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Era el “Día de viejerías” y como el resto de la gente de Hualipén salí a recorrer la calle en donde las familias salían a vender lo que les había sobrado de la limpieza anual que se efectuaba el último fin de semana de invierno. Era una especie de trueque que se realizaba cada primer Domingo de primavera, nadie recordaba desde cuando, en el que todo el mundo participaba lloviera o tronara, e incluso muchos se preparaban durante todo el año para la ocasión.

El primer puesto al que me acerqué tenía gran variedad de objetos pequeños de todo tipo: una llave de agua usada, varios platos de color y tamaño diferente, dos cascabeles, lapices de colores dispares, un frasco de mermelada de fresas todavía sellado, cinco frasquitos de perfume vacíos, un par de lentes oscuros, un lote de pinzas de ropa desarmadas, un zapato izquierdo de cuero sin uso, dos libros sin sus tapas acartonadas: “El castillo de los Cárpatos” y “Miguel Srogoff”, ademas de una bandeja de metal abollada.

En el segundo había un armario desmontado, una pluma de pavo real, una brocha grande y tres pequeñas, una juguera eléctrica sin el frasco, un frasco sin juguera, un chuzo, varios montones de tornillos y clavos, y otros más con pilas usadas, bolígrafos en mal estado, bolitas de piedra de colores, bolitas de vidrio ojos de gato, y un diente de oro.

Cuando me acercaba al tercer puesto en el que una señora sentada en una silla tejía pañitos a crochet que iba colocando sobre una mesita en la que había una multitud de objetos pequeños, me pareció ver pasar a mi hermana con varias sillas en equilibrio unas sobre las otras. La seguí para ayudarle, pero se me perdió entre el gentío, y me quedé de pie, buscando por donde continuar mi paseo. Mi vista se detuvo sobre la casa que tenía en frente mío. Se trataba de una casa grande y elegante, de aspecto sobrio, con muros claros entre gris perla y blanco invierno. Decidí subir la pequeña escalinata que llevaba a la puerta y golpée.

Mientras esperaba, un hombre de aspecto algo dudoso subió a mi lado y sin mirarme a los ojos me dijo: “ojalá podamos sacar algo de esta gente”; al no escuchar respuesta, agregó en un tono más amistoso que él ya había golpeado muchas veces sin resultado alguno, y que de todos modos no me hiciera ilusiones porque era bien sabido que ahí no abrían nunca. Como tenía la certeza de que con él a mi lado no me abrirían, decidí bajar hasta la vereda fingiendo no darle importancia al asunto, y él me siguió, tal como yo lo esperaba. Tratando de ocultar mi impaciencia me puse a mirar en diferentes direcciones, como buscando hacia donde dirigirme, y en cuanto lo vi enfrascado en una conversación con otra persona, subí corriendo y llegué justo a tiempo para escuchar los pasos que se acercaban a la puerta, en un principio lejanos y luego, in crescendo, hasta resonar cada vez más fuerte y llegar a confundirse con los latidos de mi corazón que parecía que iba a estallar.

La mucama me hizo pasar y cerró con rapidez antes de que el hombre, que había subido corriendo al darse cuenta de mi maniobra, alcanzara a llegar. El piso era de baldosas opacas acanaladas blancas y negras, a mi derecha había una enorme puerta doble de vidrio pellizcado, y frente a ella otra exactamente igual. La mujer se eclipsó y un mayordomo me condujo por un largo pasadizo de baldosas cuadradas lisas y brillantes con rombos blancos y negros inscritos alternadamente en los rectángulos que se sucedían hasta el comedor al cual me invitó a pasar con una leve reverencia. En un principio no pude identificar de donde provenía esa ligera sensación de desfase que me sobrecogió al contemplar la escena que tenía ante mí: pequeños grupos formados por miembros y amigos de la familia conversaban en voz baja, entre ellos algunas personas ya fallecidas, todos vestidos como para una ocasión solemne. De pronto caí en la cuenta de que la mesa redonda que debería haberse encontrado al centro de la pieza había desaparecido, y que sólo quedaban algunas sillas dispersas en las que se encontraban sentadas las señoras de edad más avanzada. Di una vuelta saludando y conversando brevemente con algunas personas, aunque mi preocupación principal era tratar de ir a buscar algo que comer para mí y mi hermana.

Cuando ya nadie intentó retenerme para conversar, salí del comedor y caminé con prisa hacia el interior buscando la cocina. A un costado del pasillo había un ventanal que daba a un jardín con gran variedad de plantas, al otro se encontraban las puertas cerradas de las diferentes habitaciones de la enorme casa. Una de ellas estaba entreabierta, me asomé y pude ver a una de mis primas, que con la faz descompuesta castigaba y retaba con saña a una gran muñeca que representaba una India voluminosa con dos trenzas negras y un vestido azul. Espantada ante la visión de su rostro rojo y sudoroso, seguí mi camino y llegué a un patio de luz en el que encontré a más familiares a los que traté de esquivar y pasar de largo, me urgía llegar a la cocina, no porque tuviera hambre, sino porque consideraba que era importante poder obtener lo que me correspondía. Fue entonces que me encontré con mi madre que lloraba desconsolada. Llevaba un vestido gris, como sus cabellos, y se quejaba de que los demás no querían hacerle caso. La abracé y consolé, diciéndole que eso no tenía importancia, que si ellos no eran capaces de escucharla era porque no estaban preparados para ello. En ese momento me di cuenta de que un primo pasaba muy cerca nuestro, y pensé con temor que podría habernos escuchado, pero inmediatamente espiré aliviada ya que su indiferencia me indicó, sin lugar a dudas, que no podía oírnos, como si nos hubiésemos encontrado en esferas diferentes, incapaces de comunicar entre nosotros.

