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Había sido exactamente en aquel no marchar acompasado (espeluznante), que comenzara a sospechar la conjura. Cierra los ojos. Permite que el estallido silenciosos de miles y miles de chispas negras dibuje círculos desesperadamente concéntricos en esa nada blanca que se engendra a sí misma en el sector angular de sus párpados. Permite el amago de la neuralgia. Ese alzarse de los cabellos en la nuca. Un sudor helado (¿verdoso?) desde el cuello por la espalda hasta el coxis. Se sabe desnudo bajo la tela que reviste su soledad marina y portuaria.
Aquel espeluznante (acompasado) no marchar de los borceguíes que sin embargo baten el empavonado del asfalto. Como un redoblante. Como una campana de alquitrán. Como un coágulo latente. Ahí. En el cruce de dos calles vacías. En el diapasón inconmensurable que parecían conformar las moles de los edificios, las agujas de las torres... Toda aquella avenida de fachadas decadentes y remodeladas farolas.
Doscientos hombres. En una formación compacta de aristas vegetales. Cuatrocientos metatarsos enfundados en los zapatones de combate. Doscientos troncos. Doscientos vientres. El doble de manos ciñendo los segmentos transversales de los fusiles semiautomáticos. El brum-brum-brum de las suelas casi al ras del piso y sin embargo, tan distantes. Tan autistas en ese movimiento acompasado (espeluznante) de esperar en suspenso que a varias cuadras de distancia el desfile resolviera su grotesca longitud de legionarios.
Mil quinientos metros de hoplitas. Infantes de plomo. Artilleros de plomo. Zapadores de plomo. Comunicantes de plomo. Esquiadores de plomo. Tropas de asalto de combate de paracaidistas de enfermeros. De plomo. De plomo los testículos y los cráneos. De plomo. Los ojos y el alma, de plomo. De plomo toda esa pesadilla napoleónica. Las banderas. Las insignias. Los estandartes. De plomo. Y en el centro de su pecho ese palco engalanado.
La sordina de una banda. Infernal bochinche de tubas, de clarines, de cornos. De gaitas. De un coro de esclavos entonando el pericón de la patria, el ilustre arroz con leche, la mariconada de un tango bien macho. El estruendo unísono de la fanfarria desde la última encrucijada. Llegan por fin los sones marciales. Ofrendando cierta cordura a ese removerse de batidora semihumana.
Adivinando la conjura en la mirada equívoca de todas las palomas, encomendó su alma tuberculosa al gran dios de los ejércitos, a las parcas silenciosas, a la silueta enana y morochita de nuestra señora de luján y a su propio prepucio confundido. Tratando de despegar las propias pezuñas de la indiferencia horizontal sobre la que está parado, trata de eyacular un paso. Aunque más no sea uno. Para mejor sobrellevar el peso de ciento ochenta y cinco años de estupro. De dejarse conducir al inminente desenlace.
Comienza a moverse en el preciso instante en que la casa rosa empieza a derretirse. A mudarse en gelatina vacilante. En flujos desteñidos. En un derrame lento de anilinas made in Taiwán con fecha de vencimiento pasada. Moverse. Con frenesí de loco. Con galope porcino. Remontando la hidropesía, el reuma, algún incipiente cáncer, várices escondidas. Moverse. Desde la conciencia hacia la estupidez pasando por la educación cívica y el rock nacional.
A sus espaldas aquel marchar acompasado (espeluznante) se desplaza con parsimonia de rinoceronte. Ya no en el mismo lugar. Ya no en espera. Ya no conjetura ni trabalenguas ni sensación de película en verde aceituna y verde moco. A sus espaldas, el progreso del destino inevitable. Ante sus ojos sin lágrimas, el inevitable destino en retirada. Y él mismo en el vórtice del desastre. En la línea de tiro. En la certeza y la puta que la parió a la memoria colectiva, a la sociología, a la historia que supimos conseguir.
Los doscientos segmentos transversales semiautomáticos. Los cuatrocientos brazos como engarces. Las doscientas erecciones bestiales. Su propio trote de sonámbulo entre banderitas incoloras y papel picado en vómito interminable y serpentinas y matracas. Se supo, entonces, capaz de eludir las doscientas descargas. De asistir con argentina impotencia al atentado. Doscientos verdugos fantasmas fusilando a otros tantos fantasmas archirrecontramuertos.
En un silencio de camposanto y ante sus pupilas salitrosas tabletearían los percutores con un incontenible repique de gatillos. Hervirían los caños. Las miras arderían como brasas. El olor a chamusquina y a cadáver de cadáver. Balacera sin metáforas. Masacre, albóndiga, morcilla popular y democrática. La clase gobernante por la cloaca. Y las instituciones y los poderes y sus honorabilidades y sus ilustrísimas y su excelencia y los doctores y. Mirá pendejo esos cuatro tiros empezaban a ser necesarios por que el grito sagrado ay charlie

Pero tampoco serían necesarios el esfuerzo ni el holocausto. Ni el insomnio. Ni la lástima ni la autocompasión. Ninguna urgencia. Salvo la de desplegar un ala azul y un ala blanca. Y remontar un sueño de oro metamorfoseado para siempre en esa madera mágica con la que se edifican las guitarras...


Mario G. Linares
(en algún momento del 2001)

Texto agregado el 07-08-2004, y leído por 620 visitantes. (6 votos)


Lectores Opinan
22-09-2004 Partiendo por tu biografía, algo arrogante por lo de tu estilo particular, como te lo hizo notar america. Sin embargo, esos retazos a lo Joyce, me dejaron pasmados, esa concepción del chovinismo, del militarismo, es un retrato universal, por eso discrepo con Evaristo, eso de "tu patria" ¿Qué patria viejo? Este es el vivo retrato de todos los cabeza de pistola, y en especial a los uniformados de todo el mundo. Me saco la boina y te dejo mis insgnias y condecoraciones. Pablo_Rumel
07-09-2004 Haces piruetas, experimentas y asumes riesgos. Me agrada en particular el uso de términos contundentes, dotados de fuerza y de valor simbólico: unos, cadentes, actúan como mazas; otros, como lanzas aceradas. Saludos, akim
06-09-2004 la divina comedia y esos circulos concentricos. Gritos de dolor en ese movimiento acompasado (espeluznante), que parece no callar, no terminar aún después de terminar de leer. Veo tu patria envuelta, todos juntos, no se salva nadie, ni siquiera el lector, que navega con ese movimiento acompasado (espeluznante). Finalmente los trazos de la bandera parecen apaidarse o sentir lastima por la debacle, y perdonan, no le queda otra. pd: Me estremecen tus puntos, me dan vertigo, me descolocan, me falta la respiración. Lo que se agradece. EVARISTO
02-09-2004 El título me llevó a la Obrtura 1812, sublime homenaje del amado Piotr Ilich, que deja una dulce sensación cuando lo heroico se une a la poesía. La tuya, rabiosa y precisa, anda buscando una partitura diferente. No la encuentro. Ni la marcha militar de Schubert, ni el "Cherubino a la vitoria" de Las bodas de Fígaro. Quizá la Marcha fúnebre de Chopin, o el último movimiento de la Apassionatta...Rabia y precisión en imágenes indelebles... Mis estrellas. Saludos cordiales albertoccarles
23-08-2004 ¡Qué gran desfile militar "espeluznante", de "plomos verbos, de recias palabras, y "eyaculantes" adjetivos de "estallidos silenciosos" de imágenes sugerentes. Cuando más engreida y sobrecargada es la fuerza bélica de la "morcilla popular", más grotesco es su andar "porcino", "autista" y verbenero. azulada
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