuelo de la avioneta. Si el día abría luminoso, temprano enfilaba rumbo al campo de aviación. Tenía que bajar. Frente a casa de Celedonio (Loño), en una choza, veía a un anciano encorvado, cara afilada. Siempre estaba sentado fuera de su casa, sacándole punta a un pedazo de madera con una navaja. La vez que lo miré caminar se apoyaba en un bordón, pero me dije que podría hacerlo sin él. Lo situé en mi mente como un personaje hosco, agrio y rapaz. Un día lo olvidé, pero una noche empecé a escribir un cuento, sin detenerme a repensar. Cuando lo terminé, todo me hablaba de él: el paisaje y su figura.


RAMO DE OJOS

Se levanta, impulsado por un olor. No lo piensa dos veces: busca el bordón, abre la cerradura, traspone la puerta y camina hacia las afueras del pueblo. Con claridad, escucha el roce del viento en las plataneras, el silbido profundo de las aves insomnes y el grito lejano de los animales del monte. Camina rumbo a la cañada. Ensimismado, trata de recordar los hilachos de su sueño cuando, al pasar por debajo de un enorme zapote, un pájaro aletea cerca de su cara y el susto lo hace trastabillar. Después, pasos adelante, un suave aroma se le escurre por su nariz aguileña. Sube con dificultad: la humedad de las lajas hace que resbale, y tiene que detenerse para afirmar bien el paso. Cuando llega a la cima, la luz de la luna le muestra la sombra de la higuera y, más abajo, sobre la falda del cerro, se perfila el cementerio.

Allá, camino al río, vivió con su madre. La visualiza lavando montones y montones de ropa ajena, barriendo la minúscula hoja del tamarindo y dándole a los pollos las sobras de la comida. Ahí se recordaba él: estaba en el patio. Con su pantalón raído, flaco, mugriento y con la mirada atenta. Absorto, veía cómo un polluelo apresaba con el pico una lombriz y, detrás de él, dos de ellos lo correteaban, ferozmente, por todo el patio.

Se fue tras los pollos, los apresuró hasta que vio que daban vueltas, piaban lastimeramente, y caían al suelo con los ojos muy abiertos. Repetía la historia las veces que podía, siempre burlando la atención de los mayores; hasta que, cierta vez, a mitad de la diversión, se dio cuenta que su madre iba detrás de él, con una vara afilada que, al blandirla, zumbaba como lo hacen las moscas de trompa luminosa. Corrió y se ocultó bajo el guayabo que, por estar cargado de frutos, hacía que las ramas se doblaran ofreciendo un buen escondite. Tirado en el suelo, percibió el alboroto que hacían las gallinazas cuando buscan sitio para dormir. Una de ellas se vino hacia abajo, arrastrando frutos maduros y media docena de larvas negras y peludas que cayeron sobre su espalda. Rompía en dos mitades la guayaba, cuando empezó a dar gritos que llamaron la atención de la mamá. Tres días estuvo en cama sacudido por las fiebres.


Tiempo después, discretamente, volvía a las andadas. Buscaba entre los montes aves extraviadas, o bien él las hacía perdidizas para corretearlas entre los zacates de los potreros, o entre los helechos que crecían en el monte. Les sacaba los ojos por el espanto y, después, miraba cómo daban vueltas, en un piar sin freno que terminaba cuando el ave doblaba la cabeza y caía de lado, dando dos o tres aletazos, poco antes de morir.


El alba está cerca, el viento mece los frutos, sacudiendo los olores por el camino. Así, en un momento, piensa que está atardeciendo y que no tardará en llegar la noche. Es, entonces, cuando el bordón se le resbala, pierde el equilibrio, da varias vueltas, cae y, sin poder detenerse, la inercia lo saca de la vereda y rueda, golpeándose en las peñas; quiere asirse de las raíces, pero éstas se le escapan de entre los dedos y rueda hasta el fondo.


Su cabeza, su cuerpo dan vueltas. Respira con ansiedad, percibe la humedad y el sonido del agua que corre, así como la sombra de un frutal que se recuesta en la mitad de su cuerpo. Tirado, con una gran piedra en el pecho, su corazón corre con frenesí. Quiere sentarse y, al apoyar la mano, rompe la corteza de un fruto: por su mano corren, atropellándose, mil pies. No puede evitar la nausea cuando los gusanos reptan por su palma y suben hacia su brazo.

