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Abjuración de vehementi

Por el año de Gracia de 1582, llegó a la Villa Rica de la Vera Cruz don Alejandro Roma con el título de piloto del Rey.
Cuentan las crónicas que cuando él llegó al puerto a bordo del galeón Purificación procedente de Oriente, ya traía consigo pensamientos turbios y poco honorables.
Era la primera vez que atracaba en Las Indias. Ignoraba que más tarde habría de arrepentirse de la decisión de incorporarse al transporte de productos de la Nueva España.
Apenas las estacas mantenían al galeón firme al muelle y las velas ya aferradas a la espera de que el viento las vuelva a hinchar Don Alejandro salió a cubierta, deglutió una bocanada húmeda y salitrosa de aire y se aprestó para ir a dar parte del contenido de su carga a las autoridades del Consejo de Indias del puerto. Bajó con los pasos ondulantes como si aún estuviera en cubierta y prolijo realizó los trámites para la descarga y carga de los productos.
En el despliegue de las maniobras de embarco del oro, plata y otras riquezas Don Alejandro rememoraba las historias del rápido enriquecimiento de los hombres de las flotas de las Indias.
Ese comento había incubado el germen de la ambición en las oquedades de su alma, por lo que, escrutaba a los nativos en busca de vestigios de oro entre sus rebuscados adornos, lo hacía con paciencia poniendo brida a su ímpetu de arrancar a la mala la ubicación de los tesoros.
A fuerza de perseverancia su tarea fructificó, vio en el cuello de un cargador indígena un pendiente de oro con incrustaciones de turquesa. Lo detuvo, tomó la joya entre sus manos y le preguntó qué era esa cosa.
—Regalos que auían venido del cielo -había respondido el nativo.
Con mayor curiosidad, don Alejandro había preguntado:
—¿Quién la auía traýdo de allá?
Es que él ignoraba la explicación porque en su mente ya bullía la idea de que los tesoros florecían como la vegetación bajo las lluvias tropicales.
Con esa idea, acuerda con Ángel Grijalva, capitán de guerra del galeón, que era el momento oportuno para montar una expedición en busca de los tesoros en el asentamiento indígena de Boca del Río.
Era medio día y el sol caía a plomo, los dos capitanes acompañados por una veintena de de soldados avanzaron sobre arenas convexas, bastaba moverse un poco para sentir la densa humedad, el sopor salado se adhería al paisaje y lloraba en la vegetación que se erguía desafiante frente a ellos. La selva se cerraba impenetrable desinflando el arrojo de los soldados que cada vez les parecía más pesado ganar terreno, no obstante, pudo más la ambición que las contingencias topográficas y llegaron al pueblo indígena.
En un claro en las estribaciones del río, el contorno de unas chozas se dibujaba en la reverberación de la luz. Un vaho que alteraba los ritmos de la respiración subía de las aguas que fluían morosas por la cuenca. El pueblo lucía aletargado sin los hombres que habían salido a cazar y a recolectar frutos. No les fue difícil someter a viejos y mujeres que, tras pasar a cuchillo a algunas prisioneras, el resto no dudó en dar cuenta del sitio donde guardaban los “adornos brillantes”.
Cuando Don Alejandro Roma y sus secuaces entraron a la estancia de los tesoros, un azogue de codicia los infectó, todo querían para sí, estaban dominados por la avidez. En seguida fueron sacadas todas las cosas de valor y estima: collares de piedras gruesas, ajorcas de galana contextura, pulseras de oro, y bandas para la muñeca, anillos con cascabeles de oro para atar al tobillo, y coronas reales, cosas propia del Tlatoani, y solamente a él reservadas.
