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Esta es una historia que cuando se cuenta, quien la escucha, puede pensar en desequilibrio mental o en fabulación con fines de notoriedad, así que la callé durante años, ni mi familia supo nada al respecto.

Hubo una época, alrededor de los 50 hasta los 80, más o menos, en que se creó toda una industria periodística y editorial acerca del platos voladores u otro tipo de naves alienígenas, encuentros de diversos tipos y otras yerbas, jamás creí una palabra acerca de todo eso. La difusión de datos científicos sobre la vastedad del universo y las distancias inalcanzables para la tecnología y la mentalidad humanas desalentaron mis posibles creencias.

Claro, otras culturas extraterrestres podrían disponer de tecnología superior desconocida por nosotros, los subdesarrollados terráqueos, pero las leyes físicas son universales así que en todo caso estaríamos hablando de algo totalmente nuevo ni siquiera sospechado por los más audaces futurólogos. Además nada de lo publicado acerca de avistaciones, contactos o abducciones había resultado probable, mucho menos creíble.

En posesión de toda esta información yo viajaba aquella noche de invierno desde Buenos Aires rumbo a Tandil por la ruta 3, muy poco transitada, sin pensar en otra cosa que en el placer que me producía manejar mi auto 0 Km. y escuchar la música emitida por mi emisora radial favorita, cuando de pronto ocurrió lo que yo había leído o escuchado, escépticamente, mil veces.

El auto se detuvo, la radio calló y las luces se apagaron, ningún comando respondía, carecía de toda energía. Mi reloj pulsera se había clavado a las tres en punto. Bajé del auto, hacía mucho frío y el silencio era sepulcral. Miré hacia ambos lados de la ruta y no pude ver luz alguna de vehículo aproximándose o alejándose. Instintivamente miré hacia arriba porque las historias de ciencia ficción acudieron en tropel a mi imaginación pero solo vi oscuridad.

No sentía miedo, seguramente ocurría algo fácilmente explicable, pero si no fuera así ¿Qué podría suceder? Solamente encontrar respuesta a una curiosidad alimentada durante toda la vida y si la perdiera hasta sería con un excelente motivo. Subí al auto, traté de dar arranque sin resultado y estaba tratando de encontrar en la oscuridad la palanca para abrir el capot cuando la cosa comenzó.

Una luminosidad tan intensa como jamás había visto envolvió el auto, enceguecido busqué a tientas los anteojos de sol y me los puse pero aun así me resultaba insoportable mantener los ojos abiertos. Entonces tuve la sensación que se experimenta en un ascensor de alta velocidad. Ya intranquilo, alcancé a pensar, estoy soñando o me están llevando, una abducción. Luego perdí la conciencia.

Desperté pero no abrí los ojos. Tenía recuerdos muy claros de todo lo que había pasado desde que saliera de mi casa y temía lo que pudiera ver. Mi posición era horizontal, estaba acostado sobre algo mullido y mi cabeza apoyada sobre algo que parecía una almohada. La curiosidad venció al temor y levanté los párpados. Estaba en el dormitorio de mi casa. No me moví, algo no estaba bien, no podía haberse tratado de un sueño.

Inmóvil, busqué con los ojos detalles de mi habitación. Lo primero que noté fue que una manija de las puertas del placard que había estado rota mucho tiempo estaba arreglada. Seguí mirando y descubrí que el marco marrón de un cuadro que se había caído, rompiéndose, y yo había reemplazado por uno azul, era otra vez marrón. Recordé una película de ciencia ficción y me dije: leen mi mente, me crearon un escenario acorde.

Ignoro cuantos niveles de pensamiento poseemos los humanos pero utilizando el que consideré más oculto, razoné, tengo que despistarlos. Rápidamente, sin solución de continuidad, comencé a imaginarme disparates acerca de gente famosa, el fútbol, la guerra y cuanta cosa se me ocurrió. Luego me dije tengo que orinar y pensé en el baño de la casa de un amigo rico que es muy grande con un jacuzzi para cuatro personas,

Salí de la cama, abrí la puerta del dormitorio, crucé el pasillo ya a través de la puerta entreabierta del baño atisbé el jacuzzi de lujo. A pesar del miedo que sentía, sonreí y dije en voz alta: ya está, no pueden seguir engañándome, muestren las cartas. Por un segundo todo se oscureció y cuando volvió la luz estaba sentado en un cómodo sillón. En otro igual frente a mi un hombre joven de aspecto nórdico me sonreía.

