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I ULISES

Escribo esta relación de hechos para el posible lector que los encuentre por azar en algún futuro o lugar hoy inaccesibles. Desde hace semanas entramos en una pesadilla innombrable. Cruzamos el Atlántico y perdimos el rumbo después de una tormenta. El ingreso en los terrenos del misterio fue repentino. He tratado de mantener la razón a pesar de la irracionalidad que nos asalta.

Llevábamos una carga de especias hacia los puertos del Caribe. Pero la perdimos luego de la violencia del mar, que casi arrasa con todos. Sin embargo eso tal vez pase a segundo plano ante la magnitud de lo acontecido.

El pánico por la borrasca y la incertidumbre de sabernos perdidos fue el preludio de cambios absurdos en la nave y en nosotros. Algunos han cedido a la locura. Otros como yo hemos aguantado, pero no sabemos por cuánto tiempo. Las explicaciones elaboradas son la muestra palmaria de que nuestra mente se niega a flaquear.

De cierta forma incursionamos en una dimensión ajena, cual tumor enquistado en el mundo concreto; un sitio donde los más profundos miedos o deseos de súbito cobran una consistencia fáctica que nos envuelve como burbujas inmensas.

Alguien imaginó un barco pirata, y henos en uno de esos navíos de hace siglos, donde ondean infames banderas negras con todo y calaveras, como en el estereotipo más pedestre.

El capitán mismo amaneció mutado en un troglodita con pata de palo y loro soez al hombro, que de buenas a primeras insultó a media tripulación con procacidades punzantes y una voz cavernosa.

Otro imaginó alguna escena homérica y de pronto nos vimos encallando en una isla donde nos recibieron con júbilo varias ninfas voluptuosas. A muchos los abatió la lujuria y amanecieron convertidos en cerdos. Otro fue escogido por Circe, la hechicera que señoreaba el lugar, y obligado a permanecer allí. Los demás escapamos como pudimos.

De entonces al presente día ya nada nos sorprende. Nos han asediado sirenas, mujeres desnudas de piernas y caderas cinceladas por el pecado; algunas trepadas en la gárgola de lengua lúbrica que tiene por mascarón el barco, otras nadando entre delfines. Todas con los cabellos largos y lo senos espléndidos y enhiestos.

Hemos arrostrado a monstruos marinos que desbordan los más descabellados esquemas teratológicos: emergen de los abismos con la furia de mil olas para hacernos naufragar.

Nos han asolado cíclopes haraposos en balsas de troncos amarrados con correas de esparto, suplicando con los rostros desencajados y sus ojos únicos enrojecidos y dolorosos por un mendrugo de pan.

Alguna ocasión dimos con una playa saturada de frutas rotundas, que al ser ingeridas provocó en los más débiles la pérdida de la tambaleante memoria y una imbecilidad instantánea que los hizo escurrirse cual animales despavoridos hacia los riscos.

Somos pocos los que nos mantenemos ecuánimes, pero no sabemos por cuánto más. Escribo para sujetar las riendas de mis pensamientos, prestos para huir hacia las espesuras de la demencia, como si estuviera a punto de convertirme en otra persona. Ya no me importa el no repasar estas páginas que amasan una realidad espuria en grafías que por momentos me parecen como garabateadas por un bárbaro.



Las sirenas volvieron a la proa. Ahora nos envolvieron con cantos lánguidos que desquiciaron a los que aún permanecían firmes. Muchos nos atamos a los mástiles de trinquete y mesana, con los oídos cubiertos de cera. Pasó la tempestad y descubrimos que varios se arrojaron a las aguas ignominiosas ofuscados por las creaturas.

Somos contados los sobrevivientes. Hay algo que atenaza mis tenues hebras de energía: la esperanza de reencontrar a mi esposa Penélope… ¡Falta tan poco para Ítaca!

II TELEMO

El cíclope Telemo tenía prisa. Cortaba las palmeras de su isla Hesperia sin atender a ritual alguno. Se valía de un hacha imponente de piedra desbastada asida a un palitroque con cuero de conejos. El cuerpo enorme trabado de músculos en plena expansión sudaba por el ejercicio bajo la contundencia del sol.

El mundo real aparecía plano ante Telemo, pues sólo una dimensión toleraba su único ojo. Pero en sus arrebatos proféticos asumía no tres, sino decenas de niveles. Los hechos acudían a su mente dotados de sus características físicas, emocionales, psicológicas, míticas, fantásticas, espirituales…

Una sola visión de Telemo constituía un cosmos de significación que lo dejaba inerte, incapaz de comprender a cabalidad lo que desbordaba su agreste raciocinio. Desde hacía mucho había optado por ignorar todas las aristas de los sucesos que lancinaban su conciencia, quedándose sólo con los elementos concretos asequibles a un rudo porquero.

