No creo que la historia cuente que algún crucificado saliera con vida de ese suplicio. Cuando nosotros decimos que Jesús fue crucificado, inmediatamente pensamos que murió en la cruz. Pero, en los primeros siglos de la Iglesia algunos, por sentimientos piadosos o porque atentaría contra el poder de Dios pensar eso, creían que Jesús realmente no murió. ¿Cómo iba a morir, si era Dios? ¿Cómo Dios iba a ser derrotado de tal manera, siendo él todopoderoso? Por eso, dedujeron que Jesús “aparentemente” había muerto.

Es que la muerte en cruz, nos dice san Pablo, “es un escándalo para los judíos”, porque era la muerte de un maldito, como dice el Deuteronomio y. un maldito, no podía ser un enviado de Dios. (Por eso precisamente, las autoridades judías lograron hacerlo crucificar: así la gente dejaría de pensar en Jesús como el Mesías, esto es un ungido de Dios). Y para los no judíos, tal muerte era “una locura”, un absurdo: ¡Vaya ese Dios “todopoderoso”, que fue derrotado y muerto como un esclavo!

Pero, san Pablo insiste: “Nosotros anunciamos un Cristo crucificado… que para nosotros “los llamados, tanto judíos como griegos, es fuerza y sabiduría de Dios. Porque la locura de Dios es más sabia que la sabiduría de los hombres; y la debilidad de Dios es más fuerte que la fortaleza de los hombres” (1 Corintios 1,22-25).

Isaías (53,8-9) profetiza:”Sin proceso lo quitaron de en medio… lo arrancaron de la tierra de los vivos, por los pecados de mi pueblo lo hirieron. Le dieron sepultura con los malvados, y una tumba con los malhechores”. Su corazón fue traspasado por la lanza, para asegurarse de su muerte.

Cuando surgieron dudas al respecto, surgió también la respuesta acla-ratoria expresada en el Credo: “Fue crucificado, muerto y sepultado”. Dios se hizo hombre, con todas las consecuencias. Su solidaridad con nosotros no llegó “hasta por ahí nomás”, no hizo una farsa, un simulacro. “Nos amó hasta el extremo”, hasta el fin, asegura san Juan.