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GÉMINIS AMANECIÓ SIN CAPITÁN.

Mira su reloj. Advierte que son las tres de la madrugada. Recargado sobre la herrumbrosa balaustrada metálica de la proa, exhala una densa bocanada de humo que se disuelve con la ventisca salina tempranera. Hace cuatro años que fue nombrado capitán de la semi-sumergible Géminis. Siempre se duerme temprano, sus poco más de seis décadas no le permiten desvelarse mucho, sin embargo, hace tres noches que no logra conciliar el sueño. Cuando su humor no es bueno, siempre suele recurrir a su tabaco neerlandés que, a juzgar por el cambio de su mal talante, pareciera tener propiedades medicinales, contrariando paradójicamente a la funesta invasión de sus insanos bronquiolos. Contemplando fijamente la línea del horizonte oculta por la oscuridad de la madrugada sabatina, el capitán Kevin Noordam inhala, retiene el humo un instante mientras junta sus párpados, y lo libera, descubriendo lentamente sus fatigadas pupilas. Nada. Las mismas interrogantes siguen deambulando en su pensamiento. Deja caer su cigarrillo por la borda, observa como los ingenuos peces que circundan inocuamente las columnas del navío, se disputan el falso alimento que acaba de zambullirse con ligero sigilo sobre el océano. Sonríe infantilmente al ver consumado su engaño y se dirige al interior del puente de mando.

Frente al monitor plano de veintidós pulgadas, como si fuesen míticas estatuas pétreas, dos encargados de seguridad física y el contramaestre de sobrenombre cocopato, observan afanosamente cada segundo transcurrido en la grabación obtenida del circuito cerrado de televisión. –Nada relevante. –Comenta uno de los encargados. Llevan casi cuatro horas bañando sus retinas con la radiación del monitor sin obtener indicio alguno de su peculiar objetivo. –Noordam ya está viejo, esos delirios que manifiesta son propios de su edad. –Comenta el otro encargado de seguridad. Ante esta afirmación un tanto despectiva, cocopato responde con un gesto de dudosa aprobación, se levanta de su asiento, recarga su espalda sobre el mamparo del cuarto de monitoreo y se prepara para hablar:

–Hace poco más de veinte años, cuando Géminis zarpó de Singapur hacia estas aguas, el capitán era en ese entonces un alemán de apellido Stengel. Acababa de perder a su esposa. A tal grado le afectó dicha tragedia, que se volvió demasiado callado. Si los alemanes de por sí ostentan pálidas expresiones humanas, el capitán Stengel, me atrevería a asegurar con irrevocabilidad, que obtendría el galardón al alemán más frívolo e inexpresivo de la década. Una mañana, Géminis amaneció sin capitán. Botes salvavidas viajaron algunas millas náuticas en misión de rescate. Buzos se sumergieron varios metros en busca de algún cuerpo inerte perdido en las profundidades del mar. Tras varios días de infructuosa búsqueda, el informe que se dio a la administración portuaria de la no tan cercana isla, redactaba, sin exagerar el lujo de detalle que: El capitán Stengel simplemente desapareció. Algunos sucesos raros acontecieron después de la tan inusitada evanescencia de Stengel. No fueron pocos los marineros que se quejaron que por las noches alguien llegaba a su camarote a tocar la puerta con afanosos golpes. Nunca se encontró al incurso de tan retorcido sentido del humor. Algunos otros, afirmaron escuchar lamentos en el camarote adjunto, y con gran espíritu de ayuda iban a auxiliar al vecino, recibiendo como recompensa grotescas maldiciones por parte del falso agraviado, ya que no era de buen gusto que se interrumpiera el tan valorado descanso después de un arduo día de trabajo bajo el candente sol que bañaba la cubierta de Géminis. Fue necesario traer a bordo al sacerdote de la isla. Todos, desde el capitán en turno hasta el ayudante de cocina, nos reunimos para llevar a cabo un rito espiritual ante un pequeño altar improvisado que contenía el también ahora desaparecido fresco al óleo de Stengel. Los acontecimientos paranormales cesaron y no se supo más de este tipo de anomalías, hasta apenas hace tres noches. –Cocopato guardó silencio.

A pesar de que nadie, salvo Noordam, había notado nada raro, el rumor de que el espíritu del capitán Stengel rondaba inquieto a bordo de Géminis se esparció vertiginosamente en unas cuantas horas. Los encargados de seguridad aumentaron la frecuencia de sus rondines de rutina por todos los pasillos, cuartos y salas de la embarcación. Algunos de los más supersticiosos no pudieron evitar el impulso de llevar consigo su crucifijo para arrojárselo a la aparición del más allá por si se les revelaba. Nada. Tres días más y ningún crucifijo fue utilizado. Tres noches más de insomnio para el capitán Noordam.

