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Inicio / Cuenteros Locales / Ficciones / UNA LECTURA SOBRE HIJO DE HOMBRE, DE AUGUSTO ROA BASTOS

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El presente trabajo es una lectura personal de la novela Hijo de hombre, la primera novela que el paraguayo Augusto Roa Bastos escribió en el exilio.

A contramano de lo que se suele hacer generalmente en una monografía, en donde uno se propone demostrar una (o varias) hipótesis planteada a priori (si es que esto es posible) y debe hacer girar la totalidad del trabajo en torno a ella, he preferido intentar un acceso al texto inspirado en la propuesta del francés Foucault, que propone una lectura local, discontinua, no dependiente de un sistema que deje fuera lo que no responda a la unidad teórica de su discurso. El método que propugna Foucault propone comenzar a leer por los márgenes (ataca la idea de centro). Cabe aclarar que no sólo me he dejado seducir por la propuesta del francés, sino que hay algo de querer desembarazarme de un determinado discurso que restrinja el modo de leer (o el modo de decir mi lectura). Con respecto a esto último es que quisiera citar un fragmento de Eagleton:

«Casi nadie exigiría que el ensayo que usted escriba (...) llegue inexorablemente a ciertas conclusiones fijadas de antemano. Lo único que se le pide es que manipule un lenguaje específico de una manera aceptable. El tener un título donde el Estado certifica que usted terminó satisfactoriamente los estudios correspondientes a la carrera de letras, equivale a decir que usted está capacitado para hablar y escribir de determinada manera. Esto es lo que se enseña, examina y certifica, no lo que usted piense o crea, ya que lo "pensable", por supuesto, quedará restringido por el lenguaje. Usted puede pensar o creer lo que quiera, siempre y cuando pueda hablar en ese lenguaje específico. A nadie le importa particularmente lo que usted diga, ni la posición moderada, radical o conservadora que adopte, siempre y cuando esa posición sea compatible con una forma específica de discurso y pueda articularse dentro de esa forma. Pero ocurre que ciertos significados y posiciones no pueden articularse dentro de ese marco.»

Esto, lamentablemente, no quiere decir que haya logrado articular esos ciertos significados y posiciones, aún atreviéndome al singular de la primera persona que "no me corresponde" y negándome a recortar la anterior cita porque mi sensación así lo quiere, aún cuando no se me escapa que es un tanto reiterativa. Pero hay que empezar, hay que pasar a la acción: eso que no puede hacer Miguel Vera.

Buscando en Internet páginas que hagan referencia a esta novela, tal vez más por la curiosidad de saber cuánto material se podía encontrar que por querer encontrarlo realmente, sólo hallé un párrafo al respecto (utilizando tres motores de búsqueda), a pesar de que las referencias al autor eran alrededor de trecientas. La segunda mitad de este párrafo decía:

«Como lo sugiere su título, la novela tiene fuertes reminiscencias religiosas, en la que un campesino sugiere la figura de Jesucristo y un oficial militar la de Judas.»

Inmediátamente vino a mi memoria unas líneas del trabajo realizado por la alumna Patricia Muscia para esta misma materia, también sobre Hijo de hombre. Al igual que en la cita anterior, perteneciente a Alfonso Enrique Barrientos, Muscia realiza una oposición entre los personajes Jara y Vera atendiendo a la connotación religiosa:

«Cristóbal Jara (nombre que participa de la palabra Cristo, cuyas iniciales coinciden, además, con la de Cristo Jesús), contracara heroica de Miguel Vera.»

Se me ocurrió entonces que bien podría encararse esta misma oposición desde otro punto de vista: el del posicionamiento de cada personaje ante el deseo.

La novela cierra con parte de una carta de la doctora Rosa Monzón en la que describe a Vera del siguiente modo:

«Yo creo que era más bien un ser exaltado, lleno de lucidez, pero incapaz en absoluto para la acción. Pese a haber nacido en el campo, no tenía la sólida cabeza de los campesinos, ni su sangre, ni su sensibilidad, ni su capacidad de resistencia al dolor físico y moral. No sabía orientarse en nada, ni siquiera en medio de las "aspiraciones permitidas". Era capaz de perderse en un camino. (...) Le horrorizaba el sufrimiento, pero no sabía hacer nada para desprenderse de él.»

