Los primeros cristianos le dan a la resurrección del Señor, las características de lo que era la Pascua para los judíos: Una celebración liberadora. Ellos celebraban la Pascua como el evento liberador de la esclavitud de Egipto. Los cristianos ven en esa Pascua, una figura, un símbolo de la liberación plena, total que nos mereció Jesús con su muerte y resurrección. No sólo una liberación socio-política, sino liberación de todo mal, incluido el pecado y la misma muerte.

Es lo que continuamos celebrando hoy, y hasta el fin de la historia, los cristianos, en la Eucaristía, en la fracción del pan: ‘Anunciamos tu muerte, proclamamos tu Resurrección. ¡Ven, Señor Jesús!’

En esa celebración recibimos la Palabra de Vida Nueva, que nos guía hacia la resurrección; y recibimos al mismo Jesús resucitado, que nos dice: “Yo soy la resurrección. El que crea en mí, aún cuando haya muerto vivirá; y todo el que cree y vive en mí, no morirá para siempre”.
Esto es lo que nos dice a nosotros Jesucristo, hoy. Y que él mismo nos mandó celebrar en su nombre: “Hagan esto, en conmemoración mía”.

Celebramos al Padre misericordioso, cuyo designio salvador es que todos lleguemos al conocimiento de la verdad, “que todos los hombres se salven”. Y, si lugar a dudas, que este designio divino se cumplirá cabalmente: Nadie quedará fuera de la mesa, en la celebración del Reino de Dios, en la eternidad.