Transcurría la séptima noche desde que el capitán holandés se inquietó por vez primera. Una turbonada hacía que el navío semejara el movimiento de una mecedora. Dentro de su camarote, acostado sobre la pequeña cama y cubierto con el delgado pero un tanto cálido edredón, Noordam se arrulla con el suave rechinido de los mamparos provocado por el sosegado vaivén de la nave. Ahí está de nuevo, como las seis noches previas, irrumpiendo su casi logrado sueño, el golpeteo nocturno de los plafones del techo. Después del quinto impacto, los golpeteos cesan. El viejo Noordam se incorpora, levanta el auricular telefónico para comunicarse a la oficina de seguridad física. Nadie responde al otro lado de la línea.

Accede enérgicamente a la oficina de los encargados de seguridad. Noordam pide, con su muy singular y pobre idioma español, que le expliquen por qué no han respondido a su llamada. Uno de ellos responde jurando y perjurando que desde hace poco más de una hora que el teléfono de esa oficina no ha timbrado. Molesto, les pide que revisen de nuevo el camarote del nivel superior que colinda con el suyo. –No hace más de quince minutos que lo revisamos capitán. Ese camarote no está en uso, y sigue bajo llave como usted ordenó desde hace una semana. –Noordam insiste en una nueva y minuciosa inspección. Detrás de aquel porte enérgico propio de un capitán de altura, a Noordam lo invade la tortuosa aleación de la vergüenza y la desesperación. Piensa que probablemente está enloqueciendo, piensa que tal vez ya sea tiempo de abandonar las labores marítimas y pasar el resto de sus días disfrutando del calor de su hogar en la campiña holandesa. Con estos pensamientos, Noordam se retira a su camarote después de la recién terminada inspección.

Son las once de la noche. Debido a su involuntaria incapacidad de soñar dormido, sentado en el sofá que está frente a su cama, Noordam invoca sus recuerdos pasados para eludir la pesadumbre mental de su presente. Evocando y aludiendo odiseas juveniles y personas extraviadas en el tiempo, y esbozando sonrisas cada vez que una chusca remembranza habita temporalmente en sus pensamientos, el viejo capitán logra olvidarse por algún instante de la mortificante causa de su actual insomnio. Sin embargo, tales emociones gratas se ven interrumpidas frenéticamente. Ahí están, sin previo aviso, los constantes golpeteos de los plafones del techo que se ubican por encima de su cana testa. Piensa en la posibilidad de que toda la tripulación haya acordado jugarle una broma de muy mal gusto. Pero, ¿Quién o quiénes serían los valientes precursores que se arriesgan a perder su empleo por un rato de diversión a costa de la paciencia de la máxima autoridad a bordo? Recorriendo ese camino de posibles interrogantes se encuentra la mente de Noordam mientras los golpeteos del techo persisten. Ha llegado a su límite. Motivado por su incesante desesperación, se pone de pie sobre su reconfortante sofá y planta firmemente la mirada sobre la vibrante placa descascarada del techo. Impulsa el plafón hacia arriba, y cuando éste ha logrado subir algunos centímetros, una insospechada y descomunal fuerza regresa el plafón hacia abajo. Noordam ahoga un grito. Con los índices, anulares y cordiales magullados, observa con recelo al plafón agresor. Decidido a todo, sube de nuevo al sofá y con aparentes instintos propios de un demente, empieza a destrozar el techo con furiosos puñetazos. Otra vez, con la misma descomunal fuerza siente aquel golpe en el rostro que lo cimbra en el suelo y le ofusca completamente la visión. Abre los ojos lentamente. Ahí está, tumbado inertemente en el suelo, con el gélido semblante y mirando a Noordam desde el más allá, por entre medio de la marquesina dorada, como si hubiera sido pintado no hace mucho aquel retrato del desaparecido capitán alemán. Noordam lo observa a detalle, posa su atención sobre las brillantes pupilas oleas de Stengel. La única lámpara superviviente a la furia de Noordam se rompe, inundando aquel camarote con una espesa penumbra.

Con agigantados pasos presurosos, el contramaestre cocopato se acerca al camarote del capitán. La puerta se encuentra entreabierta en un ángulo de cuarenta y cinco grados con un sigiloso movimiento pendular. La abre completamente, da unos cuantos pasos hacia adentro y con la ayuda de su lámpara de mano lo ve, tumbado inertemente en el suelo, con la sonrisa infantil y su testa cana, sosteniendo con una mano su cigarrillo de tabaco neerlandés, mirándolo desde el más allá por entre medio de la marquesina dorada, como si hubiera sido pintado hace apenas unos minutos.

A la mañana siguiente, Géminis amaneció sin capitán.

Texto agregado el 23-01-2014, y leído por 116 visitantes. (0 votos)


Lectores Opinan
24-01-2014 Una bien lograda historia de fantasmas, con el cuadro de marras como terrible ventana entre dimensiones, capturando espíritus con la tenacidad del Retrato perverso que inmortalizó Oscar Wilde. Gatocteles
 
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