Una vez que a todo le quitaron el oro, cogieron lo de valor, arrebatándolo como si fuera suyo, como si estuviera reservado para ellos. Y después don Alejandro se fue, dejando al pueblo velado por un manto de humo ocre que ascendía de las hogueras donde ardían cadáveres y mortajas de decenas de difuntos. La espiral de miasma podía verse a lo lejos, reptando entre augurios funerarios.
Mientras en el galeón don Alejandro reconocía su adquisición, desconocía que los hombres del pueblo encabezados por Ayauhtli, niebla, habían regresado al hogar, encontrando desolación y muerte. En tanto que tasaba su parte, no imaginaba el bramido desgarrador que el jefe tribal emitió, tampoco sabía el odio que había sentado su garra en él, ni que su aliento envenenado clamaba venganza.
Durante las horas siguientes en que descansaba, ignoraba que los indios ya se habían ataviado, coloreados sus cuerpos de muerte quemaron copal y ejecutaron la danza de la “guerra sobre la punta de los pies, ya con el cuerpo encorvado, ya con la vista levantada hacia las inconmensurables entrañas de los astros”*.
Los guerreros llegaron a las inmediaciones del muelle, justo cuando la luz perlada de la luna goteaba sobre la cubierta del galeón. Con sigilo ascendieron; la mayoría buscó los dormitorios de los soldados para ejecutarlos, los más diestros se introdujeron bajo el castillo de proa hacia la cubierta inferior, donde encontrarían a los dos capitanes.
Cuando despertaron fue demasiado tarde para destrabar la emboscada que le habían hecho. Don Alejandro trató de fugarse, pero un certero puñetazo de Ayuahtli lo tiró al piso, entonces el miedo deambuló por su rostro pálido. Pidió, rogó y ofreció, pero el jefe de los indígenas estaba sordo a todo lo que no fuera su venganza. Levantando a don Alejandro, hizo que un guerrero los amarrara de sus manos izquierdas, de manera que no pudiera escapar. Ayuahtli traía consigo dos cuchillos de obsidiana, le dio uno y lo obligó a pelear.
El miedo apenas le permitía a don Alejandro moverse; con la obsidiana en la mano miraba estúpidamente a Ayuahtli musitando palabras ininteligibles con las que pretendía pedir perdón. El jefe, cegado ya por la cólera, le dio una puñalada ligera en el brazo, pero el capitán, presa del pánico, acertó a cortar la amarra, tiró el cuchillo, corrió escalera arriba hacia la cubierta y se dirigió hacia el mástil para encontrar refugio en lo más alto. Ayuahtli, con la obsidiana ensangrentada apretada entre los dientes, lo siguió. Así pasaron de cordaje en cordaje, cada vez más cerca el perseguidor, cada instante más lleno de pánico el perseguido.
Por fin don Alejandro llegó al punto más alto donde ya no podía retroceder ni avanzar. Hasta allí lo siguió el guerrero con la daga entre los dientes, los ojos fijos en su adversario, enroscando las cuerdas en sus piernas para ayudar a sus manos crispadas de furia a trepar. Ya lo iba a alcanzar cuando un grito desgarró la noche silenciosa. Los guerreros vieron en el fondo claro del cielo, cómo el capitán maromeaba en el aire, golpeaba en algún palo para caer pesadamente sobre la cubierta.
Con toda calma bajó Ayuahtli desdé lo alto del mástil, la obsidiana aún en la boca. Cuando estuvo sobre el puente se acercó a su enemigo esperando encontrarlo muerto, lo volteó de cara al cielo y vio que aún vivía, por un momento pensó en rematarlo con la obsidiana.

