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A Julito

Sospecho que andaba por mis 13 abriles, ya casi por cumplir 14 porque el verano estaba llegando a su fin. Los calores eran algo menos agobiantes que unos meses atrás, la pileta estaba sucia y hacía tiempo que nadie la limpiaba, y las clases se aproximaban como una ineludible realidad.
Al viejo hacía rato que no lo iba a ver a sus partidos de paleta. Los amigos del barrio, los partidos de fútbol, y el estudio para las materias que me había llevado, eran enemigos para que no pudiera ir a verlo jugar como cuando era un niño.
Los trofeos ganados por mi papá en la repisita del altillo eran un orgullo que inflaba mi ego cada vez que invitaba algún amigo a jugar. Sin decir nada, sabía que mi silencio e indiferencia hacia las preseas eran una invitación para que los invitados pregunten y yo me lanzara a relatar las heroicas gestas de mi viejo en los torneos del club, los interclubes e incluso dando detalles de la obtención del trofeo del interprovincial del ´74 dando vuelta un partido que parecía sentenciado en su contra. Para mi imaginario el viejo conjugaba en su juego: el revés a una mano de Vilas, el saque de Mc Enroe y la derecha de Borg.
De niño cuando lo acompañaba al club, mientras él jugaba, yo correteaba por ahí y paleteaba contra una pared grande que había para practicar. A veces jugaba con el hijo de Gustavo, un amigo de papá, pero me aburría porque no pasaba ni una pelotita para el otro lado. A él le gustaban los jueguitos electrónicos y los muñecos articulados, además seguro que su papá no le enseñaba a pegarle a la pelotita como lo hacía el mío. Si bien a veces me aburría jugando solo o con mi compañero ocasional, la recompensa final tenía un valor innegociable. Cuando caía el sol y todos se iban a duchar, mi viejo me pegaba un chiflido y me iba a jugar con él, en la cancha grande, la de enserio. Aunque a veces terminaba agotado de correr todo el día, el lujo de jugar con mi papá coronaba aquellas tardes. Hacíamos partidos cortos, y siempre (o casi) me ganaba. De vez en cuando se dejaba ganar, y aunque él sabía que yo me daba cuenta, era un secreto entre los dos, como una suerte de mentira que nos hacía cómplices y felices a la vez.
Con los años dejé de ir, ya no lo acompañé más. De todos modos lo que no abandoné fue la paleta, y de vez en cuando jugaba con mis amigos.
Esa mañana amaneció soleada. Mi papá había suspendido sus partidos, ya que sus amigos, al igual que los míos, estaban de vacaciones fuera de la ciudad. Yo había pasado toda la mañana enfrascado entre los libros de historia y “la revolución industrial” porque tenía que rendir historia. Mientras leía se me apareció mi viejo con los cortos, el bolso en el hombro y me dijo “cambiate y vamos a jugar un rato”. Aunque sin la hiperactividad de aquel niño que estaba listo desde las 8 de la mañana, acepté, dejé mis libros y preparé mis cosas.
Cuando salimos para la cancha que queda a unas quince cuadras de mi casa, mi viejo se anticipó unos pasos con la ansiedad que lo caracteriza. En ese momento me pareció verlo con un andar distinto, distinto solamente, no logré ponerle otro adjetivo. Quizá no prestaba atención a esos detalles habitualmente, pero no le di mayor importancia. Al llegar al club, y después de algunos saludos de compromiso, de algún “che, que grande que está tu pibe”, nos pusimos a jugar. Ya mientras peloteábamos me sentí raro, en realidad a mi viejo lo veía raro: más lento, sus tiros venían sin efecto y los devolvía con facilidad, y a los 15 minutos estaba transpirado como si hubiera estado en un baño turco. Después del peloteo, y luego de una ardua negociación, pactamos jugar un partido a tres sets. Yo traté de excusarme en que hacía mucho que no jugaba y en el calor, pero el viejo, que era muy competitivo, insistió con tono desafiante y dejando entrever que no me animaba. Así que no me quedó otra que aceptar el desafío, sospechando que más allá de la diferencia de edad y el estado físico, mi papá me iba a liquidar con la experiencia y la estrategia de juego.
Después de una hora y un poco más terminamos el partido. No vale la pena describir cómo fue el desarrollo del cotejo, ya que con sólo decir que gané los tres sets y con resultados abultados, resume a la perfección cómo se sucedieron los acontecimientos. Era la primera vez que le ganaba al viejo. Mi papá se acercó, empapado en sudor, me dio una palmada en mi espalda y me dijo: “bien pibe, creciste, ya no te voy a poder ganar como cuando eras un pendejo”. En contra de lo que supuse toda mi infancia, el momento de ganarle a mi viejo había llegado, y en vez de felicidad el sentimiento fue otro. La frase de mi papá caló hondo y me terminó de sumergir en un vacío y una tristeza profunda, de esas que nos atraviesan de pies a cabeza dejando cicatrices fundacionales.
Cuando volvimos a casa por la avenida bajo la brisa fresca de los árboles, no hablamos nada, cada uno estaba en sus pensamientos, y yo intentando desentrañar qué me pasaba. Sin que él se dé cuenta de mi mirada analítica, me detuve a observarlo y pude entender con profunda tristeza lo que había pasado: las canas, la panza, la artrosis de rodilla, el andar cansino. De un momento a otro mi papá se había vuelto un tipo normal, yo había crecido, y casi sin darme cuenta había dejado de ser mi ídolo. Algo dentro de mí se derrumbó en ese momento, pero sentí que entre los dos se tendía un nuevo puente.

Texto agregado el 08-12-2012, y leído por 99 visitantes. (2 votos)


Lectores Opinan
09-12-2012 Hermoso relato, muy argentino. Aunque sea ficción deja la sensación de haber sido escrito con mucho sentimiento, felicitaciones. iwan-al-tarsh
08-12-2012 Excelente cuento, escrito de una forma que trasunta un profundo amor al padre. elbritish
 
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