Entonces los vi. Se trataba un grupo compacto de personas, todos aglutinados en un solo núcleo, eran los muertos de la familia que velaban por mantener la cohesión del grupo. Allí se encontraban mi abuela, algunas de sus hermanas, una tía, la bisabuela, y otras tatarabuelas aún más antiguas. También algunos hombres, entre los cuales un cuñado de mi abuela, hombre muy severo y cuya expresión acérrima había sido adoptada todo el grupo. Vestían de negro y parecían estar fundidos unos con otros en una amalgama compacta; alrededor revoloteaban los parientes más cercanos al núcleo, éstos en vida. Mi madre trataba por todos los medios de hablar con mi abuela que se hallaba custodiada por el resto, pero le era imposible siquiera llamar su atención.

En ese momento se me ocurrió buscar a mi abuelo con la mirada y supe que no se encontraba en la casa, seguramente tampoco el bisabuelo ni el tatarabuelo. Se trataba de una familia dominada por el elemento femenino en el cual los hombres no tenían gran cabida, salvo algunos pocos elegidos. El resto, es decir la mayoría de los familiares, se encontraba en el comedor o en las diferente habitaciones. Cada cual cumpliendo con el rol asignado por el rango ocupado en la jerarquía familiar.

“Vamos a la cocina, que todavía no he podido comer”, le dije a mi madre, y ella me siguió llena de solicitud. Su figura frágil adquirió más energía al tener algo que hacer, alguien a quien ayudar. En la gran cocina todo brillaba en perfecto orden, no se veía nada para servirse, hasta que me fijé en una olla enorme en la que quedaba un resto de cazuela, justo para dos personas. “Lo repartiremos con mi hermana” dije a mi madre, y cuando estábamos tratando de encender el gas para calentarla apareció el mayordomo prohibiéndome terminantemente el hacerlo, aduciendo que todo ya estaba limpio y en orden y que de todos modos luego sería hora de comer. Sus ademanes autoritarios me hirieron profundamente, pero como era el guardián del espíritu de la familia, me fue imposible contradecirle. Había una simbiosis entre él y el núcleo vestido de negro, ellos sacaban su fuerza de los lazos secretos que los habían ido uniendo a través de generaciones, y él controlaba a la perfección todo ese mundo que giraba alrededor del grupo central.

Dimos media vuelta y salimos con mi madre al patio a contemplar las flores: la flor de la pluma con su perfume sutil y embriagador, los diminutos ramilletes de la suave y tímida flor del poeta, el amarillo brillante de los retamos, las discretas violetas, los misteriosos pensamientos. Mientras caminábamos lentamente, ella me decía que le encantaban las rosas y los claveles muy rojos, pero que sus preferidas entre todas eran las violetas. Todas esas flores parecían vivificar su alma y alejarla de sus tristes preocupaciones.

Puse un beso en cada una de sus mejillas, y me despedí prometiéndole volver pronto. Ella me sonrió y se quedó embelesada contemplando las flores. Yo di media vuelta y caminé hasta la puerta de entrada y salí sin que nadie intentara impedir que lo hiciera. El sol alumbraba con fuerza, como una promesa de liberación.


Texto agregado el 07-12-2012, y leído por 571 visitantes. (18 votos)


Lectores Opinan
19-02-2014 Empezó muy lindo e interesante....pero después se complicó. No entendí nada. ¿Era un sueño, quizás? Los sueños suelen ser disparatados. clorinda
11-11-2013 Misterio creo que es la palabra que describe mejor esta narración. Hubo un momento en el que me perdí, y me reecontré, y me volví a perder... Hay muchos sentimientos intrínsecos que es difícil decifrar, la persecución de la hermana y su constante presencia en el pensamiento, el papel de su madre, importante para ella, insustancial para los demás, el misterioso mayordomo, la casa que no era propia pero albergaba a todos los parientes... Lo releeré, para aprehenderlo mejor :) ikalinen
20-09-2013 pareciera como si sólo la conciencia de la muerte pudiera compensar lo mágico perdido de la infancia, o en algunos casos, de la tierra en que uno creció y a la que no ha de volver (a veces volvemos a una tierra que ya no es más la que fue nuestra); añoranza y una suerte de clarividencia de las almas animan este cuento, salud por leerte de nuevo por estos lados! quilapan
12-09-2013 Tu fluidez literaria es sorprendente. Atrapas al lector con ambientes melancólicos y entrañables y cuando uno acaba de leer este relato, introduciéndose en el pasado, uno se queda con un brillo en los ojos...Fue un placer. pielfria
09-03-2013 Alucinante relato, con fuertes tintes oniricos y metafisicos... deja pensando. Un abrazo!!! Cinco aullidos yar
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