Al dirigir la mirada hacia arriba, observa a unas aves en cuclillas que, en hilera, lo escrutan con fingida indiferencia. Aletean al parejo, como si quisieran iniciar el vuelo, pero no, sólo llaman a otras plumíferas que planean en círculo y que se retratan, sonrientes, en los ojos del viejo.
La mañana se abre con un insolente olor a guayabas.


DOÑA LICHA

Llegué a ella, sin poder recordar cómo. Tal vez, hablé con las autoridades, no lo sé. Ella me rentó un espacio donde puse mi consultorio. Era una habitación amplia con puertas que daban a la calle. Me prestó muebles para que el cuarto vacío tuviese la apariencia de un lugar privado y, así, entrevistar a los pacientes. También, tuve la fortuna de que me brindara alimentos y lavara mi ropa. Sus servicios se hicieron inmensurables. Traducía lo que los indígenas contaban de su enfermedad. Hablaba de las formas de ser de los habitantes, de las fiestas, de las gentes y me arropó, como si fuese de su familia. Allí, en su casa, vi mis primeros pacientes y ella fue testigo de la vez que tuve que ir al cementerio, pues me refería lo que deseaba el esposo de la finada. También, fue la enfermera de su hijo cuando éste enfermó de tétanos. Poco después, rentaría una casa más amplia ubicada al inicio del atajo.


DOÑA LICHA Y LAS COMADRONAS

Doña Licha se embarazó. Frisaba la edad de cuarenta años y tenía la creencia que la menstruación se había retirado, pero no. Ella dio a luz y fue aliviada por una partera empírica Tuvo un varoncito.
Mucho tiempo después, le preguntaba por qué no había acudido conmigo para atenderla y evitar que el recién nacido enfermara gravemente. Quedó en silencio, si acaso, dijo: son cosas de Dios.


Las comadronas o parteras empíricas sufrieron el acoso de las autoridades sanitarias. Se les responsabilizaba de la alta mortalidad materna e infantil; después, se reflexionaría sobre el hecho de que ellas formaban parte de los servicios médicos que la comunidad tiene desde antes de la medicina científica.


La partera, cuando se ha hecho cargo de la atención, acude con frecuencia a casa de la embarazada, la atiende, se entera de sus molestias, ayuda en sus quehaceres, la soba, “le acomoda el bebé” y el parto es atendido en el domicilio. Durante los días siguientes, es ella quien se hace cargo del hogar: cocina, lava ropa, hasta que la madre es capaz de tomar las riendas del hogar. ¿Qué médico o enfermera podría sustituirla? La unión de partera y la embarazada es intensa. Una relación que ninguna política puede desbaratar porque está enraizada en una cultura que se ha forjado en siglos.




EL BEBE DE DOÑA LICHA
Cuando doña Licha llevó su niño enfermo, fue un problema al que tuve que enfrentarme con imaginación y ciencia.
— ¡Doctor, doctor! ¡El niño no respira!
Me lo dijo a gritos el mozalbete. Dejé a los estudiantes a quienes les impartía la clase de Biología en la naciente secundaria de Cox y salí corriendo, tomando el atajo para llegar a mi consultorio, donde Doña Licha, la mamá, ya instruida , le daba con el dedo índice masaje al corazón del bebé de quince días de nacido.


Ese niño había llegado a deshoras, la madre con poco más de cuarenta años, nunca pensó que la providencia le diese otro hijo. Dos días antes, llegó al consultorio diciéndome que los cólicos al recién nacido no se le quitaban. Habían probado remedios caseros y hasta algunas gotas que un dentista había recomendado. Después de observarlo, detenidamente, y por su edad, sospeché que el niño podría tener un tétanos.


Cox en aquel tiempo estaba incomunicado, había que recorrer de tres a cuatro horas a caballo y, después, otro tanto para llegar a la ciudad. O bien, esperar a que bajase la avioneta si el tiempo lo permitía. El pronóstico de dicha enfermedad, en ese medio o en cualquiera, sigue siendo grave, pero en aquel tiempo era peor.


