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EL NIÑO ATRAVEZADO

Al violinista le conocía porque vivía casas abajo de doña Licha. Nunca había tratado con él. Alguna vez le vi en las fiestas del pueblo. Con tendencia a ser gordo, de calzón y con un pañuelo rojo en el cuello y su nariz de cotorro que se acentuaba cuando se ponía el violín en el cuello. El problema: su esposa no podía dar a Luz.

El día había sido intenso. Casi dormía cuando escuché que tocaban la puerta.
—¡Qué sucede!
— Médico, mi esposa no puede aliviarse.
Rumbo a su casa dijo que había dado a luz a un niño, pero había otro que no podía nacer.
Cuando llegué a la vivienda divisé a la parturienta en el suelo, acostada sobre un tapiz que tejen con la hoja de la palma y que lo nombran petate. La luz de los candiles bañaba de cobre la pieza y la palidez de la señora se hacía robusta. Sobre ella, una manta la arropaba. Sus manos parecían cargar su vientre y gemía con discreción. Al verme, las comadronas se apartaron cuchicheando en su dialecto. Les dije que no se fueran y el esposo se los repitió en totonaco.
El cuarto estaba dividido en dos, por un gran lienzo de manta. En una dormía la prole y en la otra su mamá daría a luz un nuevo hermanito. Las cosas habían cambiado y ellos no imaginaban que el ser que siempre les había protegido, pedía ayuda.

En las viviendas puede que no haya sillas, trasteros o camas, pero nunca falta una mesa fuerte y amplia donde sitúan las imágenes de Jesús, la virgen María o nuestra señora de Guadalupe. Todos los días encienden una veladora y es una forma de pedimento. También están las fotos de los que se han ido y la luz, es una manera de decirles que están presentes.

Me incliné aluzando con una lámpara de mano. El cansancio reflejado en su cara, dibujaba con exactitud que la fuerza que le quedaba era muy breve. Contraía los músculos de las mejillas y frente cada vez que el dolor trituraba su abdomen. Al tocar la piel de su cara resbaló por mis yemas un sudor frío. Le pedí a las señoras que sostuvieran las piernas, para hacerle un tacto y darme cuenta de lo que había dentro. Se me vino a la cabeza la vez que hice el primero y escuché la voz del maestro que me preguntó “¿qué siente?” y contesté con voz abochornada: blandito y calientito. Hoy, en esta madrugada sólo estaban las comadronas, las imágenes, la luz de las velas y una mujer atrapada. Los especialistas, los quirófanos estaban muy lejos.Me calcé el guante de látex, lo bañé de agua para quitarle los restos de talco e introduje mis dedos, a lo lejos la voz del maestro “recuerden la erres: si es redonda, regular y resistente, el chamaco viene de cabeza, si es redonda y blanda, viene de nalgas, si no encuentran nada de eso, busquen los pies, los brazos del producto y después las manos y traten de saludarlo. Si su mano encaja bien en la de ustedes, entonces tendrán una idea de cómo está situado el niño en el útero”. No había dudas, el bebé estaba atravesado y la cara estaba del lado derecho de la mamá. También sabía que estaba vivo, pues ella percibía los movimientos y el corazón latía al auscultarlo. De nuevo la voz: “Todo producto atravesado debe de ser resuelto haciendo una cesárea”.

Hablé con el músico fuera de la vivienda. Lejos se escuchaba el trote de un caballo sobre las calles empedradas y el viento fresco sacudía mi conciencia.
— Tu mujer está muy mal, el niño está atravesado. Requiere ser operada y hay que llevarla a un hospital.

—No tengo dinero doctor. Usted sabe lo que ganamos y lo caro que sería una operación. Además, ¿cómo la llevamos? A pie nos haríamos como cinco horas a la carretera y de allí no sé cuantas horas más. Luego en la ciudad, usted sabe como tratan a la indiada.
Me quedé callado. A lo lejos el cielo resplandecía presagiando lluvia.
— Dígame doctor ¿podemos hacer algo?
Tardé en contestar. La mañana tenía prisa por abrir. Oía cada vez más cerca el canto de los gallos.
— Corremos el riesgo de que se muera.
Me dejó helado su respuesta.
—Como quiera se va a morir doctor. Mire, si decido irme con ella, mientras buscamos gente que ayude, y nos ponemos en marcha, tendremos como escollo el río, después esperar a que pase algún vehículo que nos lleve a la ciudad. Para ese tiempo, ¿podrá resistir? Y luego: ¿cómo la traemos? ¡Usted debe de saber cómo! Se la encomiendo doctorcito.

Olía el viento y sabía que los panaderos ya se habían levantado. Antes de contestarle escuché el ulular de los búhos.
— Lo intentaré. Sólo te pido que lo qué ordene: ¡se haga! Y que Dios nos ayude.
Respiré profundo y volví al cuarto con temblores.

