El retumbar de los ecos en alta montaña fue la primera señal.

Los habitantes del Pueblo comenzaron a correr en busca de abrigo, los Anazasi ancianos más rápido que los demás porque ellos conocían la razón de estos ecos.

Rápidamente los intrincados y polvoriontes pasillos de la aldea excavada en la pared vertical de la mesa quedaron desiertos.

Las madres se apresuraon a llevar a su chiquillos dentro de la Kiva principal y a cubrirse con los mantos sagrados.

En tanto, el eco se convirtió en el ulular de cientos de voces esclavas que clamaban sus sufrimientos, mientras el viento bajaba de las cumbres buscando a los que no hubieran podido ocultarse para quitarles el alma.

En un instante todo el lugar quedó envuelto en polvo y tenebrosos aullidos, mientras los ocultos nativos ofrecían sacrificios por sus vidas y por las de los infortunados poseídos por el trasgo del viento.

Durante un tiempo imposible de medir el ogro fue el amo del villorrio, luego lentamente como había comenzado, el viento volvio a encaramarse en las alturas y se perdió en los pico nevados apagando los doloridos ayes de los condenados.

El polvo tardó más tiempo en asentarse nuevamente y sólo entonces los más valientes comenzaron a retornar a la superficie, con pesar por las pobres almas en poder del viento pero felices de haber salvado, por esta vez, sus vidas.



Origen del cuento.
Versión libre de una leyenda Anasazi, traída a la vida por una experiencia real en Mesa Verde, cerca de las Cuatro Esquinas, donde confluyen los estados de Arizona, Utah, Colorado y Nuevo México. Si el viento no toma las almas de los que no han podido ocultarse de él, sí toma sus vidas porque es imposible sobrevivir a la nube de polvo que le acompaña.