¿Qué me hizo aceptar un reto de tal envergadura, si lo más sencillo era decirles a los padres que lo llevaran a un hospital? No lo sé. Si volviera a estar en una situación similar, les diría: “esto no puede tratarse aquí, requiere de especialistas y de cuidados intensivos”.



El bebé estaba grave; y a los ojos de los padres, debieron verlo más. Recuerdo que llegó el cura Panchito y, luego, quien sería su padrino. En el consultorio, fue bautizado con el nombre de Mario. Don Servando, su papá, me dijo: “No lo llevaremos a la ciudad, se lo encomendamos a Dios y a usted.” Quizá, esa fue la motivación y le comuniqué a la mamá, que la necesitaba al lado del bebé. Las contracciones eran tan fuertes que el niño dejaba de respirar y el corazón se detenía, por lo que tuve que adiestrarla en reanimación. ¡Qué mejor enfermera que la mamá!


Recuerdo que me cuestionaba: si el niño tiene contracciones musculares, debería responder a sustancias relajantes. Para ese momento, tenía al bebé con soluciones intravenosas, antibióticos, penicilina cristalina, y Doña Licha se sacaba la leche y la daba con un gotero, pues no podía mamar. Teníamos botellas de agua caliente a toda hora, ya que en las madrugadas bajaba la temperatura. Todos los días se aseaba del muñón umbilical.


Cómo llegué a deducir que el “Valium” podría servirme, no lo sé, pero recuerdo haberme dicho: si diez miligramos sirven para un sujeto de 60 Kg, ¿cuánto tendré que ponerle al bebé? Tenía muy presente que la sustancia es altamente irritante para las venas. Así que, la diluí en suero y se la instalé gota a gota. ¡Fue increíble! El número de veces que dejó de contraerse, se redujo a una o dos en el día. Sabía que era imprescindible no descuidar la hidratación, la alimentación, el suministro de medicinas, incluyendo el suero. Creo que el amor de la madre, los rezos que ella hacía, fueron insubstituibles para que el infante cruzara la delgada línea que hay entre la vida y la muerte.


Un día llegó Doña Licha y me presentó a su hijo. Un muchacho enorme, lo saludé y lo abracé como un hijo mío que no hubiese visto en veinte años. En alguna ocasión, recuerdo que dijo su mamá: “Le debimos de haber puesto Rubén, yo creo que Diosito lo mandó a estas tierras”. Yo me quedé pensando, que no en todos mis pacientes tuve aciertos; y en uno de ellos, aún, bajo la cabeza y pido perdón a la madre por no haberlo salvado.


JESUSITO O LA TONA

Hay una creencia entre los pueblos relacionado con el significado de la Tona. Se dice que es el espíritu que cuidará al recién nacido. Generalmente, se ubica en el momento en que el bebé logre hacer contacto con el primer ser viviente. Frecuentemente, las parteras hacen un círculo con cenizas alrededor de la choza; al día siguiente, reconocen qué animal dejó sus huellas. Así, saben quién será la Tona del recién nacido, es decir, el espíritu que lo cuidará el resto de su vida.



Cuando Doña Jesusa olisqueó los bombones de chocolate que su marido le había traído de la ciudad, no pudo evitar el regato de saliva y después la náusea que finalizó bañando con un abundante vómito la cara de don Aureliano. Supo, entonces, que estaba embarazada. Cercana a los cuarenta y cinco años y con nietos, consideró su situación como inadmisible, pero ni los remedios, ni el susto de la creciente, consiguieron la promesa de un aborto. El único sangrado que vio, fue en la epifanía del nacimiento. A la medianoche, fueron por doña Godeleva, la partera del pueblo, pues los dolores de Susita, como su marido le decía cariñosamente, habían empezado.



Años después, la comadrona recordaría que el parto había sido muy rápido y con poca agua. Un varoncito largo y de pecho pronunciado que daba tremendos gritos; tan agudos, como el de las chachalacas en el atardecer. Era noche de plenilunio y soplaba el viento, haciendo bambolear los carrizales cuando ella llegó, justo en el instante que el chamaco era expulsado, y tuvo que auxiliarse con los brazos para que no cayera al suelo.
—Tuviste un machito — había dicho a la madre mientras cortaba el cordón.
—Era largo. Cuando sostuve su cuerpo lechoso y liviano como una pluma, me di cuenta de la protuberancia en el pecho —comentaba con otras mujeres, mientras lavaban en el río—.



