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En las puntas de sus dedos, la piel cetrina y arrugada, cree percibir por un instante el cálido tacto de una mano mansa y caliente, un tanto pegajosa (es así como imagina las manos de los niños). Le parece que siempre ha estado allí, junto a la suya, al igual que un miembro amputado. Mira hacia las puntas de sus dedos (la piel cetrina y arrugada) y sólo ve de fondo los adoquines de la calle; él, sin embargo, nota la mansa y cálida piel, el regusto a chocolate y caramelo impregnado su mano.
En este barrio nací, le hubiera gustado decirle al niño dueño de esas manos. Podría ser su nieto. Sí, se dice, sería agradable pasear y poder charlar con alguien. Pero él no tiene nietos, o al menos no recuerda haberlos tenido. Y se pregunta si algo así se puede olvidar. Es extraño, lo único que reconoce es aquel barrio (a pesar de los cambios tras una eternidad sin pasar por allí), como si toda su existencia se hubiese reducido a aquellas calles.
Ves esta plaza, cuando tenía tu edad, me pasaba la vida aquí… En verdad, nada tenía que ver con aquella otra plaza. El suelo era de arena y guijarros, y justo en medio se erigía un enorme fanal. Resulta curioso, se dice al tiempo que se planta en
mitad del suelo de hormigón; en aquellos días la imponente mole de hierro forjado no era más que un inútil mamotreto, por las noches su luz era tan débil que apenas alumbraba (resultaba entonces grotesca la dimensión de su estructura) y por el día se convertía en un estorbo en mitad de aquella plaza que sólo entendía de partidos de fútbol y saltos a la comba. No recuerda en qué momento desapareció aquel absurdo fanal y no obstante, ahora, observando las livianas y eficaces farolas que le rodean, la plaza le parece un rectángulo huérfano.
Mira al frente, hacia unos bajos (no podría olvidarlo nunca, nº 8, una puerta de madera color burdeos que rechinaba al abrirse, un cartel de latón descolorido por las exposiciones al sol, una maceta vacía que pendía de la fachada con el único sentido de desafiar la ley de la gravedad). Ahora hay un local de comidas al wok para llevar, la puerta es de aluminio blanco y hay un letrero adornado con serigrafías orientales. Si tuviera un nieto le explicaría que aquella era su casa, que allí creció (no recuerda más hogares, únicamente aquél, a pesar de los años transcurridos), que su madre tenía su propio negocio (Salón de Peinados rezaba el letrero tostándose al sol), que su casa era la trastienda, y que había un sombrío patio donde tenían una tortuga que nadie supo cómo diablos apareció. Y que por un tiempo odió aquel espacio que apestaba a humedad y a tintes para el pelo. Seguramente, esto último no se lo hubiera comentado, como tampoco le explicaría que en más de una ocasión soñó con tener otra madre, no le importaba cuál (como la de Alfonso, su mejor amigo, que era modista y confeccionaba unos bonitos vestidos de flores; o la de Elvira, su vecina, que siempre llevaba un moño alto y hacía galletas y limonada en verano; incluso la de Andrés, que andaba en coche, y tocaba el violín y que una vez había viajado sola al extranjero). A fin de cuentas, una madre normal.
Él era el hijo de la Vicenta. Nunca existieron los apellidos ni lo motes, sólo el hijo de la Vicenta y, aunque hubieron otros niños (el hijo de la Loli, el hijo de Ca la María), nada tenían que ver con él (una y otra vez, el hijo de la Vicenta, como una tonadilla en boca de todos). Decir el hijo de la Vicenta traía consigo el Salón de Peinados, la lóbrega trastienda convertida en casa, el pelo a lo garçon de su madre, sus sempiternos pantalones, sus bocanadas de humo. Pero, más allá de cualquier cosa, decir el hijo de la Vicenta arrastraba consigo su condición de hijo de madre soltera.
