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José Ben Matías, más conocido como Flavio Josefo, escribió los siete libros de La Guerra de los Judíos para disuadir a su gente de la inutilidad de los ataques suicidas de los zelotes contra Roma. También es el personaje del cual un compañero de la redacción tomó el nombre, así como mis padres escogieron el de Marco Aurelio para mí.

Está de más comentar que he leído al derecho y al revés, y en latín, un tomito de las Meditaciones que me ha acompañado en mis viajes a la India y Medio Oriente, donde he cubierto golpes de estado y sublevaciones en mi calidad de corresponsal.

Sólo tres vicios me laceran: la Filosofía, las quesadillas de sesos con epazote de mi abuela, y las mujeres. Conocedor de mis debilidades, Flavio Josefo se fue sobre una de ellas. Me invitó a embriagarnos en un cubil de bailarinas exóticas, para festejar un premio que me dio el periódico por un reportaje sobre el conflicto en Palestina.

Casi a la media noche llegamos a “la antesala del paraíso”, que más bien me pareció una sucursal anacrónica de Al Capone, con todo y pistoleros. Era un antro llamado “El Saucito Reverdecido”, donde nos recibieron unos sujetos extraídos con pinzas de la nota roja. Otro igual de carismático nos despojó del auto, al que abordó con movimientos precisos y se lo llevó al estacionamiento haciendo chirriar las llantas.

Entramos a un área iluminada apenas por luz negra, donde una pelirroja metódica se desnudaba al ritmo de una melodía cachonda. Me atrevería a decir que sin la música se podría escuchar una vocecilla didáctica: “y uno, y dos, y uno y dos…” Arrojó el sostén color cereza a un viejo frenético de traje, se sujetó los hilos de la tanga y los desató a la vez. La prenda resbaló por los muslos torpes. Todavía fregó un rato el piso con los zangoloteos de su cabellera. Se incorporó a la par de los acordes finales, y nos obsequió el momento más erótico cuando se alejaba pudorosa con las prendas empuñadas sobre el sexo.

Un tipo sonriente de mirada glacial nos condujo a una mesa. Alzó la mano para detectar a alguien, nos hizo un gesto cómplice, y se retiró. Un mesero sudoroso nos dio alcance: se llamaba Sancho y estaba para servirnos. Luego borneó la cabeza para escuchar nuestro pedido, en mitad de los tamborazos que anunciaban a la siguiente nudista.

Una voz pretenciosa en las bocinas exigió la presencia de Rebekka, la Venus de Hielo. Sancho se fue y retornó como Speedy González para atiborrar nuestro raquítico reducto con un frasco de tequila, vasos, hielos, limones húmedos, y una mini botella de cerveza Victoria transmutada en salero. Después volteó y quedó con la vista fija en una mujer de huaraches y hábito franciscano que avanzaba con las manos cruzadas, un aire devoto y el rostro cubierto por una capucha verde oscuro.

Sancho aspiró hondo, nos guiñó un ojo y se alejó con la mirada imantada por la aparición. Me dispuse a preparar las bebidas. Exprimí los limones, atosigué los vasos con la sal, me apoderé de unos hielitos “siempre duros” marca “Nanuk”, y vertí tequila y refresco de toronja de unos envases ondulados. Ofrecí un trago a Flavio Josefo y brindamos.

Rebekka avanzó hacia nosotros y se agachó mientras estremecía el cuerpo, abatida por un frío acompasado. Percibí el golpe de su perfume de reminiscencias orientales y fijé mi atención en las facciones ocultas. Quedé sin aliento ante la cara de una muchacha enigmática de ojos dignos de la pluma de Petrarca.

La ensoñación duró los suficientes segundos para olvidarme del tequila. Rebekka dio la vuelta con desprecio y se sujetó de un tubo, donde estuvo un buen rato restregándose, hasta que echó la nuca hacia atrás y la capucha dejó al descubierto una cabellera color chocolate que enmarcaba un semblante de madona gótica. Sobra decir que arrancó aullidos en la jauría de machos lúbricos.