Pero, lo que ocurrió a continuación surgió desde lo más oscuro de una mente dominada por el odio; desnudaron a los tripulantes que habían sobrevivido para extraer sus entrañas y descubrieron que era territorio tomado por millones de gérmenes abyectos que se habían reproducido en sus genitales. El pecho sarnoso de don Alejandro fue calibrado por la ponzoña de las espinas, de una nopalera, que dibujó algunos pictogramas, después fue amarrado al timón con sus brazos en cruz y cabeza abajo. Del otro lado del timón, también crucificado pero cabeza arriba, el otro capitán se enfrenta con el cuerpo de don Alejandro, y el falo de uno incrustado en la boca del otro.
Antes de partir incendiaron las bodegas del navío y lo destrabaron del muelle para que a la deriva se desgajara entre la bruma de la alborada. Al alba, lo que quedaba del galeón, fue avistado por los marineros de un buque de la flota. Arrastrado por la marea, lo vieron emerger de la neblina. Cuando la proa encalló en la orilla y el casco se escoró a babor los marinos se encaramaron a bordo. Un hedor intenso emanaba de las entrañas del barco. El almacén estaba inundado y docenas de cuerpos flotaban entre los escombros. Don Alejandro había sido el único superviviente de la depredación, el oficial a cargo lo desató y puso a sus hombres a custodiar los restos del naufragio; que tenía cruces invertidas pintadas, hasta que los oficiales del Santo Oficio pudieran llegar para inspeccionar el barco y dilucidar cristianamente lo que había sucedido.
El Santo Oficio no había llegado a una conclusión cabal, pese a que durante días habían realizado interrogatorios a hierro entre los cargadores indígenas. Para cuando alguna voz tenue se atrevió a sugerir los servicios del traductor que conocía más lenguas de las que eran aconsejables para un cristiano de bien, don Alejandro Roma ya se recuperaba físicamente pero su mente naufragaba entre las brumas de la amnesia. Estaba trabado en un recuerdo que se albergaba entre los pliegues de su mente y lucía como un octogenario que no andaba, se deslizaba con alpargatas. Le descubrieron el torso para que Juan Manuel, el traductor, leyera. Él era de origen mestizo que había aprendido muchas lenguas al navegar desde niño por el mundo conocido. Bajo amenaza de ser descomulgado y enjuiciado por el Santo Oficio, fue obligado a jurar que guardaría el secreto de cuanto le fuese revelado. Sólo entonces se le permitió inspeccionar las bodegas del galeón y leer los pictogramas del pecho del capitán que temblaba aterido mientras Juan Manuel le estiraba la piel para realizar la lectura:
“Ipan iztac mictlampa minitzno tltlautilia motlamatiliztli tezcatilopa, In Domine Dei” (Un gran castigo caerá de los cielos para purgar la infamia perpetrada en el nombre de Dios).
Debido al final de la frase, a los del Santo Oficio se les atravesó la idea de que el responsable no se encontraba entre los indígenas, y pidieron que explicara, que tradujera el escrito. Él se negó aduciendo que había jurado guardar secreto de lo revelado.
Don Alejandro Roma atestiguaba los azotes que el traductor recibía en la espalda. Por negarse a traducir fue sometido a castigo; la carne abriéndose y escociendo mientras una voz leía los textos sagrados. Los quejidos que a Juan Manuel le salían de los labios no se comprendían, pero sí, el inmenso reclamo en su mirada; una y otra vez la vara dando sobre la espalda. El espacio de intolerable tiempo entre uno y otro silbido de la vara, unía dos pensamientos: el de Juan Manuel intentando refugiarse en el instante en que su mano rasgaba la piel con la espina para escribir el mensaje, y el de don Alejandro Roma, cuando rasgaban su piel, sin emitir quejido por tener la boca llena, porque le indujo la fijación de mantener el pulgar entre los labios.



* Frase amablemente prestada por Gustavo Guerrero

Texto agregado el 30-11-2013, y leído por 343 visitantes. (11 votos)


Lectores Opinan
08-12-2013 Me hiciste acordar a La isla del Tesoro. Gracias por otro excelente relato, genial. biyu
06-12-2013 Caray, teniendo un profe como vos, ¿por qué no aprendo? Esta es otra de tus obras mayores... Y van en aumento, ah, sí. Te felicito. cieloselva
05-12-2013 No sólo nos regalas trozos de historia. Nos regalas trozos magistrales de cómo se escribe, cómo se narra, cómo se comunican emociones y conceptos. Y yo los recibo admirado, complacido y agradecido. ZEPOL
04-12-2013 Los tiempos pasan pero nada cambia, siempre de alguna manera, la crueldad y la ambición están presentes. Es un gusto leer tan buena narración. jaeltete
03-12-2013 excelente narración donde exploras la ambición, la codicia y la venganza... un abrazo sendero
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