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Hace un mes, a “León” mi perro boxer, le diagnosticaron un cáncer. Curioso destino, yo porto dicha enfermedad hace poco menos de un año. Perro y hombre, hombre y perro, ambos, condenados al mismo final. Lo mío no tiene vuelta y desde hace un tiempo, he comenzado a despedirme de todas las cosas, degusto con el mismo placer el aroma de la vida, el perfume natural de las hembras y el café caliente que me sirvo al atardecer. Me estoy muriendo y ahora mi perro, extraña fidelidad, ha decidido partir conmigo.

León me contempla con sus ojos mansos y en vez de acometer contra mí, como era su costumbre, ahora camina en silencio y se oculta tras las ruedas de mi auto. Es su acto de constricción, la certeza de que dentro de poco, ya nada será igual. Por lo mismo, en la noche, sus ladridos son lastimeros, tal si estuviese suplicando por una nueva oportunidad a los cielos lejanos, esos que ocultan dioses misteriosos.

Mi perdición fue el cigarrillo, cilindro maldito que sorbí por decenas cada día durante una multitud de años. No me arrepiento, sin embargo, ya que bajo las evanescentes volutas de humo, soñé, amé y me recondené de dicha. Firmé un pacto y nunca un armisticio y ahora, si debo morir, lo haré como un hombre, degustando a bocanadas lo poco que me queda de existencia.

Pero, lo de León es muy extraño, puesto que él era un perro robusto, sano y bien cuidado, claro, no tuvo hembras a su disposición y eso pudo ser la causa de su actual martirio, según dicen algunas señoronas. No sé si será cierto aquello y de serlo, me gustaría saber si eso es aplicable a la especie humana. Porque si así fuera, lo raro sería que yo hubiese fabricado la enfermedad. Me explico, fui el peor de los mujeriegos, ellas acudían a mí por mi verso, por mi gentileza, por tantas cosas sutiles que no es dable imaginar, pero, sobretodo, porque necesitaban un macho que las amparara y les dijera que eran bellas y deseables o porque simplemente necesitaban un poco de cariño. Perra existencia, ahora soy yo el que necesito de su compañía, pero se me acabaron las ganas sin que yo lo quisiera y ahora soy un espantapájaros mustio y triste.

Las medicinas se han transformado en un simple placebo que sólo contiene mi ansiedad. Ya no duermo, e igual que mi perro, me conformo con mirar las estrellas, ya que él y yo somos tan ignorantes ante lo inapelable de la muerte, que nos sentimos pequeños e indefensos ante la parca que se nos viene al galope.

Ayer falleció León y la noche anterior gimió desconsolado y mirándome con sus ojotes tristones, acaso pidiéndome perdón por dejarme tan solo. Lloré desconsoladamente por ese amigo fiel que se fue igual que por donde vino, lo abracé hasta que se enfrió y luego tomé una pala y lo sepulté en el jardín. Más tarde, saqué el último cigarrillo de la cajetilla y achinando mis ojos, me lo fumé con delectación. Creo que después entoné un tango desafinado y ese fue el réquiem para mi amado perro.

Hoy apareció Marta, la última mujer que tuve, la que me toleró todo. Yo, ya no puedo levantarme y mi debilidad es tal que apenas puedo concebir un par de palabras. Ella, me besa con esa ternura tan suya. Luego, me prepara un café, el que me lo sirve a cucharadas. Por su actitud, deduzco que me perdonó todas las infidelidades, los malos tratos, mi indiferencia. Ahora, permanece quieta a mi lado, contemplándome con esos ojos tan dulces. Quisiera pedirle perdón por todas mis malditas acciones, pero soy un pingajo, un esperpento pavoroso al que ella contempla con dolor. Ella siempre tuvo linda voz y le pido que me entone esa canción que tanto me gustaba. Marta accede y con su voz quebrada canta unas cuantas estrofas antes de desplomarse derrotada por la desdicha sobre mis cobijas. Me pide que hagamos el amor y no importando como resulte aquello, quiere sentir mi cuerpo, o lo que queda de él. Su piel desnuda y tibia contrasta con mi osamenta a punto de despuntar sobre el pellejo, pero aún así, lloramos, nos revolcamos y nos mordemos con esa pasión que siempre reconocí en ella. Es mi última vez, lo presiento y jadeo y lloro sin arrepentimiento. Sólo quiero olerla y disfrutarla antes que me extinga, resoplo y mis ojos se desorbitan. De pronto, el silencio, la nada que aguarda. Recibo un último beso que es mi extremaunción. Ya puedo morir en paz…


















Texto agregado el 01-04-2013, y leído por 246 visitantes. (5 votos)


Lectores Opinan
01-04-2013 Un cuento sobrio y bien llevado, no es fácil escribir acerca de la enfermedad y la muerte. Me gusta la actitud de tu personaje, que enfrenta su destino con estoicismo loretopaz
01-04-2013 He quedado impresionado. Otra vez has revuelto algo en mí. Estuve "viendo y escuchando"" a mi cuñado.("fumadero le decían) casado pero mujeriego, tanguero, amigo de los pingos, del póquer y del buen vino hasta que hace seis meses murió "conforme" en un hospital con un cigarrillo en la boca. Sin comentarios, por favor... Un firmamento de estrellas para vos y para él... gracias. HGiordan
01-04-2013 Oras Gui. Tus texto más recientes como muy terminales. Este me gusto mucho; en la parte donde el protagonista no pide armisticios... bien por él. Un abrazo hermano!!! Cinco aullidos lastimeros yar
01-04-2013 Una historia de partidas, momento de cambiar el espacio que se respira por alguno más elevado, entonces mejor hacerlo con esa entrega aferramiento que el amor alguna vez nos motivó. Genio, triste la historia pero la escribes con tal fluidez y entrega que es un placer leerla ***** Shou
 
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