La hembra siguió zarandeando sus formas que exudaban sensualidad sin soltar el tubo al que acariciaba igual que a un falo alienígena, cual si el deseo la recorriera con la premura de una marabunta de hormigas triponas. En el misericordioso instante en que la vestimenta se escurrió hasta el piso, mi corazón sufrió un reacomodo en su hueco y mi vientre se colapsó cual si un cyborg lo apretara con el puño. La imagen sólo ornada con huaraches monacales que desbordó mis pupilas me suscitó una erección tan intensa, que temí haber atrofiado el cierre del pantalón.

No supe más de mí, hasta que eché mano de mis recursos profesionales y adopté la sangre fría con la que encaraba las Intifadas en Tierra Santa. Acabó el baile. Rebekka se despidió en mitad de aplausos como aleteos de palomas erotizadas. Erguida y con un mohín de desdén, se alejó sin dignarse recoger su cogulla, sólo con las calzas que ansié tener en mis hombros.

Flavio Josefo era un coyote para los puteros, pues se levantó y se dirigió a un tipo solícito antes de que terminara el espectáculo, y de inmediato retornó con una sonrisa enigmática.

Al poco tiempo Rebekka y la pelirroja anterior dieron con nuestra mesa y se sentaron con ínfulas de divas. Iban en tanga y sostén, por lo que sentí tantas miradas de envidia en mi espalda que casi me sacaron ronchas.

Para esas alturas mi mente trabajaba igual que en mitad de un conflicto árabe. Adopté un aire desenvuelto y cortés. Las mujeres llamaron a Sancho, que apuntó algo y regresó al poco tiempo con dos copas gráciles de líquido ámbar y sendas fresas atravesadas por un palillo: “Violetas desfloradas”.

Flavio Josefo se había dado cuenta de mi arrobamiento, por lo que dirigió su atención a la pedante pelirroja, Andrómeda o Telémaca, de modo que me dejó a Rebekka con todo y sus huaraches.

Conversé con ella conteniendo mis instintos para no tumbarla y lamerle hasta el pabellón de las orejas. A los pocos minutos logré concentrarme en la plática, hasta cumplir mi primer objetivo: el sondeo de su bagaje cultural, que no iba más allá de los avatares de Remedios la Bella y de Francisco el Hombre.

Entonces continué con mi plan. Me explayé mencionando todas mis referencias literarias, ciertas e imaginarias. Después abordé mi profesión y lo que había vivido en el país del Sol Naciente, Egipto y la India. Casi le restregué el código zen de los samurais Ichi y los misterios del Trimurti, la tríada divina encabezada por Brahma, el que sostiene el mundo, cuya vida contenida por kalpas sólo concluirá hasta que un ángel desgaste un muro inmenso con una frazada de algodón.

Di fin a mi tarea luego de horas y de suficientes violetas desfloradas para guarnecer un sepulcro: obtuve su número telefónico y arranqué una sonrisa de su rostro altivo.


Y ahora estoy aquí, prensado en este inmundo tráfico, luego de salir con ella y de regresarla a su casa. Se llama Mercedes y estudia Psicología en la Universidad Metropolitana. Vive con su abuelita, su mamá y una horda de hermanos inquietos como demonios mesopotámicos, a los que mantiene.

Su modesta casa está en la parte más recóndita de un pueblo ratonero, San Tachito Apacaplaco, donde según me cuenta, les faltan días del año para hacer sus fiestas.

Y aquí estoy. Llevo tres horas avanzando a vuelta de rueda. He visto el desfile pío de varias procesiones amuralladas de globos, los despropósitos de unos danzantes enmascarados brincoteando como chapulines en comal, y me han reventado los oídos unas cohetones infames de tintes apocalípticos.

Desde hace una hora estoy soportando el estéreo a todo volumen de un borracho a mi lado, ufano en su Jetta. Me he chutado la crema y nata de “Los Piratas del Amor” y ahora siguen “Los Bragados del Norte” con su éxito “Corazoncito canijo”. Si salgo con mi cerebro indemne de aquí, aún me faltarán horas para llegar hasta Satélite. Y todo por un pinche faje.

Texto agregado el 06-04-2013, y leído por 257 visitantes. (4 votos)


Lectores Opinan
06-04-2013 Se fue sin concluir. En fin como siempre un deleite leerte. un abrazo. umbrio
06-04-2013 Con tu pluma briosa describes bien el mundillo de los lupanares. Al final develas a la mujer común que hay detrás de la sensualidad y luces negras. No omites tus notas simpáticas y apuntes filosóficas y apu umbrio
 
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