Se trata de una descripción que tanto se ajusta a Vera, por la afirmativa, como podría adaptarse a Jara con la simple aclaración de que se trata de las características que no lo comprenden. Si bien Jara no es campesino, sí es baqueano: «su verdadero oficio posiblemente era éste», narra Vera en el capítulo V, poniendo el oficio de baqueano por encima del más frecuentemente ejercido por Jara de conductor de camión. Esto lo deja en una posición de cercanía con la tierra, como un campesino, como su padre, de quien tiene la sangre; y, por otro lado, le da la posibilidad de contrastar aún más con la descripción que Monzón hace de Vera, cuando dice que: «Era capaz de perderse en un camino». Las descripciones sobre Jara nunca lo muestran como alguien exaltado, sino más bien lo contrario, nunca realzando méritos o circunstancias. Con respecto a la lucidez y la capacidad de acción, el mismo Jara se describe en el único momento en el que habla de sí mismo, la noche de la última cena, contestando a las preguntas de Salu'í, en el capítulo VIII:

«No sé. No entiendo lo que se dice con palabras. Sólo entiendo lo que soy capaz de hacer. Tengo una misión. Voy a cumplirla. Eso es lo que entiendo.»

Un ejemplo que reafirma esto y que a la vez habla sobre la capacidad de resistencia al dolor físico y moral de Jara lo encontramos en el mismo capítulo, cuando éste, que ya tiene una mano atravezada por una balloneta, recibe un balazo que le destroza la otra mano: en esta situación ordena a Salu'í que tome un rollo de alambre y se hace atar un brazo al volante y el otro a los cambios del vehículo, para así poder llegar a su destino, cumplir su misión. Jara sabe orientarse «en medio de las "aspiraciones permitidas"».

Escribe Lacan:

«Opuse la última vez el héroe al hombre común (...) en cada uno de nosotros, existe la vía trazada para un héroe y justamente la realiza como hombre común.»

Basándome en esto, es para este trabajo Cristóbal Jara el héroe y Miguel Vera alguien que teniendo la vía trazada para héroe no puede realizarla. El punto de vista que quiero favorecer aquí es que esta oposición responde a otra que podemos leer en el plano del deseo: Jara tiene el deseo "decidido", a diferencia de Vera, que tiene el deseo "indeciso". A partir de esto uno es la contracara del otro.

El deseo de Vera vascula, no termina de elegir su lugar, que no es el de la traición ni el de la rebeldía. En el capítulo V lo encontramos confinado a Sapukai por participar de una conspiración; en este pueblo es donde conoce a Jara, quien lo guía hasta el vagón de tren que su padre se había impuesto llevar, increíblemente, al medio de la selva. Una vez allí, por intermedio de Silvestre Aquino, una cincuentena de hombres decididos a formar una montonera para participar en la revolución que de un momento a otro esperan que estalle le pide a Vera que se convierta en su instructor militar; casi lo están invitando a que se convierta en jefe del grupo. Vera no les da una respuesta inmediata, aunque como narrador dice:

«Pero ya sabía en ese momento que tarde o temprano iba a aceptar. El ciclo recomenzaba y de nuevo me incluía. Lo adivinaba oscuramente, en una especie de anticipada resignación. ¿No era posible, pues, quedar al margen?»

Por esta intención de quedar al margen es que finalmente no queda en ningún lado, y es aquí donde se puede leer su posición ante el deseo, una posición de abstinencia y vasculación.

Acepta, finalmente, darles el entrenamiento. ¿Acepta? Porque es cierto que los instruye, pero también que los traiciona. Pero: ¿los traiciona... o se traiciona? Una vez reprimido el foco rebelde, encontrándose Vera en el calabozo de la jefatura, el jefe político le recuerda:

«Aquella noche, en el boliche de Matías Sosa, usted estaba borracho, pero me enteró de lo principal.»

Junto al capitán responsable de la represión, intentan convencer a Vera de dar los detalles de lo que sabe, cosa que este no hace ya que niega haber delatado a «esos hombres» (no los llama compañeros; no se considera parte de ellos aún habiéndolos instruido militarmente, ni tampoco está con sus represores, aunque estos existen a partir de su negada delación).

«Lo que se dice en una borrachera no tiene valor», contesta Vera al jefe político, a pesar de que lo que había dicho era cierto y sirvió para hacer prisioneros a la mayoría; o, en palabras del capitán: «Usted nos entregó la cabeza de la víbora. No se guarde la cola en el bolsillo». Una descripción hace notar estos dos Vera:

«La puerta entornada del calabozo le dejaba caer en mitad del pecho una polvorienta barra de sol que partía su cuerpo en dos pedazos sombríos.»