La mesa de los santitos fue desalojada, con todo el respeto, y la sitúe al centro. De las vigas se amarraron unos lazos que servirían para colgar los sueros. Se pasó a la señora al centro de la mesa, canalicé su vena e instalé suero. Hablé cariñosamente con la parturienta, diciéndole que pronto estaría bien. Ella entendía el español. Conseguimos más lámparas, y las comadronas ayudarían a mantener abiertas y dobladas sus piernas. Por fortuna ella no había probado alimento desde hacía muchas horas. Mi arsenal estaba bien provisto. Apliqué antibióticos, un relajante muscular, un analgésico y dejaría un sedante para el momento más difícil. No tendría mucho tiempo y la luz de la lámpara retrataba mi silueta en la sábana blanca. A un lado, los niños parecían dormir.

Cuando terminé de poner el sedante, escuché las palabras de mi maestro:
“Antes de la cesárea los médicos intentaban sacar al bebé. Pero en el intento, la matriz podía desgarrarse; sobreviene entonces la hemorragia y la muerte. Ellos palpaban y palpaban hasta reconocer los pies. Con los dedos medio e índice los sujetaban y poco a poco, situaban al niño perpendicular a la madre. Luego había que llevar los pies a la parte superior de la matriz, como si el bebé diese una maroma, y muy suave sacaban primero los pies y por último la cabeza”.
¡Dios, guíame! Metí mis dedos, mi mano, la señora dormía artificialmente, volví a saludar al niño y palmo a palmo movía las yemas como si estuviese tocando un piano, logré allegarme a sus pies y sujetarlos. Lo demás lo hizo Dios, yo fui el instrumento de Él.
¡Salió el bebé! Montado en mi brazo lo despojé de las flemas que le obstruían la respiración y lloró, débilmente, pero lo hizo. Se lo di a la partera para que lo aseara y lo mantuviera cerca de las botellas que contenían agua caliente. Puse toda mi atención en la madre. Otra señora sostenía la cabeza de la mamá. Con la luz de dos lámparas revisé con cuidado, deseando que no hubiese desgarros, por fortuna el sangrado no era abundante. Esperé paciente, sólo tensaba el cordón, pero sin aplicar fuerza. Cuando se vino el alumbramiento de la placenta respiré aliviado y apliqué una sustancia para contraer el útero y evitar la posibilidad de una hemorragia.
Revisé a los bebés, ambos parecían estar bien. A uno de ellos ya le habían amarrado el cordón, yo traía listón estéril. Lo sujeté como lo hacíamos en el hospital. Puse gotitas de antibiótico en los ojos de los niños y volví con la madre que dormía. Percibí en su cara otro tipo de sueño y le guiñé un ojo.
Llegué al día siguiente, y la evolución era satisfactoria para los bebés y la mamá. Dos días después estaba entregado al diagnóstico de otros pacientes. Me ausenté el fin de semana para visitar a mi familia y cuando llegué me dieron la noticia que uno de los niños había muerto. Fui a verlo y el padre me dijo:
— Se murió el que tú atendiste.
Lo miré directo a los ojos y después lo lleve a un rincón de la vivienda.
—No seas mentiroso —lo enfrenté—. El que murió fue el que nació primero.
—Y cómo lo sabes…
— Por la forma que tengo de hacer mis nudos en el ombligo. Sólo por eso. Me di la vuelta y le dije a la mamá: cuídalo. Te costó mucho trabajo.

LLORANDO BAJO LA LUZ DE LA LUNA

¡Nunca había estado en tal oscuridad! De niño pasé momentos sin luz, pero finalizaban en horas, y lo sabía porque el viejo ventilador empezaba a zumbar y los moscos volvían a sus escondites. En esta parte, cerca por aire y lejos por tierra, no había corriente eléctrica cuando llegué. Eran noches aluzadas por los candiles y adopté la costumbre de cargar en el bolsillo mi lámpara de mano.

Estaba deleitándome con el fresco, cuando escuché las buenas noches. Era un muchacho joven, de calzón, que sobresalía por la blancura de la manta.
—Mi mujer se va a aliviar y ya le empezaron los dolores —me dijo.
— ¿Dónde es?
— Aquí lueguito, por donde bajan las avionetas.

Mientras arreglaba el maletín, le pregunté otras cosas y deduje que todo parecía estar bien. Sin embargo, en esos menesteres uno nunca sabe, así que preferí llevar todo el equipo.

Fui en mi yegua, que responde por Gurrumina. El viento se hizo más fresco y las nubes que borroneaban el cielo desaparecieron dejando sin velos a la luna.

Llegamos rápido y, a pesar de la claridad, no definí qué camino tomamos. La vivienda era de tarros, con techo de palma, un cuarto y casi sin espacio para moverse. Era el tercer parto de una joven; el niño venía bien, pero el lugar abonaba en incomodidad. Le dije al esposo que atendería el parto fuera de la casa. Él aceptó, pues de esa manera, los niños quedarían dentro. Yo podría moverme alrededor de la parturienta.