El entorno era el interior de una nave espacial, mucho metal brillante y paneles luminosos en los que aparecían extraños dibujos que figuraban mapas estelares o cosa por el estilo. Pensé que había visto algo así en una película de ciencia ficción. El sueco, como lo llamaré de aquí en adelante, dijo en perfecto castellano de Buenos Aires sin dejar de sonreír: no sos demasiado inteligente pero si muy astuto. Igual, en ningún momento nos engañaste. ¿Un café…?

No estaba para café, una catarata de inquietudes y preguntas circulaban por mi cabeza, agradecí negativamente. ¿Puedo preguntar? dije. Claro, contestó, estamos conversando y yo no tengo nada que preguntar. Estaba bastante confundido pero sin pensarlo mucho, largué dos en una ¿Cómo es que se parecen tanto a nosotros, de que planeta vienen? Siempre sonriendo respondió: no nos parecemos a ustedes y no venimos de ningún planeta.

Prosiguió, el hombre que estás viendo es una imagen que adopté para que te sientas cómodo, podría haber sido cualquier otra tomada de tu mente y nuestro “planeta” es el universo entero. La respuesta me descolocó, recordé el asunto de la vastedad, velocidad y resistencia de materiales e insistí: ¿y como hacen para cubrir distancias siderales en esta nave? Rió, luego dijo: la nave tampoco existe, el diseño lo saqué de tus recuerdos, alguna película, seguro.

La última respuesta me llevó como por un embudo a la gran pregunta que formulé, lentamente, con gran respeto y temor: ¿Dios… existe? Ahora no sonreía, su mirada era intensa, la sentía atravesar mis neuronas auscultando los más recónditos rincones de mi cerebro. Finalmente habló: la respuesta a esa pregunta te la tendrás que dar vos mismo. En ese momento todo se volvió oscuridad.

El sueco y la nave de utilería habían desaparecido, mi cuerpo también, estaba desmaterializado pero mi conciencia prevalecía. Me rodeaban millones de galaxias extendiéndose hasta el infinito, la belleza era tal que si hubiera tenido ojos seguramente hubiera lagrimeado. Partículas cósmicas atravesaban lo que debía ser mi cuerpo y yo me sentía integrado a ellas, conectado con el todo.

Estaba ahí y también en cada una de los miles de billones de estrellas que me rodeaban, en la más cercana y en la más lejana. Entendí que el universo era una unidad, que no había distancias ni velocidades, que la tecnología era un juego de niños, que no había vida ni muerte, solo luz por doquier. Entonces sentí que recuperaba mi cuerpo y me vi sentado nuevamente frente al sueco.

Dijo: se terminó la entrevista, te pondré nuevamente en tu auto y en tu ruta, no conviene que te demores tu familia se puede preocupar. La luz comenzó a envolverme pero alcance a preguntar ¿Y que hay más allá de la última estrella…? Silencio y de pronto estaba sentado en mi auto en la ruta 3, la radio funcionaba, un pitido y la voz de un locutor señalaban las tres de la mañana.Ya había arrancado cuando en mi cerebro resonó la voz del sueco respondiendo a mi última pregunta:

Más allá de la última estrella, está el infierno…



Texto agregado el 03-05-2013, y leído por 285 visitantes. (5 votos)


Lectores Opinan
05-01-2014 Interesantísima historia de una conversación trascendente entre un negro viejo y un sueco joven. ZEPOL
22-10-2013 interesante historia, no quite un ojo a la lectura. nando_ebrier
19-10-2013 Un tour de forcé intentar abarcar todas las dudas de la existencia en tan poco tiempo. Me recordó el libro de el Hacedor de estrellas que recomiendo. walas
01-08-2013 Muy bien escrita la historia. Qué entenderá por infierno el sueco, viene de preguntarse, eso sí. remos
04-05-2013 Un cuento entretenido que se lee sin tropiezos gracias a la buena sintaxis. Gatocteles
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