Vera, con su deseo indeciso, genera las causas de su destino; hace lo que hace por abstenerse de poner en juego el máximo de su deseo, quedándose siempre a mitad de camino de todo, entre la traición al otro y la traición a su propio deseo.

«Lo que llamo ceder en su deseo se acompaña siempre en el destino del sujeto de alguna traición. O el sujeto traiciona su vía, se traiciona a sí mismo y él lo aprecia de este modo. O, más sencillamente, tolera que alguien con quien se consagró más o menos a algo haya traicionado su expectativa, no haya hecho respecto a él lo que entrañaba el pacto...»

El primero es el caso de Miguel Vera, y ninguno de los dos el de Cristóbal Jara. Para Lacan, Vera es culpable:

«Propongo que de la única cosa de la que se puede ser culpable (...) es de haber cedido en su deseo.»

Siempre en el mismo texto de Lacan, podemos leer que a menudo se cede en el deseo por un buen motivo, incluso por el mejor motivo, pero que hacer las cosas en nombre del bien y, más aún, en nombre del bien del otro, está lejos de ponernos a salvo «no sólo de la culpa, sino de toda suerte de catástrofes interiores». En este sentido, Vera pareciera no querer escudarse en algún buen motivo para su traición (no se pierda de vista que la traición de la que estamos hablando no es la de haber delatado a los rebeldes, aunque la incluya). La vía del héroe es algo que ni siquiera aspira a transitar, aún cuando no espera recibir pago alguno por esta resignación; más bien se trata de un castigo por haber cedido en su deseo, y la condena a cumplir es la monotonía de a, sino de toda suerte de catástrofes interiores». En este sentido, Vera pareciera no querer escudarse en algún buen motivo para su traición (no se pierda de vista que la traición de la que estamos hablando no es la de haber delatado a los rebeldes, aunque la incluya). La vía del héroe es algo que ni siquiera aspira a transitar, aún cuando no espera recibir pago alguno por esta resignación; más bien se trata de un castigo por haber cedido en su deseo, y la condena a cumplir es la monotonía de doctora Monzón reflexiona alrededor de esto:

«No me extrañaría que él cultivase en el chico, inconscientemente tal vez, la posibilidad de convertirlo en el verdugo inocente para esa culpa de aislamiento y abstención que lo torturaba.»

Sirviéndonos un poco más del texto de Lacan:

«...la definición del héroe -aquel que puede ser impunemente traicionado. (...) el acceso al deseo necesita franquear no sólo todo temor, sino toda compasión, que la voz del héroe no tiemble ante nada y muy especialmente ante el bien del otro...»

El héroe, Cristóbal Jara, es dos veces traicionado por Miguel Vera. La primera, cuando este delató al grupo rebelde, que ya tocamos. La otra, sucede al final de los capítulos VII y VIII, hecho que es contado desde dos narradores. El VII refiere la situación de quienes se encuentran en un cañadón al suroeste de Boquerón, esperando por agua e instrucciones, que sólo llega cuando es muy tarde para todos, excepto para Vera. El VIII narra las peripecias de quienes deben llevar la ayuda; después de varios trastornos solamente Jara logra mantenerse hasta el fin en su misión, cuando hace llegar el camión aguatero con los brazos atados al volante y los cambios del vehículo con alambre. Es en este momento cuando Vera, amparado en su locura, dispara la ametralladora sobre él.

«...no es una vía en la que se pueda avanzar sin pagar nada (...) que incluso para quien avanza hasta el extremo de su deseo, todo no es rosas. Pero es igualmente desengañado -y es lo escencial- sobre el valor de la prudencia que se opone a él, sobre el valor totalmente relativo de las razones benéficas (...) que pueden reternerlo en esa vía arriesgada.»