En un parto siempre hay mujeres, es una especie de solidaridad. ¡Jamás pido que se retiren! La mesa donde ellos tienen el altar, ahora se convertiría, en mesa de trabajo. Poco después, el esposo traía una vara con horqueta, recién cortada del monte, de donde colgaríamos el frasco para hidratar a la madre. Rompí la bolsa de las aguas y, diluí en el suero, una medicina para acelerar el parto.
— Este niño sí viene con agua, el otro, vino seco; por eso nos costó tanto trabajo que naciera —comentó una de las parteras.
No dije nada, sólo pensé que esa era la razón del porqué me habían llamado. Nos quedamos en silencio.

Apagué la lámpara de mano y vi con claridad el óvalo de la cara, su brazo extendido descansando sobre una tabla y el abdomen, resguardo de la vida, se alzaba bajo el cielo. Una mujer rezaba en totonaco, la otra le acariciaba una mano y el esposo pendiente, muy pendiente.

Aquella escena no estaba en ningún libro de medicina. Era inusual: arriba una luna naranja, matizando de ámbar cada gramo de piedra, tierra, carne. La floración de las limonarias esparcía de jazmín el aire. Aire que sería el que respirase el recién nacido. Los murmullos del agua trotaban por los cuatro costados, pues la choza era abrazada por dos arroyuelos. La corriente parecía una procesión de sonidos, caía sobre los tejos y arrancaba al barro la voz que todo ser y objeto lleva dentro. Bajo las estrellas, la tierra fue un inmenso diapasón. La matriz, como rosa, ofrecería una semilla con capacidad de amar. El hechizo de traer al mundo, a un ser, que tal vez llegue con infinitos atributos y convierta nuestra maldad en esperanza y benevolencia. Jamás he atendido otro parto que le parezca. Tampoco supe más de ese niño que nació enredado con luna, agua y aroma de flores. Hoy lo entiendo: fue un obsequio que la vida me hizo, para recordarme el milagro de la vida.

Texto agregado el 25-02-2012, y leído por 421 visitantes. (7 votos)


Lectores Opinan
27-02-2012 (Continuación)… ya que escribir estas historias de la forma tan humana, poética y emotiva como tú lo plasmas, sólo lo puede hacer un ser con alma de soñador, bañado por magia que viene de otras dimensiones. Honor para mí, realmente, es un deleite. Te abrazo con todo mi corazón, mi buen amigo Senderito querido. SOFIAMA
27-02-2012 Amigo, ya no sé qué más añadir a estas historias que estremecen las fibras de mi ser. Son eventos que suceden a diario, pero que yo -como lectora- tengo la dicha de leerlas como si contemplase un tapiz bordado, sólo que en lugar de ser hilos de oro los usados, son letras diamantinas que brotan de una pluma de un gran escritor con talento y con temple cincelado por Dioses, (continúa…) SOFIAMA
26-02-2012 Un paseo por la montaña,¡ Y que montaña! exelente relato.Felicidades Rocxy
25-02-2012 Bellísimo relato. Un texto de milagros, fe, nobleza, donde la vida palpita por la fuerza del amor. Felicitaciones senderito.***** girouette
25-02-2012 Estupendo texto, primero lo milagroso de el alumbramiento, pero además la manera de describir cada detalle y mostrar a esa gente haciendola casi palpable. Gracias señor doctor, por poner sus manos al servicio de la vida********** shosha
25-02-2012 Conmovedoras historias, narradas con la maestría de costumbre, amigo Sendero. Me recuerdas una sempiterna reflexión propia: "Los médicos son los verdaderos sacerdotes del Señor en la tierra" Salú. leobrizuela
25-02-2012 Buen trabajo, me imagino que tu rapidez en sacar al bebé libró a la madre de quedarse sin su útero y a tí de trabajar en condiciones tan adversas. Te felicito más por tu trabajo de obstetra pues sin él es dificil esta narración.***** granada
25-02-2012 El milagro de la vida, pintado con tus hermosas letras, infunden respeto y admiración.Mis estrellas y un beso de luz, Ma.Rosa. almalen2005
25-02-2012 Me gustó mucho este texto.La descripción del entorno,con tono poético,le pone un toque que lo hace especial. edu485
25-02-2012 perfecto texto que te involucra en la escena. Deveras que es una obra de arte...me quede un poco intrigada porque mintió el padre del primer cuento...igual y eso le da un tinte especial. felicidades thinkerbell
25-02-2012 Oh, qué bello texto, todo un mundo de sensaciones, de experiencia con respecto a tu vida de médico, el poder estar en contacto con divinidad de la vida. Notable escrito, bello porque muestras el devenir de la gnete humilde no?. Me encantó. mepm
25-02-2012 Menos mal que la Academia, la voz del maestro,y un cielo resplandeciente, estaban allí presente para acompañarle en un parto tan dificil. Me costó terminar de leer,casi me caigo, menos mal que el segundo parto no fue complicado. Gracias, mil gracias. Buena noche. azucenami
 
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