A la medianoche, pedí ceniza, y con ella tracé un camino que circundara la casa. Muy de mañana fui y lo recorrí palmo a palmo para ver qué huellas de animal encontraba, pero no divisé rastro alguno y me quedé preocupada, pues él no tendría quien lo cuidara en la vida, no tendría Tona, sólo vi las cenizas dispersas por el viento que ascendían como viejas hojas. El ombligo lo enterré bajo el árbol de sombrerete, deseando al menos que lo protegiera un ser vivo; pero nunca supe qué animal cuidaría a Jesusito y, todas sabemos que un niño sin Tona, es medio niño.


Cursaba el tercer año de la primaria: la gente lo apodó “el güero”. Su maestra, Conchita, agregó que él era como una figura volátil.
—No es mal alumno y es muy obediente; tiene aptitudes para algo, pero no sé qué es —trataba de explicar.
¡Cuántas veces, con el corazón en la boca, tuve que llamar a los vecinos para que me ayudaran a bajarlo de las ramas! Después, sólo me encomendaba a Dios para que no le pasara nada.
Él caminaba como si la vereda estuviera rebalsada por el agua y buscara el caparazón de las piedras para poder asentar el pie y no hundirse. Cuando lo veían venir de lejos, ya lo conocían. Mientras los niños jugaban a darle patadas a una pelota desinflada en el campo pedregoso de la escuela, él se distraía observando a los pájaros.


Aunque sus ojos negros eran protuberantes, la mirada le arrancaba desde adentro. Su cabello lacio, de color rojo pálido, que le hacía juego con el color de las cejas gruesas, parecido al tinte de los cardenales recién emplumados, caía tapándole las orejas. Sus manos grandes y callosas contrastaban con su figura delgada, casi etérea. No era hostil ni mezquino. Sabía juntarse, sólo que él, era más proclive a la soledad. En una de esas noches en que el sueño se aleja, sus padres cuchicheaban.
—No me gusta cómo es. Salió melindroso para comer. Está flaco, estirado, parece carrizo tierno y casi no habla. ¿Tendrá algo? Es diferente a sus hermanos...
— ¿Qué será bueno para nuestro hijo? —Le decía don Aureliano a su esposa bajo el cobijo de la noche.
—No sé.
— ¿Qué te ha dicho la maestra?
—Que no le gusta jugar y es muy serio
— ¿Pero aprende?
—Sí, dice que no es burro
— ¿Y el cura? ¿Le has preguntado al cura?
—Sí, pero...
—Pero, ¿qué?
—Que lo educamos mal.
— ¿Por qué?
—Pues parece que él no le besa la mano y, cuando lo ve rezando, lo hace para dentro; hasta parece que se ríe.
— ¿Qué crees que sea bueno para el niño?
—A lo mejor algo lo espantó. Recuerda que la partera nos dijo que el niño no tiene Tona. Ya ves que me embaracé poquito antes de la creciente.
—Lo llevaremos con don Andrés, que es bueno para sacar malos espíritus.
Hablaron con el curandero y convino en limpiarlo del espanto, aunque les mencionó que no sería fácil, ya que se le metió durante la gestación cuando el alma también estaba tierna. Fueron citados a la hora del crepúsculo. La noche anterior, lo bañaron con hojas de albahaca, y había dormido con un collar de ajos al lado de la almohada. Cuando vio al niño, sus fosas nasales se le dilataron, inspiró profundamente, empezó a eructar y mover la cabeza como si se espantara las moscas.
—El niño tiene algo, mi estómago me dice, el aire me dice.
— ¡Qué! —Exclamaron al mismo tiempo los padres.
—No sé aún. Pero, ¿trajeron los huevos?
—Sí.
— ¿Son de la gallina que les pedí?
—Sí, sin plumas en el cuello y de color pardo.
Llevó de la mano al pequeño que, confiado, se dejó conducir. El consultorio estaba vestido por imágenes de Cristo que colgaban sobre la pared. Al centro, había una gran mesa y, sobre ella, un mantel blanco con los bordes de encaje que casi tocaban el suelo, figuras de barro de la Virgen de Guadalupe, San Antonio, San Judas Tadeo. En la orilla, una cabeza de piedra vieja, con la mirada encendida: era la efigie de un Dios azteca que inspiraba temor. Dispersos, media docena de cirios ardiendo.
—No tengas miedo, te untaré el cuerpo con estas hojas. Pasaré los blanquillos de gallina desde tu cabeza a los pies y, al reventarlos dentro de un vaso con agua, la figura que se forme me dirá lo que tienes. Quítate la camisa.



