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Varias tenazas de gel se adherían a los escleritos como trozos de armadura del escarabajo “Spectrum salutator” para apaciguarlo. Sin embargo los científicos rusos aglutinados en aquel laboratorio de Siberia veían en un monitor de alta definición que la carilla del insecto se inquietaba a pesar de las sondas que recorrían el vértex y el clípeo para detenerse tras los ojitos rudimentarios entre las antenas nerviosas.

Ese día se rubricaba un experimento de sesgo místico, enraizado en el viaje del entomólogo Dimitri Mijailovich a las entrañas del continente negro, donde permaneció días bajo “el sagrado manto protector” del dios Kobango de los ignotos pigmeos M’nukii.

Dimitri Mijailovich aún recordaba cuando se desprendió de su grupo de exploradores para arrancar un fruto como pasa de un árbol infestado de hormigas ventrudas, quienes brincaron con virulencia sobre sus brazos y lo picotearon a discreción.

Lo único nítido en su mente fue que perdió el sentido y tiempo después abrió los ojos para encarar a un chamán minúsculo que ornaba su arrugado rostro mineral con signos rudimentarios plasmados de un solo trazo entre los ojos sesgos y la nariz ñata.

Dimitri Mijailovich igual evocaba una sensación alucinógena durante el tiempo en que estuvo sobre una estera de bambú mientras el chamán asperjaba sortilegios para desprenderle de las quijadas y los pies a múltiples diablillos Gnits de los que Dimitri se enteraría por los dibujos que el anciano garabateó en el suelo con su vara de poder, murmurando el nombre agrio de las entidades.

Sin embargo lo que más sorprendió a Dimitri fue cuando la monotonía de algunos tambores y flautas de carrizo fueron menoscabados por una estampa absurda: el chamán quieto como buda malogrado, con el rostro recorrido por dos escarabajos oscuros de lomos rojo cardenal y hediondos a mariguana.

En aquellos instantes Dimitri asoció el cuadro con un recuerdo lejano: su abuela tendida en una clínica europea con su cara de matrioska soportando el arrastre de un caracol “Helix aspersa” estresado que dispersaba con tenacidad los antioxidantes de su baba regeneradora.

Tiempo después Dimitri se repuso del embate de las hormigas a quienes asoció con unos irascibles demonillos de Mesopotamia, y se las arregló para darse a entender con los pigmeos que lo seguían viendo con el estupor reservado por el intruso para los trilobites.

Fue así como el entomólogo partió con una escolta de cazadores en taparrabos una mañana henchida por aullidos de gibones y los reclamos de mil pájaros desquiciados “que acarician las orejas impolutas del dios Kobango”, del que ya sabía Dimitri merced a la destreza pictórica del chamán.

Lo que no sospechó nadie fue la argucia del extranjero para vaciar el guaje donde los M’nukii le daban agua, para meter a la mala media docena de los escarabajos que sorprendió hacinados bajo unas plantas corrugadas; insectos que mantuvo ocultos hasta su encuentro con las avanzadas de rastreadores que lo buscaban.

Una vez a salvo en el avión que lo llevó de regreso a Rusia, Dimitri concibió el despropósito que gestaría el experimento donde un escarabajo sería atenazado con tecnología de punta adherida a sus ojos y su minúsculo cerebro para escrutar las secuencias que detectaba.

Ocurrió que Dimitri se enclaustró en su departamento para dejar libres a los artrópodos en el terrario donde recluía a un monolítico insecto palo sin descendencia, y no se contuvo para sujetar el lomo coriáceo de un escarabajo al que depositó en su mejilla demacrada.

No pasaría mucho para que Dimitri reparara en el vaho característico del bicho, mientras sentía que su mente se compactaba para expandirse como ínfima supernova hasta hacerlo caer de rodillas “como un buda malogrado”, percibiendo las facciones difusas de un ser de luz que lo calaba con un gesto de complicidad.

Dimitri controló un temblor indigno y repitió la secuencia para cumplir los lineamientos cartesianos, luego propuso decenas de explicaciones decantadas en una hipótesis absurda: los que bautizó como “Spectrum salutator” despedían una sustancia tóxica que se impregnaba en la mácula de los ojos cual tenue “emulsión natural” y permitía captar un tipo de irrealidad que era la visión normal de los animalillos.


Dimitri pestañeó cuando su amigo Iván Piotrich lo sacudió del hombro para señalarle el monitor donde la cara rudimentaria del “Spectrum salutatur” era suplida por las primeras señales arrancadas a su cerebro.

A Dimitri ya no le sorprendió el murmullo de asombro y estupefacción que llenó el sitio al detectar tras las siluetas umbrosas de todos a una multitud de seres fantasmales que gesticulaban como los niños al ser incordiados por la luz.

Texto agregado el 06-10-2012, y leído por 294 visitantes. (6 votos)


Lectores Opinan
09-10-2012 "“emulsión natural” y permitía captar un tipo de irrealidad " Inquietante esto. Dhingy
07-10-2012 Admiro tu estilo. ¡Impecable! alejandrocasals
06-10-2012 Léctor tuus asiduus, admiratus te salutat et dico te: meliora talento, impossibile. ZEPOL
06-10-2012 Que bueno eres en tu estilo. Salpicas tus narraciones con datos duros, divulgas ciencias mientras haces literatura. Mi admiración. umbrio
 
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