Nada supo de su padre (las malas lenguas decían que ni la propia Vicenta sabía quién era), pero él sabía que no era cierto. Algunas noches, cuando él ya estaba acostado, venía su madre a darle un beso, y se quedaba parada por un momento y le acariciaba el pelo y miraba sus grandes ojos azules (los de la Vicenta eran castaños, tan oscuros que apenas se distinguían las pupilas). Entonces, fijaba la vista en los barrotes de la cama y suspiraba. Y había en aquel suspiro algo de tristeza, que no era bien bien tristeza, o quizá fuera melancolía, aunque no era bien bien melancolía. O quizá simplemente se tratase de resignación. O cansancio. Pero él sabía que había algo en sus ojos azules que en ocasiones la inquietaban.
Tenía la manía, mientras tintaba los cabellos o los enrollaba en enormes rulos, de poner música en el tocadiscos. El hecho en sí nada tenía de extraño, pero lo que hacía ella era ponerlo fuera, en la calle, a todo volumen, para animar la plaza (decía siempre) y alegrar por un momento el rostro mustio de ciertas señoras o el impasible y anodino paso de ciertos señores. Lo cierto fue que en más de una ocasión se las tuvo que ver con la policía, pero había algo en la manera que tenía de explicar las cosas (unas frases enrevesadas que se perdían de pronto en una sonrisa, la boca de la Vicenta era una tentación de labios rojos y dientes un poco separados) que siempre acababa saliéndose con la suya.
Lo que la hacía distinta a otras madres no era sólo su forma de vestir o su peinado, su boca deslenguada o su cigarrillos (en ocasiones, incluso se atrevía con algún habano), era también sus conversaciones sobre política, su adicción al alcohol, las gentes que frecuentaba (músicos e intelectuales de poca monta, hijos de la clase bien que jugaban a ser bohemios, señoritas de dudosa reputación), y sobretodo, la relación que mantenía con él, más cercana a la camaradería que al propio de una madre (o lo que él esperaba de una madre). Con frecuencia, una vez cerradas las puertas color burdeos del Salón de Peinados, su interior se transformaba en una sala de fiestas, en una cantina, en una reunión clandestina de la izquierda, en un recital de poesía (Machado, Lorca, Miguel Hernández) o en una sala de conciertos (un piano desafinado de pared acompañaba la voz ronca de la Vicenta). Muchos fueron los amigos que insistían en ir a dormir a su casa. A la mayoría, sus remilgados padres no les dejaban, a unos pocos (los hijos de los rojos, solían llamarles), era él quién, a base de torpes excusas, nunca se atrevió a traerlos. Existía una soterrada vergüenza que le empujaba a ocultar aquel mundo (el cabaret nocturno del Salón de Peinados, el rostro de la Vicenta adormilado y embriagado sobre el piano).
Se planta frente a la puerta e imagina por un momento que el cartel continúa allí, la puerta color burdeos, la maceta vacía pendida sobre su cabeza. Si tuviera un nieto, le explicaría que aquel era su hogar y que allí vivió su madre (los negrísimos ojos de la Vicenta, su sonrisa de labios rojos, su voz ronca entonando las coplas de la época, era alto y rubio como la cerveza) y que, ahora, una eternidad después, no imagina una madre mejor que aquélla.
Y recuerda su cama de barrotes de metal y a la Vicenta sentada junto a él, observando sus grandes ojos azules. Y, de nuevo, se pregunta: qué fue de ella. Porque eso es algo que también ha olvidado. La última vez que la vio estaba colocando un vinilo en el tocadiscos, para animar la plaza (decía siempre) y alegrar por un momento el rostro mustio de ciertas señoras o el impasible y anodino paso de ciertos señores.
Se aleja de la plaza y se encamina por una calleja que en su tiempo fue un torrente. Al doblar una esquina se topa con el escaparate de una pastelería. Sigue siendo la misma. Los porticotes de madera enmarcando unos cristales tintados de ocre con las mismas letras de entonces, en pintura blanca (Hoy, buñuelos de Cuaresma). Se acerca hasta el escaparate. El surtido de bombones parece seguir intacto (los de almendra garrapiñada, los de trufa, los de media nuez coronando la cima de chocolate, los de licor: un tesoro envuelto en brillante papel dorado). Y recuerda las veces que acudía de niño (su mansa y cálida mano estampada sobre el cristal, con el regusto a chocolate y a caramelo). Allí vivía su amigo Luis, en el primer piso. Sus padres eran los dueños de la pastelería y muchas tardes de verano, a la hora del cierre, había un corrillo de críos en busca de croissants y vienesas de chocolate que el padre de Luis les regalaba porque no servían para el día siguiente. Y de nuevo, observando las bandejas de bombones, se pregunta qué había sido de Luis, y de Alfonso, y de Elvira, del corrillo de críos a la puerta de la pastelería. Porque también lo ha olvidado.