Abrió los brazos y dijo oraciones apenas susurradas, mientras entornaba los ojos, con la cara mirando al cielo. Se mantuvo así largo tiempo. Los ojos de Jesusito iban de un lado a otro, y bajo sus pies descalzos sintió el grueso de unas raíces; recordó que afuera crecía un enorme mango y no le fue difícil descubrir que el suave frescor era debido a la sombra que caía sobre el techo de palma.
—Ven, acércate —le dijo el curandero.
Empezó a golpearlo suave con un grueso de ramas y hojas en el pecho, la espalda, las nalgas y al hacerlo, salían olores vagos. Después, fueron tan penetrantes que conferían al ambiente un aroma a hierba restregada.



El brujo rezaba en dialecto con palabras ininteligibles que mezclaba con regüeldos, convulsiones y temblores. Tomó la botella que contenía caña mezclada con hierbabuena y menta y dio sorbos generosos que resbalaron por su garganta. Luego, tomó otro trago que mantuvo en la boca hasta que lo dispersó sobre la espalda del niño quien, al sentir el frío intenso, se sobresaltó. Al percatarse de que lo volvería a hacer, instintivamente, se movió a un lado y el brebaje cayó sobre las candelas encendidas.



Grandes lenguas de fuego se alzaron, llegando al techo de palma; en un santiamén, las llamas calcinaron todo. Nada fue suficiente para apagarlo, y en medio de la desolación, se escuchaban los gritos de la madre del niño. La gente que se había arremolinado veía sin creer lo que pasaba, y lo más que hacía era llevar agua para evitar que el cuerpo de don Andrés siguiera quemándose. Todos tenían los ojos entre las cenizas, tratando de descubrir los restos del mocoso; pensaron que por ser tan delgado, se habría consumido con rapidez, sin dejar rastro.
— ¡Allá está Jesusito! ¡Allá está! —Tronó un grito en medio del silencio. El comisariado de tierras apuntaba con la mano y todos levantaron la mirada. Estaba enredado entre las horquetas del árbol, con los ojos adormilados, como si acabara de despertar de un mal sueño.
La partera, al conocer los hechos, no tuvo dudas de que sólo una Tona podía haber salvado al güero de morir por el fuego. Movió la cabeza, y pensó: “El camino de los santos y de la Tona es infinito. ¡Quién iba a creer que un ave lo cuidaría!” Se persignó, y con una piedra poma, comenzó a afilarse la uña del dedo índice derecho; la que utilizaba para romper las fuentes y aprontar los partos.

Texto agregado el 27-12-2011, y leído por 545 visitantes. (9 votos)


Lectores Opinan
19-01-2012 Si! es un gran paseo, como un tour, maravilloso, con esas palabras que tanto disfruto leer. Un buen contenido de historias, como me gustan esas historias, y admiro tu forma de narrarlas. mary3
16-01-2012 Endulzas los ojos del lector, como dice tequendama. Hermoso viajar con tus relatos Mis estrellas. girouette
09-01-2012 Loño y el aserrador se me hacen personas de carne y hueso, seres que han dejado en vos su recuerdo y han despertado tu admiración. Seguire pasando por tus cuentos, son muy buenos. ***** tequendama
06-01-2012 Que belleza amigo, tus cuentos tienen ángel y duende.Disfrute mucho********* shosha
31-12-2011 Continuación… Me fascinan estas historias que hablan de hechos ciertos y que nos dejan una gran enseñanza para reflexionar. Aunado a ello, el escritor sabe escoger metáforas hermosas que adornan su texto; éste, pletórico no sólo de conocimiento, sino de encanto y magia. Te felicito Senderito. Fue un gran placer su lectura. Un abrazo. SOFIAMA
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