Redondeando esta oposición entre los personajes Vera y Jara, podríamos agregar, entonces, la cuestión moral. Esta, que a un tiempo ordena (en el sentido de brindar un ordenamiento, pero sin abandonar del todo el otro, el de emitir una orden) y otorga valor (da un orden de prioridades) conduce a Cristóbal Jara a llevar el camión aguatero más allá de todo sufrimiento, al punto de que uno podría preguntarse si con tamaña decisión es posible, al mismo tiempo, sentir el sufrimiento. Por otro lado, en Miguel Vera no llega a instituirse ningún orden moral por el que él se juegue. Recordando la descripción que hace de él Monzón, es incapaz para la acción a pesar de su lucidez, lucidez de la que podría esperar alguna ayuda. Pero Vera es incapaz para la acción no por falta de lucidez sino porque no se decide ante su deseo, para no pagar las consecuencias de ello, cosa que sí hace Jara. Por el contrario, esa capacidad para la acción hace de Jara algo que lo distingue no sólo de Vera, sino incluso de los demás. Al final del capítulo VIII el narrador resalta esto casi sugiriendo una cierta inmortalidad, ya que la acción no puede detenerse en Jara; cuando las ráfagas de ametralladora astillan los vidrios del camión y este se detiene chocando contra un árbol, cuando la bocina comienza a sonar inacabablemente y todo nos hace pensar que Jara no podría estar ya sino muerto, leémos: «El camionero estaba caído de bruces sobre el volante, en la actitud de un breve descanso». Pero debemos tener en cuenta que la acción de Jara no es compulsiva, no es acción sin pensar. Es una acción que proviene de un orden moral instituido (en él) por el que es capaz de jugarse, es una acción que proviene de tener el deseo "decidido".

Otro abordaje que me sentí inclinado a hacer del texto fue el de especificar, en lo posible, la fechas de los sucesos narrados y, cuando esto no fuese posible, los antes y los después relativos entre estos sucesos. Mi interés en abordar este punto se vio estimulado por algunas contradicciones que se encuentran al respecto en la narración. El mismo Vera hace una advertencia en el capítulo I, donde se refiere a la historia del sobrino leproso que contaba Macario Francia:

«La contaba cambiándola un poco cada vez. Superponía los hechos, trocaba nombres, fechas, lugares, como quizá lo esté haciendo yo ahora sin darme cuenta, pues mi incertidumbre es mayor que la de aquel viejo chocho...»

Ese "ahora" de la narración se situaría a partir de 1935, ya que él hace una descripción de su pueblo natal, Itapé, al que no habría vuelto hasta después de la guerra paraguayo-boliviana de 1932, la cual duró tres años. Suponiendo que esto sea así, el personaje Vera es narrador desde sus 30 años o más, a excepción del capítulo VII, redactado en forma de diario, que podría considerarse escrito al tiempo de los sucesos que narra, cuando Vera tendría 27 años de edad.

Este cálculo se hace tomando como referencia la fecha de la guerra y la del año 1910. El 18 de mayo de ese año pudo verse desde la tierra el paso del cometa Halley; Vera dice tener 5 años cuando eso sucede («Me acuerdo del monstruoso Halley, del espanto de mis cinco años»), lo que ubica su nacimiento entre mayo de 1904 y el mismo mes de 1905.

Gaspar Mora se recluye en el monte con anterioridad al paso del cometa, una cantidad de tiempo que no podemos precisar: «Pasaron meses, tal vez años», desde que Mora se recluyó hasta que un hachero trajo al pueblo noticias de él. Durante un tiempo, también impreciso, le llevaban alimentos, hasta el momento del cometa. Días después lo encontraron: «Estaba muerto, de varios días».

Esto pone una fecha, 1910, no sólo a la muerte de Mora, sino al nacimiento de su "hijo", el Cristo Leproso.

Más difícil es establecer el año en el que Vera se dirige a Asunción a iniciar su carrera militar, viaje en el que ve por primera vez Sapukai. Para esto nos guiamos con la fecha del levantamiento agragrio, justamente el de 1912. En el capítulo III Vera escucha una conversación entre hombres dentro del tren. Al atardecer están llegando a Sapukai y uno de ellos brama: «¡Allí están los rastros de la revolución!». El mismo hombre dice lo siguiente:

«No sé por qué no hacen el trasbordo al llegar. Por lo menos, mientras terminan de arreglar el terraplén. No costaría nada, ¡caramba digo! Así desde hace más de cinco años. Desde que está allí el agujero ese.»

"El agujero ese" era producto del modo de reprimir el levantamiento de 1912, lo que debería hacernos pensar que esas expresiones son dichas en 1917 al menos.

Sin embargo los cálculos dan distinto en el capítulo IV, el que narra cómo Casiano Jara, padre de Cristóbal Jara, tras participar en el levantamiento agrario y lograr escapar de la represión, se engancha junto con su esposa Natividad para trabajar en los yerbales, en donde pasan dos años, al final de los cuales nace Cristóbal.

«Casiano Jara y su mujer Natividad llegaron a Takurú-Pukú (...) un poco después de aplastado el levantamiento agrario del año 1912...»

