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Siendo una pequeña sagaz, Marianita aún mantenía intacta esa cuerda maravillosa de la inocencia. Virtud que se anteponía a la malicia tan propia de los niños que ven invadido su territorio cuando ya lo creían inviolable. René, su hermano cuatro años mayor, ya comenzaba a incursionar en el mundo de los grandes, aun siendo un chicuelo deseoso de nuevas aventuras. Nunca vio con buenos ojos la llegada de Marianita, puesto que sabía que tendría que compartir cariños, besos y privilegios con aquel bultito sonrosado que apenas aprendía a abrir sus ojitos grisáceos.
Por lo tanto, la niña creció entre los desvelos de su madre y los celos enfermizos de aquel chicuelo agrandado, pero aún celoso de su parcela adquirida a punta de mimos y regaloneos. Rubén odiaba que su madre le dedicara tanto tiempo a su hermanita y que ya le encomendase el cuidado de la bebita..
–Recuerda hijo que tienes que avisarme cada vez que la niña despierte. Entonces vendré y le daré pecho y tú podrás jugar con tus soldaditos de plomo. ¿Estamos?
El muchachito respondía de mala gana, puesto que comenzaba a mal entender lo que significaba la responsabilidad. Por lo mismo, cuando ya era hora de que la pequeñita fuera alimentada, se aproximaba a su cuna y le mordía los deditos. O trataba de hundir sus ojos, con un sadismo que no es para nada extraño en chicos de su edad. – ¡La niña está llorando! ¡La niña está llorando porque tiene hambre! –gritaba luego, haciéndose el inocente. Por eso, cuando la guagua se transformó en una tierna niñita de cabello rizado y ojitos curiosos, aprendió instintivamente a replegarse apenas aparecía Rubén. Pero éste la embaucaba con demasiada facilidad, siendo el resultado una chiquita embarrada hasta las orejas o aullando de dolor por alguna otra trastada del chiquillo. Este, partía a avisar que la niña se había caído en la poza y allí llegaba la madre a socorrerla. El muchacho reía con ganas, a sabiendas que la niña no podría delatarlo. Hasta que ocurrió. Una tarde le arrojó un globo lleno de agua, el que se reventó en la testa de la chicuela. Corrió la madre desesperada y al encontrarse con Marianita empapada hasta las orejas, la chica balbuceó entre sollozos: -¡Fe el Yubén, fe el Yubén! Los correazos que le dio su madre, sólo lograron que el muchacho buscara nuevas formas de desquitarse de esa chiquilla, ahora cuidando de no ser delatado.
Cuando la Marianita cumplió seis añitos, Rubén ya estaba a punto de transformarse en un preadolescente. Ella había aprendido a ser cauta con el muchacho, ya que ahora comprendía muy bien que era el principal de sus travesuras.
–A ti te recogieron de la basura, por eso que no te pareces nada a mí – la picaneaba el muchacho. –¡No, no es así porque mi mamá me mostró fotos de cuando yo era una bebita.
-¡Ja ja! Eso no es cierto, mi mamá te está mintiendo.
-Noo, tú eres un niño malo, muy malo.
Y la chiquita partía corriendo a acusarlo a su madre, mientras Rubén corría a ocultarse.
Faltaba muy poco para la Nochebuena y la Marianita estaba muy contenta, porque sabía que el Viejito de Pascua vendría como cada nochebuena, para dejarle lindos juguetes sobre sus zapatitos pulsera recién lustrados. Ella había sido una excelente alumna, una niña obediente y cooperadora con su madre. Cuando fuese ya esa linda noche, con su padre, madre y hermano a la mesa, cenarían algo rico y después se irían felices a la cama para dormirse y esperar los hermosos regalos que les traería el Viejito de Pascua.
Pero, algo aciago estaba por ocurrir. Una vez más, Rubén se encargaría de romper en mil pedazos todos sus sueños.
-Ven, quiero que me acompañes para mostrarte algo.
Marianita puso cara de desconfianza. Su hermano se había portado siempre tan mal con ella, que nada bueno podía esperar. Pero, su curiosidad pudo más. Así que subieron las escaleras que conducían al dormitorio de sus padres. Ya dentro de la habitación, el muchacho le indicó que abriera el ropero. La chica, temerosa, así lo hizo y se encontró a boca de jarro con la linda muñequita que esperaba para Nochebuena. También estaba esa cocinita en miniatura y el monopatín que tanto deseaba.
Miró desconcertada a Rubén, quien se relamía de placer.
-¿Para quien son todos estos juguetes?
-¿Para quién crees tú?
-No lo sé, a mí me traerá el Viejito de Pascua estos mismos juguetes. Pero, ¿por qué están estos acá?
Rubén lanzó una aterradora carcajada.
El Viejito de Pascua no existe, no existe, ¿entiendes? ¡El Viejito de Pascua son nuestros padres!
La chica abrió tamaños ojos, tal si su hermano le hubiese asestado un golpe mortal.
-¡No! ¡Mentira! ¡Tú eres muy malo! ¡Siempre quieres hacerme llorar!
Rubén bajó las escaleras riendo a carcajadas, mientras a la pequeña niña se le cerraba una puerta en su alma, quizás la única que la encadenaba a la niñez.
La vida continuó su curso, la adolescencia dio paso a la adultez y la relación entre los hermanos se fue dulcificando.
Una tarde, un quiebre amoroso de su hermano, lo sumió en la más profunda de las tristezas. Marianita, noble y piadosa, se acercó a él y con esa grandeza suya templada en la adversidad y con la voz más dulce que pudo pronunciar, lo consoló:
-El amor existe, hermano, el amor existe, aunque ahora todo sea para ti un gran tormento. El amor existe y aparecerá cuando menos lo pienses.
Y el abrazo que se dieron ambos, tuvo la virtud de cerrar todos los resabios de resentimientos y tuvo el sabor de una epifanía…










Texto agregado el 17-12-2013, y leído por 203 visitantes. (3 votos)


Lectores Opinan
22-12-2013 Lamentablemente la crueldad en los niños existe, en este relato lo describis muy bien. Por suerte tiene un buen final. jaeltete
17-12-2013 Excelente tu narrativa. Muy buena. Todo perfectamente hilvanado. La historia es escalofriante, no obstante, tan real. Los niños son crueles por naturaleza y en situaciones como ésta, se tornan monstruos. Me conmovió tu cuento y sí, amigo, que nos sirva de reflexión y ojalá que esa epifanía con la que cierras tu historia, llegue a los corazones. Te quiero y te abrazo. SOFIAMA
 
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