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- ¡Una vida no alcanza!

Grita para adentro, como tragándose las palabras, como comiéndoselas. Grita y odia esa verdad absoluta, de mierda, esa hijaputez de que todo se termina y que todo pasa tan rápido, que no dura nada.
Luego habla con un movimiento casi imperceptible, cuchicheando, y se le acumula saliva espesa entre los dientes y en la comisura de los labios.
Mueve la boca y acerca y aleja el mentón a la piel peluda que le cubre el pecho como un pulóver, afirmando su odio por la muerte.
Sintiéndose, inevitable, fatal y pelotudamente mortal.

El viejo se sienta, prueba primero con un movimiento de los brazos si la silla soporta sus grandes huesos y su abdomen globoso, de sapo.
Se apoya lentamente en el asiento y la silla chilla de angustia en las maderas.
Después se queda con los ojos abiertos, fijos. Clavados en la distancia, mirando a través de la ventana.
Respira con esfuerzo, trabajosamente. Con un ronquido, un bramido profundo, animal, que le brota por la boca abierta.
Una delgada nube, filosa y ligera corta el cielo de la tarde. Detrás cerrando el horizonte se acercan enormes nubarrones, negros y grises azulados, amenazantes de agua.
Se acomoda, buscan enderezar la espalda en una mejor posición y la silla vuelve a crujir, casi no puede moverse y un sentimiento de frustración por su invalidez se le pega a las costillas, apretándolo.


Tito que es el más joven, aparece corriendo por el largo zaguán cubierto de parrales. Con el torso desnudo y la cara desencajada.

- ¡Vino el tordo de aquí a la vuelta, y dice que el viejo está muerto!

Grita y apunta con la mano y con los dedos hacia la habitación del fondo. Corre, grita y llora, y su voz es un trueno que rebota por las paredes, y recorre el pasillo que viene del último patio. El patio del gallinero.
Y ahí, un trueno estalla y pega en las macetas, en los vidrios de las puertas, en los azulejos con calcomanias de la cocina, en la maquina de coser cerrada y cubierta por una carpeta de nailon, en los cuadros con paisajes casi borrados del living, en el tocadiscos y al final muere en los oídos de todos los habitantes de la casa.

La Betty que a duras penas se desplaza, recibe el impacto del sonido en pleno rostro. Le pega en la frente, justo por debajo de los ruleros que un pañuelo sostiene y al descifrar la noticia se ahoga llevandose una mano a la garganta y queda planchada en medio del corredor con un alarido agudo, insoportable.
Cae tendida de panza y apoya los mofletes en el suelo, parece un elefante marino, o una ballena de batón floreado, multicolor durmiendo en una playa de mosaicos. Mosaicos blancos y negros, uno y uno, como en una rayuela.
La panza sube y baja en una respiración histérica y el culo le hace lo mismo, al mismo ritmo. Parpadea con los ojos cerrados, con fuerza, para que los ojos se le vayan para adentro, como para no ver nada.


-Por que no llaman a "su" médico -Dice Bruno, sin perder la calma. Acentuando el "sú", y hace sonar el mate alargando la última chupada.
Luego se hunde la prestobarba contra el pómulo cubierto de espuma blanca, y deja con el movimiento un surco de piel rosada que le llegaba hasta el cuello.
Queda observándose la maniobra con cierta vanidad, la puerta del botiquín donde esta el espejo se abre lentamente y hace que su imagen se mueva, viaje, hacia la cortina mugrienta que oculta la ducha.
Con el mate en la mano la cierra de un golpecito que suena metálico y familiar. Las visagras están falseadas hace años, piensa.

- Decí que la gorda tenía los ruleros puestos, y eso amortiguó el golpe -Suspira jocoso.

- Le salvó la vida la permanente ¡le salvó!

Sin dejar de afeitarse apoya el mate en el lavatorio, y entrecierra los ojos ninguneando.

- ¡No ves! que a ese gordito no lo conoce nadie ¿o vos lo conoces?