Este "poco después" nos permite pensar que Cristóbal Jara nació en 1914 ó 1915. Sin embargo, en el capítulo V el narrador propone una sincronía, si bien la relativiza con un "acaso": que el nacimiento de Cristóbal Jara es casi coincidente con aquel atardecer que junto a Damiana Ávalos se detuvieron en Sapukai, "más de cinco años después de 1912".

Entonces el cálculo no es coincidente, ya que sumando a la fecha del levantamiento los dos años de los yerbales estamos en 1914 ó 1915, pero sumando los "más de cinco" estaríamos en 1917 ó 1918.

Podríamos pensar, simplemente, que no tienen por qué coincidir las fechas entre esa parada en Sapukai por parte de Vera y el nacimiento de Jara en Takurú-Pukú, pero aún así hay dificultad. En el capítulo V vemos a Vera confinado a Sapukai, como ya habíamos dicho; aquí es donde conoce a Jara, y menciona el tiempo que transcurrió desde que los padres de éste lograron escapar de los yerbales y llegar a Sapukai, dos sucesos casi coincidentes con el nacimiento de Jara. En la p.127 de la edición que manejo dice: «Sólo que habían comenzado veinte años atrás», cuando se refiere al regreso de los padres de Cristóbal y el inicio de empezar a mover ese vagón hacia la selva. Tres páginas después, cuando sugiere la sincronía ya mencionada, insiste en esta cantidad de tiemp: «A veinte años de aquella noche...», lo que puede tomarse, en este caso, contado también desde su noche en Sapukai con Damiana Ávalos y los demás pasajeros. Pero si sumamos veinte años a estas fechas, en cualquier caso nos da la de 1934 o posterior, lo que es contradictorio con el momento narrado, previo a la represión del foco rebelde que el mismo Vera había delatado. Como sabemos, por estar complicado con estos hechos Vera es preso desde el 1º de enero de 1932 en Peña Hermosa, por lo que no puede haber conocido a Jara dos años después, en nuestro cálculo más conservador.

Finalmente, queda por estimar que Miguel Vera murió joven, según sacamos de cruzar su relato y la carta de la doctora Monzón. Él muere ya teniendo a su cuidado a Cuchuí, hijo de Crisanto Villalba. Villalba vuelve a Itapé un año después de finalizada la guerra, ya que pasó este tiempo en Asunción. Esto nos da 1936. El tiempo que va desde su regreso hasta que es enviado a Asunción para tratamiento psiquiatrico no parece ser largo, sino más bien lo contrario. Incluso, lo último que Vera escribe es con respecto a sus planes de enviar a Villalba a Asunción y hacerse cargo de Cuchuí, cosa que efectivamente sucede, según nos enteramos por la doctora Rosa Monzón en su carta. Ella menciona un «Después de unos años» que va desde la muerte de Vera, cuando Cuchuí seguía siendo un niño, y la publicación de los manuscritos de Miguel Vera. No tenemos exactitud entonces, pero podemos decir que la fecha de nacimiento del personaje es 1904 ó 1905, y que su muerte se produce a partir de 1936.

Las de Cristóbal Jara, el otro personaje que he tenido más en cuenta en este trabajo, serían 1914 ó 1915 para su nacimiento y 1932 ó 1933 para su defunción, alrededor de los 17 ó 18 años (es más verosímil que hacer coincidir el nacimiento de Jara más de cinco años después del levantamiento).



Por los motivos que expliqué en las primeras páginas del trabajo, este modesto relevamiento temporal no fue realizado para sostener hipótesis alguna, por lo que no me propongo en este momento ninguna conclusión que la sostenga.

En la primera parte, la relativa a la oposición entre Jara y Vera, sin embargo, fue surgiendo una, a saber: que puede realizarse una lectura psicoanalítica de los personajes, haciendo hincapié en la posibilidad de responsabilizarse y llevar adelante, en la acción, el deseo.
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BIBLIOGRAFÍA

Roa Bastos, Augusto. Hijo de hombre (1960). Barcelona, Ed. Seix Barral, colección Literatura contemporánea, 1985.

Foucault, Michel. Microfísica del poder (1976). Edición en español de 1978. Sin otros datos de edición.

Eagleton, Terry. Una introducción a la teoría literaria (1983). Traducción de José Esteban Calderón, Ed. Fondo de Cultura Económica, colección Lengua y estudios literarios, Madrid, 1993.

Lacan, Jacques. Seminario 7: La ética del psicoanálisis. Cap. XXIV, apartado 3, pp 379 a 384 (1959-60). Editorial Paidós, Buenos Aires, 1995.

Texto agregado el 21-08-2004, y leído por 2083 visitantes. (0 votos)


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