Pero él no era un simple mortal, ni un humano, ni siquiera un monstruo, sino una criatura despreciada. Sus antecesores habían sucumbido bajo los flechazos imperturbables de Apolo, a quien poco le importó la prosapia de los colosos, constructores de las murallas de Micenas y Tirinto; del Tridente de Poseidón y el Casco de Perseo; de las armas de Artemisa y del devastador rayo de Zeus.

La raza que siguió carecía de la dignidad de Arges, Brontes y Estéropes, los artesanos sublimes que forjaban calamidades en las tripas de los volcanes. Los sucedieron unos pálidos epígonos, miserables antropófagos exterminados por los hoplitas. Sólo sobrevivían Polifemo y él. Pero la más hedionda de las Moiras llamada Cloto le había dicho que Polifemo perdió su único ojo bajo el oprobio de la estaca ardiente de un guerrero.

Terminó de talar los troncos que ató con esparto y resistentes tiras de cuero de bestias con quienes librara míticas batallas por la supremacía territorial. Agarró la balsa tosca y la arrojó al Egeo con el impulso de un atleta. Prensó un palo desgajado que usaría de remo y se posicionó en su artefacto con un salto.

Una revelación carente de la compacidad de los pensamientos lo impulsaba hacia las entrañas del mar: había vislumbrado un fenómeno desvinculado del entramado causal; algo desconcertante hasta para alguien como él, capaz de prefigurar su propia muerte.

Pero ahora ni su vida o deceso le importaban. Algo más acuciante le cortaba el descanso. Se trataba de la soledad. Desde hacía décadas los últimos miembros de la tribu de los Phaiakai se habían extinguido y los únicos que toleraban su presencia eran los peces torpes que comía.

Muchas secuencias del entorno saturaban su espíritu y precisaba del bálsamo de un confidente. En un trance de horas antes había contemplado la silueta de un hombre que no era de la misma ralea que los helenos, pues bregaba contra el Hado y las sirenas librando la más asfixiante de las pruebas: la lucha contra él mismo.

Debía darse prisa por llegar al barco zarandeado por las olas. Precisaba impedir el triunfo de la locura sobre el marino, y evitar que acabara transformado en otra persona.



Telemo se aproximó a la nave desconocida atiborrada de sujetos angustiados y un individuo salió a la cubierta para observarlo intrigado. Telemo le dirigió unas palabras en griego, la lengua de los dioses, pero no obtuvo respuesta. El hombre dio la vuelta con un gesto despectivo y se alejó.



Bitácora del Nautilos XII:

“Llevábamos una carga de especias hacia los puertos del Caribe, pero la perdimos… De cierta forma incursionamos en una dimensión ajena, cual tumor enquistado en el mundo concreto… Nos han asediado sirenas cinceladas por el pecado… Hemos arrostrado a monstruos marítimos… Nos han asolado cíclopes haraposos en balsas de troncos amarrados con correas de esparto, suplicando con los rostros desencajados y sus ojos únicos enrojecidos y dolorosos por un mendrugo de pan… Escribo con ahínco para sujetar las riendas de mis pensamientos, prestos para huir hacia las espesuras de la demencia…”

Texto agregado el 03-11-2012, y leído por 427 visitantes. (8 votos)


Lectores Opinan
25-03-2013 Un cuentero me recomendó te leyera. Me he llevado una grata impresión. Tu calidad es soberbia, narración con todo lujo de detalles y dominio del lenguaje. Gracias por compartir. estrella-fugaz
11-12-2012 “Escribo para sujetar las riendas de mis pensamientos, prestos para huir hacia las espesuras de la demencia...” Parece que el destino de Telemo era no ser escuchado con la atención debida, una idea excelente la de la bitácora, Gatocteles, es un gusto leer tus paseos por la mitología griega. loretopaz
03-11-2012 Un placer pasar por aquí. Me gustó. Saludos. Azel
03-11-2012 Excelsa narración. Hago referencia a un comentario de Egon que leí en otro de tus escritos. Es una injusticia de la página es que no seas tan leído. No he encontrado más de tres en la página con tanto recurso literario. Te aplaudo de pie. umbrio
03-11-2012 Entonces, Telemo no fue tomado en cuenta por Odiseo; vaya hombre falto de piedad!, aún le falta mucho por encontrarse a sí mismo, así como el de Kazantzaki lo hizo.- fafner
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