Decide entrar; quizá Luis (un Luis mayor, la piel cetrina y arrugada) todavía continúa allí, y lo imagina heredando la pastelería, esperando la hora del cierre para obsequiar a unos críos (sin lugar a dudas, amigos de calle de su nieto) con croissants y vienesas de chocolate. Una joven de cara regordeta y sonrisa aniñada le da los buenos días.
-Estoy buscando a Luis -comenta con naturalidad, como si el tiempo que lo separara de su antiguo amigo no se hubiera prolongado más allá de unos meses.
-¿Luis? Creo que se confunde…
-Luis Virella, es hijo de los dueños.
-Ah, claro. Lo siento, pero no le conozco, vive fuera.
El comentario de la dependienta ensombrece por un momento la mirada azul del viejo y, sin saber bien porqué, se encuentra pensando en una tableta de chocolate que su madre le regaló una tarde (Chocolates Ametller y una muchacha de cabellos flotando en la cubierta). Era verano, lo recuerda bien, segunda quincena de Agosto, durante las fiestas del barrio. La dejó en el banco de obra que había en el patio de su casa para poder ir a ver las calles engalanadas, recuerda el temor de volver a casa y que la exquisita tableta no fuera más que una masa informe derretida al sol. Pero sólo recuerda el mundo previo a aquel chocolate.
-Si quiere, puede hablar con su hermana -interrumpe la vocecita dulce de la dependienta.
-Sí, claro, me encantaría -responde algo dubitativo.
-¿Quién digo que pregunta?
-Dígale que soy…-enmudece unos instantes para finalmente decirle -Soy el hijo de la Vicenta.
La muchacha de cara regordeta y sonrisa aniñada se encamina hacia la puerta del obrador, a los pocos minutos aparece acompañada por una anciana. Por un instante se queda parado, no puede ser, se dice rememorando a la hermana de Luis. Era dos años mayor que ellos y tenía un gracioso rostro moteado por un universo de pecas y una larga cabellera de un rojo encendido que hacía suspirar a cualquiera de los críos que se agrupaban frente a su puerta. Ahora su cabello era ralo y de un blancor mustio.
-Dios mío -balbucea -, debe tratarse de un error. El hijo de la Vicenta…
Pero no puede acabar la frase porque sus grandes ojos azules parecen los mismos a los de aquel crío de doce años y el recuerdo todavía continúa intacto (ocurrió en el verano del sesenta y ocho, durante las fiestas del barrio, incluso acudió un equipo de la televisión. Y desde entonces su madre sermoneándoles, siempre, a ella y a Luis, durante años: tened cuidado con los tranvías. Recordad al pobre hijo de la Vicenta).
El silencio se apodera del interior del recinto, depositándose sobre las bandejas de bombones y croissants de chocolate, con el peso ingrávido del polvo acumulado tras una eternidad.


Texto agregado el 09-11-2012, y leído por 352 visitantes. (4 votos)


Lectores Opinan
09-12-2015 Me ha parecido un relato muy interesante con detalladas descripciones. El final sorprende. Felicidades. Un saludo de SOL-O-LUNA
01-05-2014 woow me encanto. dark-_-davinci
11-01-2014 Es lo primero que leo de ti, y me encantó, te confieso que al rpincipio me asustó la extensión, pero una vez que empecé no pude parar de leer. Muy buieno!! Y el chocolate tiene ese don de perpetrarse en el tiempo y la memoria. adelsur
18-10-2013 Muy buen final, nunca pensé que los fantasmas envejecían. Detalladas las descripciones y presente el amor que siempre le pones a tus personajes y sus cosas, pero coincido con egon en que son muchos paréntesis! walas
13-03-2013 sin aliento.... imposible dejar de leer y de ser sorprendido en el final.... !!!! no alcanzan las estrellas para calificarlo seroma
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