Se pregunta burlón, mirándose al espejo. Teatraliza cierto odio en el gesto y busca público que le responda.
Nadie le contesta.

- No sabes si tiene titulo... o no tiene ¡de donde carajo salió!, con esa cara de gil...

- Por comodidad, por que queda cerca, meten a cualquiera en esta casa...

Prolijo se acerca exageradamente al espejo y termina de rasurarse el labio superior, luego se pasa el pulpejo de un dedo y comprueba la faena con una sonrisa pícara.
Suspira ahora enérgicamente, como un boxeador cuando cambia el aire antes de comenzar un round, y dice.

- Manden a uno de los pibes, ¡que vaya cagando!

Estira el cuello hacia la puerta.

- ¿Oyeron?

Ahora duda un poco de que alguien lo escuche.


Comienza a llover, y el viento se aventura por todos los rincones de la casa chorizo.
Se mete en las habitaciones haciendo sonar las puertas abiertas. Algunas ráfagas destienden las camas y dejan ver las frazadas debajo de las colchas floreadas.
Vuelan las hojas.

Por el reparo de la pared medianera entró la vecina de la casa construida hace tantos años justo enfrente a la que había edificado el anciano, ingresó con los ojos muy abiertos, de tan grandes parece que se le escapan de la cara.
A los ojos los acompaña el gesto del resto de la cara, de que pasa algo malo, de comenzar un duelo.
En las manos lleva el delantal de cocinar hecho una pelota arrugada, con el que termina de sacarse el agua que cae del cielo y las lágrimas más precoces quele fueron saliendo.
En el quicio de la puerta interrogó, sin dirigirse a nadie en particular.

- Es cierto lo que me dijo el Pelusa, es cierto ¿que al Nono... le dio?

-¿Le dio la muerte?

Y se vuelve a pasar, a refregar el delantal por la cara, ahora solo húmeda.

- O es uno de esos ataques de siempre -Busca entender y continua.

- Menos mal que ahora vino su médico..., yo le tengo una confianza ciega, él me salvó cuando anduve con prolaso,... me curó para siempre la cistitis...

- ¡Que no le puedo explicar lo que yo sufría antes!-Agrega.


Nadie la escucha. Entre dos tratan a duras penas de levantar a la Betty y acomodarla en una de las sillas de la cocina.
La silla resbala, simula escapar, cuando quieren apoyar a la mujer que se bambolea como un muñeco flácido.
Un trueno espanta algunos gorriones que se refugian entre las ramas y las hojas tupidas del gomero, pero ya no llueve tanto, ya está parando el diluvio.

Bruno vuelve del baño con la toalla rodeándole el cuello y secándose con un dedo envuelto en la punta de ella el profundo interior de una oreja.

-¿No les dije?

Afirma, con un gesto de risa en la cara. Pero sin reírse.

- Que ese tordo, no sabe un sorete. -Eleva la voz teatralmente.

- El viejo está vivo, fue nada más que un ataque...

- ¡Eso si! que parece fiambre,... parece, pero se le pasa...

Luego continua gritando. Como para que lo escuchen desde la calle.

- ¿Viste gorda? te desmayaste al pedo

- Al viejo se le pasó ¡se le pasó la muerte!


Suspira y se le escapa un –quevacerle- y canchero sigue camino hacia su cuchitril con la toallita tomada entre los puños, uno a cada lado del cuello.
Resbala con las chancletas en el piso mojado, pero puede mantener el equilibrio abriendo los brazos. Putea, y cierra la puerta suavemente. Evitando que el viento que aún corre por la galería golpee los postigos.
Las nubes, indiferentes a los hechos, siguen pasando sin sobresaltos de una punta a la otra de la tarde.

(1995)

Texto agregado el 21-03-2014, y leído por 206 visitantes. (1 voto)


Lectores Opinan
15-06-2014 *****, siempre, porque siempre me asombro y admiro. Un abrazo vaerjuma
 
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